Una amistad literaria: Nabokov y Wilson

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Uno de los testimonios más fascinantes y estremecedores sobre las grandezas y miserias de la amistad son The Nabokov-Wilson Letters. Correspondence between Vladimir Nabokov and Edmund Wilson: 1940-1971, que en 1979 editó Simon Karlinsky. Veinte años más tarde su labor sigue representando un modelo casi insuperado para este tipo de trabajo. Karlinsky les dio a los dos grandes escritores el libro en colaboración que siempre quisieron escribir y, al mismo tiempo, la obra que jamás pensaron publicar.
     Leerla es deplorar la extinción irremediable del género epistolar. Porque en las cartas se decía, como en los poemas y en las novelas, algo que sólo allí puede expresarse; lo indecible de viva voz y frente a frente, lo que no cabe en las conversaciones telefónicas ni en los textos de Internet que podemos llamar electrocartas. Ni siquiera lo admiten los faxes: la sola idea de que alguien más va a leer hasta un mensaje neutro priva a lo escrito de la intimidad que antes se desplegaba en la presencia ausente de una sola persona.
     Desde luego Nabokov y Wilson tenían teléfono y lo utilizaban a menudo. Pero su auténtico medio de comunicación y el verdadero terreno de su amistad eran las cartas. Gracias a la buena costumbre, ya desaparecida, de preguntar y responder por escrito y de conversar en silencio se nos permite entrar en un mundo de ideas, sentimientos y pasiones que de otro modo hubiéramos perdido para siempre, a semejanza de la correspondencia de hoy que se disuelve en el ciberespacio.
      
     Los veinte y el joven Wilson
Nabokov (1899-1977) y Wilson (1895-1972) nacieron en los países que iban a dominar el breve siglo que empezó y terminó en Sarajevo. Estaban destinados a ser el más grande novelista ruso del XX y el mayor crítico y ensayista norteamericano. Sin el encuentro quizá ninguno de ellos hubiera llegado a ser lo que fue y es. Por eso duele que su amistad terminara en la discordia y el resentimiento.
     Ambos fueron hijos de juristas y crecieron en familias privilegiadas. Los dos han documentado sus primeros años en libros que cuentan entre lo mejor de su trabajo. Wilson viajó de niño a Europa, estudió en Princeton y participó en la Primera Guerra Mundial como miembro del servicio médico. A partir de 1920 colaboró en Vanity Fair, The New Republic y The Dial. Fue el joven crítico de su generación y de su momento. Apoyó a sus contemporáneos F. Scott Fitzgerald, John Dos Passos y Ernest Hemingway. Cuando la tinta estaba fresca aún en sus ejemplares reseñó Ulysses y The Waste Land. También quiso triunfar como novelista (I Thought of Daisy), poeta (Poets, Farewell) y dramaturgo (The Crime in the Whistler Room). Sin embargo la obra mayor de su juventud es la colección de ensayos Axel's Castle. A Study in the Imaginative Literature of 1870-1930. Estableció el canon de la modernidad y aun hoy es un libro estimulante y un alto ejemplo de crítica pública, es decir la dirigida al lector común —que es el menos común de los lectores— y no sólo al claustro universitario.
      
