Europa. Se trató, acaso, de la más grande ilusión de los nacionalismos antiespañoles. Ahora es un dato. Los resultados del referéndum sobre el Tratado de la Unión Europea inducen a muchas reflexiones. Pero hay una clave: tras veinte años de hegemonía moral, cultural y política del nacionalismo, Cataluña y el País Vasco están hoy más lejos de Europa. Más lejos de lo que se presentía cuando Europa (su modernidad y su libertad) era el referente del nacionalismo antifranquista. Y más lejos de Europa (lo nunca sospechado) que el resto de las comunidades españolas. La noticia es tan insólita como irrevocable: alrededor de una tercera parte de los votantes catalanes y vascos han exhibido su defección europea. Veamos algunas cifras concretas. En España. Un 77% dijo sí, un 17 no y un 58 se abstuvo. En Cataluña. Un 65% dijo sí, un 28 no y un 59 se abstuvo. En el País Vasco. Un 64% dijo sí, un 34 no y un 61 se abstuvo. En Galicia, una de las llamadas comunidades históricas, votó sí más del 81%. El mismo porcentaje de Murcia, que tal vez sea con Extremadura (85%) la comunidad que ha desarrollado con menor nitidez una identidad colectiva al margen de la española.
La defección europea de parte del electorado en Cataluña y el País Vasco no ha tenido el eco público que su trascendencia merece. Se diría que hasta los propios partidos que propugnaron el no al referéndum se encuentran incómodos con la situación derivada. Y ya no digamos el Partido Socialista, cuya alianza tácita y fáctica con Esquerra Republicana, firme partidaria del no, es imprescindible para la continuidad de su gobierno en España y Cataluña. La noticia tampoco es buena para los nacionalistas vascos. El porcentaje de rechazo a la Constitución incluye seguramente muchos votantes habituales del PNV, que desoyeron la consigna oficial de asentimiento. Sólo el PP se ha referido al porcentaje del rechazo. Pero incluso él lo ha hecho con menos desenvoltura de la que cabría esperar. Europa no ha sido un asunto sobre el que la derecha española haya proyectado nunca su probada capacidad de cariño. Y es evidente que en los porcentajes de rechazo no atribuibles a la influencia nacionalista (especialmente significativos en Madrid) había votantes habituales del Partido Popular.
Así pues, y desde la mayoría de rincones, se ha tendido a contrarrestar el contundente efecto de los datos. Como es habitual cuando la realidad trae problemas, el silencio ha sido la respuesta predominante. Pero en este caso también ha habido aclaraciones. Curiosas aclaraciones, todas ellas basadas en la necesidad de perseverar en la estrategia de la ilusión. El nacionalismo transversal, vasco y catalán, ha aclarado que de ninguna forma puede inferirse una defección europeísta del resultado electoral; que el no es también una respuesta a favor de Europa. Que lo que quería el frente del rechazo, dicen con aspiraciones cínicas pero sin sobrepasar la candidez, era, en realidad, más Europa. O sea que el Tratado de la Unión Europea era poca Europa para ellos.
El argumento se mueve en la misma lógica abstracta y vaga que ha tenido Europa para los europeos. Una Europa cursiva. Más que un concepto un contenedor. Una Europa que servía igual para los pueblos que para los Estados; para las regiones que para las ciudades; una Europa por igual jacobina que abierta partidaria del principio de subsidiariedad. Dado que era todo, no era nada. Pero el Tratado de la Unión Europea ha acabado con esa indefinición. En un sentido perfectamente real y concluyente Europa es ese Tratado. Es decir, que las líricas ya tienen un pie de rey. Probablemente la vida sea posible, e incluso buena, fuera del Tratado de la Unión Europea. Pero Europa ya no existe fuera de él.
Lo que hay allí dentro, escrito y numerado con la torpeza gramatical con que a veces se expresan los acuerdos hondos y difíciles, ha costado un número infinito de desgracias, una cantidad inexpresable de dolor. Pero los valores ya están redactados. Entre ellos, uno, sobresaliente. Está en el 1.1: “La presente Constitución, que nace de la voluntad de los ciudadanos y de los Estados de Europa de construir un futuro común, crea la Unión Europea…”. Europa: una democracia organizada en Estados. No me importa bordear el pleonasmo. Porque entre las aportaciones decisivas del Tratado de la Unión Europea está la imposibilidad de una doble identificación sanguinaria: la que vincula obligatoriamente al hombre con la nación y a la nación con el Estado.
Es decir, esto es Europa y a ello habrá que referirse cada vez que se invoque su nombre. Un lugar donde la soberanía reside en los ciudadanos y en los Estados. Y, en consecuencia, donde el pueblo no sobrevive como sujeto político. No es, desde luego, la sentencia que los nacionalismos catalanes y vascos esperaban de la historia.
Su invocación de Europa es antigua. El PNV puede presumir, con razón, de haber estado en la vanguardia de la construcción europea al lado de Schuman, Monnet, Adenauer y De Gasperi.1 Uno de sus recientes documentos oficiales dice, y con respeto general por la verdad:
La vocación europeísta jalona la trayectoria de EAJ-PNV desde los inicios de su actuación política. Ya en 1916 participa en la Tercera Conferencia de las Nacionalidades en Lausana. Es la primera implicación del Partido en un foro multinacional. La celebración del Aberri Eguna de 1933, que bajo el lema Euzkadi-Europa contó con la presencia de delegados de otras naciones sin Estado del continente europeo, es el símbolo más palpable de ese europeísmo precoz de EAJ-PNV. Que veinticuatro años antes de la firma del Tratado de Roma (1957) el Partido Nacionalista Vasco organizase un evento de estas características acompañado de reflexiones del diputado en Cortes por Álava, Javier de Landaburu, que apostaba por hacer compatible la nación vasca con la creación de estructuras europeas federales es algo que no todos los partidos políticos que hoy se dicen europeístas pueden exhibir.
