Patrick Modiano, Joyita, traducción de Alberto Conde, Debate, Madrid, 2003, 123 pp.
Así como las páginas de Cormac McCarthy encarnan la violencia, las de Bryce Echenique la ternura o las de Bernhardt la aversión, Modiano no tiene igual en la concepción literaria de la nostalgia. Los esfuerzos ímprobos del autor de Calle de oscuros almacenes (1978), Premio Goncourt, clásico indiscutible de la novela contemporánea en lengua francesa, por recrear la nostalgia mediante la palabra le han llevado a dominar el intimismo y una técnica de monólogo que, con sus breves frases de diario personal, le conceden al lector la categoría de confidente del protagonista.
Michel Tournier se procura una base filosófica y teorías acerca de la parodia y la reescritura; Jean-Marie Le Clézio bebe del absurdo camusiano y se emborracha de experimentación y formalismos varios; a Philippe Sollers le es necesaria la semiótica y hacerse con un lenguaje entendido como máquina textual; a Jean Echenoz le hacen falta el virtuosismo técnico y las trampas de la astucia; Erik Orsenna levanta epopeyas históricas de las que acto seguido se ríe complacido. Todos sus compañeros de generación, la última verdaderamente grande del imperio literario francés —sumido ahora en una indisimulada decadencia—, precisan de sofisticados pertrechos para asegurarse la excelencia literaria; a Modiano, en cambio, le basta y le sobra con el escenario atormentado de la Francia ocupada y la inacabable posguerra, y un estilo de retórica muy modesta, apenas el mencionado monólogo intimista y un estilo marcado por la recurrencia y el detalle revelador. Frente a la exhuberancia y el artificio de otros grandes de las letras francesas de posguerra, Modiano escribe siempre ligero de equipaje, moviéndose en círculos concéntricos, novela tras novela, en torno a cuestiones que no son ya sino modianianas: el desarraigo, la orfandad emocional o el exilio interior, la búsqueda del tiempo perdido, de resonancias proustianas, y una rara habilidad para acabar confrontando siempre al individuo con la (propia) historia, esmerándose en el ejercicio de la memoria.
La nostalgia por un pasado extraviado —en realidad, por un pretérito imperfecto— ya se asomaba a las páginas de Los bulevares periféricos (1972), de su extraordinaria Dora Bruder (1997) o de Libro de familia (1977), novela en la que Modiano pedía a voz en grito "liberarse de una memoria envenenada". En su anterior novela, Las desconocidas (2001), a vueltas con la identidad y la memoria, tres mujeres resignadas a la anonimia y la indefen\sión ante el destino encerraban sus intimidades en una botella con forma de monólogo lanzada al mar de la indiferencia, y la memoria latiendo detrás como el péndulo de un reloj de pared al modo de los que describe en sus obsesivos inventarios. Joyita, que recupera una historia ya esbozada en su novela De si braves garçons (1982), regresa ahora al monólogo de una mujer escindida entre su anodino presente y un pasado cuya recuperación le procuraría sanar la herida de su identidad abstrusa, como en tantos personajes de Modiano, introvertidos, refugiados en su vida interior, iluminados en su trayectoria anónima por la pluma del autor, siempre dispuesta a servirse de sus criaturas de ficción para saldar cuentas con su propio pasado, por las calles de un París de los cincuenta y los sesenta a cuya imagen mítica ha contribuido como pocas la literatura del autor del guión de Lacombe Lucien de Malle. Thérèse, tras los pasos de Dora Bruder, deambula por las calles de una ciudad en la que, a la postre, la protagonista encontrará las señas de su identidad. Joyita cree haber visto a su madre, la bailarina Suzanne Cardères, en el arranque de la novela, en la estación de metro de Châtelet. Le dijeron que, años después de abandonarla a su suerte, había muerto en Marruecos, pero Thérèse la acaba de ver y la sigue hasta su domicilio, abriendo así un monólogo capaz de trenzar el pasado y el presente de la heroína —de las traiciones de la memoria a la invención del autobiografía—, y disfrazando la ficción, como siempre logra hacer Modiano, con la máscara de una autenticidad poco menos que documental. Las constantes analepsis que recuperan un pasado de delicada intimidad nacen de la mirada de la narradora, detenida en detalles en modo alguno descriptivos, sino catalizadores de la propia trama: el abrigo amarillo de la anciana del metro que ella confunde con su madre —epifanía inicial—, un vestido azul materno culpable de miedos infantiles, una caja de galletas, revistas ilustradas, domicilios vistos en blanco y negro, nombres de calles enlazadas con fechas de la memoria y claves de la identidad, la hojarasca del Bois de Boulogne vuelta símbolo del deterioro físico, carteles anunciando el chocolate Pupier, paseos junto al tiovivo del Luna Park, hoteles de bulevar, fotos que recuerdan una infancia de inmediata posguerra, construida a base de interrogantes, como la propia infancia de Modiano, encerrado desde siempre con un solo juguete, su pasado. El relato de la nostalgia se enriquece con retales de la memoria infantil como los que inventa y colecciona Perec en W o el recuerdo de la infancia (1987), extraño trompe-l'oeil literario escrito también de modo que casi todo resulte verosímil. Menudean las referencias a la ocupación nazi y el drama judío —en la escena del "Prado del Boche", por ejemplo—, recurrentes en la obra de Modiano, que ha sido capaz de construir su literatura rescribiendo una y otra vez un único universo ficcional, convertido así en palimpsesto, en realidad repitiendo frases enteras en el texto, como se repiten las ideas en el recuerdo. Cualquier lector de Modiano acaba embriagado de una bendita melancolía. Ajena primero, claro, pero en cambio personal poco después, cuando nuestra empatía con el personaje alcanza su punto culminante, que es cuando a su vez el discreto encanto de su literatura desencantada nos gana definitivamente.
Joyita parece concederles la palabra a aquellas muchachas ensimismadas de Balthus, atrapadas en una vida cotidiana que aparenta ser diáfana cuando en realidad esconde el inquietante enigma de nuestra propia existencia. De ahí que esta última novela de Patrick Modiano, como casi todas las suyas, asuma una cierta condición de relato mistagógico. Modiano se ha cansado de repetir que tal vez la magia de sus libros reside en el tratamiento de desautomatización y trascendencia que le da al entorno cotidiano, como los surrealistas, Duchamp, Ernst, Magritte, aislaban un objeto rutinario para trasformarlo en universo fantástico.
En un momento en que parece que la industria editorial está dispuesta a sacrificar autores en aras de asegurarse historias peor escritas aunque más próximas a lo que los más cínicos (o los más necios) denominan "el gusto del público", tranquiliza leer a Modiano quien, desde 1968, ha preferido no traicionarse a sí mismo y escribir exclusivamente en el terreno en el que se siente fuerte, a despecho de quienes, en cambio, piensan que la narrativa debería ser en toda ocasión gregaria de la moda, esto es, en contra de quienes creen a cualquier precio que se escribe para ser famoso, y no para ser feliz. ~
(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.