     El padre de Nabokov
Nabokov también viajó en su infancia por Europa. En las propiedades rurales de su familia hubo tutores e institutrices para enseñarle inglés y francés. Su padre, Vladimir Dimitrievich Nabokov, político liberal, fue un participante decisivo en la llamada Revolución de 1905. Sobresalió como orador parlamentario en la Duma y exigió el respeto a los derechos civiles y el fin del antisemitismo oficial que alentaba los pogromos. El zar disolvió la Duma, privó a Nabokov padre de sus derechos en la corte y le prohibió participar en política. Se convirtió en director de Rech, diario del Partido Constitucional Democrático. En medio de la agitación histórica el niño Vladimir empezó a coleccionar mariposas y a enamorarse de muchachitas en el campo ruso o en los balnearios europeos. Ya era tan hábil versificador que tradujo en alejandrinos franceses una novela de Mayne Reid (Bryan Boyd: VN: The Russiain Years, 1990).
     Su poema inicial, impreso para distribución privada, coincidió con el estallido de la guerra. Se salvó de ir al frente (la carne de cañón se recluta siempre entre los pobres) y en el Colegio Tenischev adquirió un repudio invencible por toda clase de grupos, clubes y camarillas. Nabokov padre fue redactor de la carta en que con la abdicación del gran duque Miguel finalizó la dinastía de los Romanov. Ministro sin cartera en el gobierno de Kerensky, cuando Lenin tomó el poder, fue arrestado por unos días. Se reunió con su familia en Crimea. Ejerció la Secretaría de Justicia en el gobierno blanco provisional y ante el avance del Ejército Rojo se exilió en Londres y luego en Berlín. Allí fundó una casa editora y un periódico y fue asesinado por dos ultraderechista, cuando, en 1922, saltó en defensa del líder del Partido Constitucional Democrático. El joven Nabokov, que estudiaba en Cambridge, adquirió horror hacia todo lo relacionado con la política. No hace falta comprobar hasta qué punto la literatura nace del trauma histórico y personal: casi todos los libros de Nabokov terminan con la muerte de alguien y en ellos suele haber un crimen cometido con un revólver.
     El matrimonio de 1925 con Vera Slonim duró toda la vida. Con el seudónimo de Vladimir Sirin (Sirin, informa Slonim a quienes ignoramos la lengua rusa, es el ave del paraíso) publicó sus primeras novelas —Mary y King, Queen, Nave— sólo traducidas al inglés a raíz del éxito de Lolita. Al comenzar los treinta era el mejor entre los nuevos novelistas de la inmigración y había escrito sus primeras obras maestras: The Defense y The Eve. Siguieron Glory, Laughter in the Dark, Invitation of a Beheading, Despair. Hitler los llevó a huir de Alemania. Vera perdió su trabajo por ser judía: uno de los asesinos del padre quedó encargado de las relaciones entre los nazis y los rusos blancos. Con su único hijo, Dimitri, intentaron hallar acomodo en Francia y en Inglaterra. Escribió The Enchanter, acercamiento al tema de Lolita, y su primera novela en inglés, The Real Life of Sebastian Knight. En víspera de que los alemanes entraran en París, y gracias a las organizaciones judeo-rusas, la familia Nabokov llegó a Nueva York el 28 de mayo de 1940. El 8 de octubre conocieron a Edmund Wilson.
      
     Hacia la Estación de Finlandia
Ante el desplome del capitalismo en 1929, la instauración de la miseria en el país de la abundancia y la amenaza del nazifascismo, para Wilson como para tantos otros la Unión Soviética apareció como la esperanza de un futuro de paz, justicia e igualdad. En su niñez la arrogancia de los millonarios y el trato que daban a los sirvientes despertó en él la simpatía por los humillados y ofendidos (aunque permaneció ciego ante el racismo). Mientras Stalin se deshacía de la vieja guardia bolchevique, exterminaba a la vanguardia artística y alimentaba el Gulag con el mismo pueblo al que decía salvar, Wilson visitó la urss. No alcanzó a ver nada que no pudiera considerar problemas transitorios, sin mucha importancia ante el porvenir socialista de toda la humanidad. En el sombrío panorama de los treinta el apoyo a los soviéticos le pareció la opción honrada y racional. Sin embargo, no cayó como tantos de ese tiempo en el culto a Stalin. Escribió su historia narrativa del pensamiento revolucionario, de Vico a Lenin, To the Finland Station, y estudió ruso para leer a Pushkin en el original, sin desmedro de sus ensayos sobre Flaubert, Dickens y James (The Triple Thinkers, The Wound and the Bow) y sus incesantes reseñas de lo nuevo, como el Finnegans Wake.
     Las cartas y las biografías de Nabokov por Boyd y Andrew Field y de Wilson por Matthew J. Bruccoli permiten trazar el nacimiento, crecimiento, plenitud, disminución, crisis y muerte violenta de su amistad. Ambos eran personalidades agresivas en busca siempre de un adversario para su autoafirmación. En principio, lejos de menguarlo, este rasgo en común anudó el afecto. Nabokov elogió el estilo y la destreza narrativa de To the Finland Station, pero le reprochó su visión de Lenin como humanista, demócrata amante de la libertad, inteligente crítico literario, y no como hombre violento, autoritario, ávido de poder y capaz de odiar a muerte a quien piensa distinto. (Habrá una rectificación de Wilson en su prólogo a la edición de 1971.) Coincidieron en cambio en admirar a Pushkin.
      
     El elefante y las mariposas
Wilson es en los primeros años el amigo generoso que consigue para el desconocido recién llegado colaboraciones en The New Republic, The Atlantic Monthly y por último en The New Yorker; becas, puestos universitarios y sobre todo editores para sus libros, como James Laughlin en New Directions. Nada de esto les proporciona ingresos suficientes y los dos aspiran a conseguirlos en la enseñanza. Pero los académicos sienten que ellos los ven de menos y además no son personas confiables. Roman Jakobson se niega a que su compatriota dé clases de literatura en Harvard: “Es como invitar a un elefante para ser profesor de zoología”. Nabokov llega a Harvard gracias a las mariposas: trabaja en el museo clasificándolas. Irá de una universidad a otra hasta obtener una cátedra en Cornell.
     “Es el hombre más brillante que he conocido”, dice Wilson en 1944. “Eres una de las pocas personas en el mundo a las que echo de menos si no las veo”, confiesa Nabokov a su Dear Bunny. Su amistad es una “comedia siamesa”. Traducen juntos Mozart y Salieri. Planean un libro acerca de poetas rusos: traducciones de Nabokov, notas de Wilson. Al primero no le gusta ese papel subordinado. Al segundo le agrada todavía menos que su amigo piense en él como su traductor ideal. Tiene cosas más importantes que hacer. Entre otras su propia novela, Memoirs of Hecate County. Es demasiado erótica para 1946. Provoca un escándalo. Se vende como ningún otro libro anterior de Wilson. Sin quererlo ni saberlo, abre el camino para Lolita.
     Durante mucho tiempo las discrepancias anudan la amistad en vez de anularla. A Wilson le gusta compartir sus entusiasmos. Convence a su amigo en lo que respecta a Jane Austen, Dickens y Melville. No así por lo que hace a Malraux y Faulkner, entre otros muchos. Sea como fuere, le descubre a los Estados Unidos y a su literatura. Quién sabe si Nabokov hubiera sido un gran escritor en lengua inglesa sin la cercanía de Wilson. Él a su vez, gracias a Nabokov, se convierte en el norteamericano que más sabe de autores rusos, fuera de los especialistas universitarios. Mucho le deben la difusión de Pushkin y de Gogol en su ámbito cultural.
     En dos cosas jamás se pondrán de acuerdo: en política y en versificación rusa. Wilson cree que sabe. Pero no es lo mismo la lengua materna que un idioma estudiado a los cuarenta años. Además Wilson, como la mayoría de los escritores, es hábil en la lectura y en traducción, no así en su desempeño como hablante. Nabokov le propone unir sus conocimientos y traducir juntos Eugene Onieguin, la novela en verso de Pushkin. La propuesta queda en nada. Ellos ignoran que las estrofas de Pushkin serán la bomba de tiempo que dinamite la amistad.
      
     La aparición de Lolita
Llegan los cincuenta. Los amigos se escriben, se visitan, el intercambio continúa. A Wilson no le gusta Bend Sinister y a pesar de ello lucha por conseguirle editor. También le desagradan las bromas pesadas de Nabokov y su presencia en momentos inoportunos. Cuando en 1954 recibe el manuscrito de Lolita contesta que es, entre todo lo suyo, lo que menos le ha agradado. En la carta va una nota de su ex esposa, la novelista Mary Macarthy, que da también una opinión negativa, y otra de su cuarta mujer, Elena, entusiasmada con Lolita: “No pude soltarlo. Es un libro muy importante.”

Por vez primera en su vida Nabokov tiene en Cornell un salario decente. ¿Lo arriesgará por Lolita? Nadie se atreve a publicar la novela en los Estados Unidos. Aparece por fin en la semiclandestinidad de Olympia Press en París. Un comentario de Graham Greene desata el interés, la polémica, el triunfo. Se publica oficialmente en Nueva York en agosto de 1958. Cien mil ejemplares se venden en las primeras semanas. Lolita derrumba la censura erótica que agobió a los novelistas en décadas anteriores y preludia el destape de los sesenta. Stanley Kubrick compra los derechos de filmación por 150 mil dólares. Nabokov se despide de las clases y de los centenares de exámenes y trabajos por corregir y puede vivir el resto de sus días en una suite del hotel Montreux Palace en Suiza.
      
     Misterios de una discordia
¿Por qué Wilson se disgustó con Lolita y mostró una veta casi puritana, extraña en el autor de Hecate County y sobre todo de sus muy sexualmente explícitos diarios (The Twenties, The Thirties, The Forties, The Fifties, The Sixties)? ¿No soportó que su gran amigo escribiera la novela que él se sentía como adiestrado para hacer? Así lo hubiesen reconocido al fin como un gran escritor. Tan grande es el prestigio del género que lleva a esos extremos. No importa que las crónicas y reseñas de Wilson sean hoy más interesantes y estén mejor escritas que muchas de las novelas comentadas en ellas.
     Wilson delira de admiración ante El Doctor Zhivago, “uno de los mayores acontecimientos en la historia moral y literaria”. Para Nabokov es “una novela de tercera escrita por un poeta bastante bueno.” En 1942 trató de interesar a Wilson en su poesía. Ahora, sospecha Andrew Field, le subleva que Zhivago ascienda en la lista de los best-sellers por encima de Lolita.
     En 1955, al cumplir sesenta años, Wilson se ha declarado un hombre de los veinte, ajeno a una nueva realidad que le desagrada. Ya no se ocupa de novedades literarias sino de los iroqueses y Los rollos del Mar Muerto y trabaja en su gran obra de la última etapa: Patriotic Gore, estudio sobre la literatura de la Guerra de Secesión. En cambio, entre los sesenta y los setenta, Nabokov produce una tras otra novelas deslumbrantes: Pnin, Pale Fire, Ada or Ardor, la nueva versión de Speak, Memory, cuentos magistrales. Coincide con el último resplandor de la vanguardia. Sus libros son atractivos para el público y un filón inagotable para la nueva crítica. En ellas hay intertextualidad, parodia, polifonía, elementos carnavalizadores, ecos, dobles, laberintos. Como Borges, el otro extraterritorial según George Steiner, que también se fue a morir a Suiza, Nabokov es el entrevistado omnipresente.
      
     El otro duelo de Pushkin
Bajo el esplendor de su gloria se siente autorizado a completar un proyecto que no le correspondía: la traducción literal del Onieguin, acompañada de un tomo, dos veces más grueso, de notas insultantes contra cualquier desdichado que cometió el delito mayor de traducir o comentar a Pushkin sin ser Nabokov.
     Las traducciones, sin las cuales la literatura no circularía fuera de su territorio lingüístico, están hechas para todos, excepto para los hablantes de ese idioma. No las necesitan, no les sirven de nada. Jamás un verso dirá en inglés lo que dice en español o viceversa. La letra pasa, la música es intraducible. Emprender una traducción en aras de la absoluta fidelidad y la literalidad es una tarea perdida, a menos que se proponga nada más guiar por el original a los estudiantes y renuncie a toda pretensión artística.
     Del Onieguin de Nabokov se ha dicho que puede y debe ser estudiado pero no puede ser leído. Hacer ilegible en inglés a Pushkin —el Mozart poético de su idioma, todo fluidez, musicalidad y concisión, según afirman quienes tienen la dicha de leerlo en el original— es una hazaña de orden negativo inexplicable en Nabokov, extraordinario traductor poético en verso rimado. La estrofa pushkiana, una variante del soneto, se desmenuza y desmorona en el inglés de un maestro en las dos lenguas.
     Si Wilson envidió la escritura, el éxito y la rentabilidad de Lolita, ¿será posible que a Nabokov no le bastara su triunfo como narrador y quisiera ser alabado en tanto crítico y hombre de letras a semejanza de su amigo? De las motivaciones nunca sabremos nada, le dijo Freud a Lytton Strachey. Con todo, es casi imposible explicar de otra manera cómo pudo invertir Nabokov tantos años y tanto esfuerzo en esta empresa de un dogmatismo y una intolerancia como las que él abominaba en los estalinistas.
     Ya el colmo de la tristeza y el error fue que Wilson, a su vez, dedicara el espacio y las energías que debió haber consagrado al prometido panorama de la novelística nabokoviana a demoler el Onieguin (“The Strange Case of Pushkin and Nabokov”, recogido en A Window on Rusia) en The New York Review of Books, 15 de julio de 1965. Wilson se declara amigo personal de Nabokov —”por quien siente un cálido afecto, a veces enfriado por la exasperación”— y procede a regañarlo y a corregirlo en dos idiomas. Abomina del libro que considera “desastroso”. Llama “aburridos e interminables a los apéndices” y “tediosa y fatigosa la acumulación”. Wilson nunca debió haber hablado así de Nabokov en nombre de la antigua amistad. Además, no se da cuenta de que es ridículo corregirle su ruso a un ruso, el mayor estilista de ese idioma, por añadidura, sobre todo cuando uno es incapaz de hablarlo.
      
     La incomprensible incomprensión
La vida intelectual no puede subsistir sin polémicas. No obstante, a menudo las polémicas tienen la capacidad de sacar a la luz lo peor de ambos contendientes. Nabokov respondió el 28 de agosto. Le dio las gracias a Bunny por su apoyo inicial y agregó:
      
Siempre he sentido gratitud hacia él por el tacto que ha mostrado al abstenerse de reseñar mis novelas. Hemos tenido muchas conversaciones jubilosas y hemos intercambiado cartas sinceras. Paciente confidente de su encaprichamiento con la lengua rusa, largo y sin esperanza, siempre he hecho mi mejor esfuerzo por explicarle los errores de su pronunciación e interpretación y de su gramática.
      
Nabokov refuta todos los puntos que alega Wilson y termina:
      
La intención didáctica de Mr. Wilson queda derrotada por la presencia de tales errores […] así como por el extraño tono de su artículo. Su mezcla de aplomo pomposo y malhumorada arrogancia no es propicia para una discusión inteligente de la lengua de Pushkin, que es la mía.
      
El pleito se arrastró por varios años y muchas revistas. Por ejemplo, todavía en enero de 1968 The New Statesman de Londres publicó esta epigramática misiva de Nabokov, casi electrocarta cuando nadie soñaba en que iba a haber Internet:
      
No es mi intención proseguir, ni en privado ni en letra impresa, mis conversaciones con Mr. Edmund Wilson. Antes de terminarlas séame permitido conceder que en los años treinta del siglo XIX Pushkin sabía tanto inglés como Mr. Wilson sabe hoy ruso.
      
En 1971 Nabokov escribió a su Dear Bunny:

Hace unos días tuve oportunidad de leer todo el montón (vsyu pachku en ruso) de nuestra correspondencia. Fue un gran placer sentir de nuevo la calidez de tus muchas amabilidades, los variados encantos de nuestra amistad y esa constante excitación del arte y del descubrimiento intelectual… Puedes estar seguro, por favor, que desde hace mucho he dejado de sentir rencores por tu incomprensible incomprensión del Onieguin de Pushkin y Nabokov.
      
A vuelta de correo Wilson le contestó que preparaba el volumen de ensayos rusos y en el corregía las equivocaciones de su artículo, “pero cito unas cuantas más de tus ineptitudes.” Todo parecía acabar en la quietud y la reconciliación pero en Upstate. Records and Recolletions of Northern New York Wilson reprodujo de su diario una visita a los Nabokov en Ithaca, mayo de 1957.
     Dice que Vera siempre toma el partido de su esposo y se eriza cuando alguien discute con él. Cuenta que le dio un ataque de gota y Vera tuvo que atenderlo, de mala gana porque significaba descuidar a su Vladimir. Vera se enfurece porque Wilson le regala Histoire d'O a Nabokov y ella exige que le devuelva el ejemplar.
     Nabokov mandó una carta furiosa a The New York Times Book Review (7 de noviembre). Dimitri Nabokov y M. J. Bruccoli la reproducen en las Selected Letters. 1940-1977. Acusa a Wilson de libelo, de ignorar su pasado, de no haber leído siquiera Speak, Memory, de estupidez, de incapacidad orgánica de leer, ya no digamos de entender, lo que Nabokov dice acerca de la prosodia rusa. Juzga el texto “mezcla repulsiva de vulgaridad e ingenuidad… conjetura, ignorancia e invención.” El libro no reproduce la brevísima respuesta de Wilson en que cita las palabras de Dégas para Whistler: “Usted se porta como si no tuviera talento.”
     Fueron sus últimas palabras. Edmund Wilson murió el 15 de junio de 1972; Vladimir Nabokov, el 2 de julio de 1977. –

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