Aunque bien es cierto que uno de sus dirigentes, Manuel de Irujo, escribió estas palabras inequívocas sobre el ánimo de los nacionalistas después de su participación, en 1948, en la Asamblea de La Haya: “Los vascos llevaban en la mente y en el corazón la Europa de los Pueblos. Lo que nacía no era la Europa de los Pueblos, sino la Europa de los Estados. Para Aguirre y los suyos el dilema planteado no era el de una Europa u otra, sino el de la Europa de los Estados o ninguna. Y aceptaron la Europa de los Estados.”2
La doctrina posibilista del lehendakari José Antonio Aguirre ha llegado intacta hasta nuestros días. Y está en el origen del resignado asentimiento que ha dado el PNV al Tratado. Europa ha sido para el nacionalismo vasco (y también para el catalán) la condición de una debilidad. Lo expresa muy bien esta definición de la doctrina Aguirre:
La Doctrina Aguirre arranca del europeísmo tradicional de EAJ-PNV, que el Lehendakari adapta a los tiempos para apostar por la construcción de una Europa política, desde el convencimiento de que las facultades que los Estados habrían de ceder en materias de legislación, moneda, aduanas, tribunales, migración, asistencia social, comercio exterior, política internacional, ejército y defensa, son precisamente aquellas que el régimen autónomo reservaba a la soberanía del Estado.3
Este ha sido, tradicionalmente, el núcleo del europeísmo nacionalista. Europa, como debilitamiento. La cruda realidad se expone ahora. Así comienza el Plan Ibarretxe: “El Pueblo Vasco es un Pueblo con identidad propia en el conjunto de los pueblos de Europa […], que se asienta geográficamente en siete Territorios actualmente articulados en tres ámbitos jurídico-políticos diferentes ubicados en dos Estados. El Pueblo vasco tiene derecho a decidir su propio futuro.” Es obligatorio y elemental comparar ese preámbulo con el punto 1.1 del Tratado que he reproducido más arriba. Las conclusiones son inequívocas. El sujeto político que invoca el Plan Ibarretxe es radicalmente antagónico al que invoca el Tratado europeo y nulas las posibilidades de conciliación ideológica entre el Euskadi nacionalista y Europa.
Si a pesar de sí mismo el PNV ha defendido el asentimiento al Tratado no habrá sido por la similitud ideológica que ve entre sus posiciones y el discurso de Europa. Ni siquiera, a menos de que no haya querido cerrar voluntariamente los ojos, porque la letra o el espíritu de ese Tratado permitan seguir concibiendo la viabilidad de la doctrina Aguirre. A diferencia de los otros capítulos previos en la larga construcción europea, si algo hace este Tratado es, precisamente, fijar claramente los límites del debilitamiento de los Estados. Baste recordar que el Tratado es muy respetuoso con la autodeterminación de salida (fácilmente puede abandonarse Europa), pero en absoluto con la de entrada. Una cuestión, por cierto, que plantea el debate sobre la autodeterminación en los únicos términos serios y reales en que puede hacerse: lo trascendental de autodeterminarse no es de dónde sales sino adónde entras. Es el PNV, desde luego, el que sabrá por qué ha apoyado un Tratado que impugna radicalmente su táctica y su estrategia y que hunde sus raíces ideológicas y morales en valores que el partido desprecia. Sin adentrarnos nada más que levemente en el proceso de intenciones, es fácil deducir que son las domésticas contiendas con el pueblo que al partido le esperan y la correlativa necesidad de no asustar a un electorado (aunque, por lo demás, ya bastante marmóreo del susto desde hace tiempo) las que deben de haber estado entre las razones de una decisión política completamente ilógica.
En cuanto al nacionalismo catalán qué decir del anhelo, la manera suplicante que ha caracterizado siempre sus relaciones con Europa.
Una manera que incluye actitudes de deslealtad hacia España muy difíciles de calibrar. Como cuando el secretario del presidente de la Generalitat, Lluís Companys, viajó a Londres, en 1938, en plena agonía republicana, a ofrecer que Cataluña se pusiera bajo protectorado inglés. La paz separada. La misma iniciativa, por cierto, que había tomado poco antes el nacionalista vasco Luis de Arana. De hecho la oferta del secretario de Companys, Batista i Roca, era perfectamente coherente con la vinculación entre hecatombe española y/o europea y libertad catalana que los nacionalistas han establecido siempre. Y que llega a nuestros días. Es una evidencia, y el paso del tiempo y la emergencia de documentos hoy reservados no harán más que confirmarla, que el presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, acarició por última vez la idea de una independencia catalana, más o menos convencional, fiado al gran terremoto de fronteras que el desgarro del telón de acero y la caída del imperio soviético podía provocar. Y que provocó, aunque Cataluña no estuviera, para la desgracia nacionalista, en la zona erógena de la historia.
Respecto a la política exterior del nacionalismo catalán, pocos textos habrá más significativos y excitantes que la polémica que Gaziel, el gran escritor catalán, director del periódico La Vanguardia, mantuvo en 1923 con algunos articulistas de La Publicitat, el periódico nacionalista más leído de la época. Es una polémica muy interesante, por su capacidad reductiva y por su anclaje perfectamente moderno. Tuvo, además, un nacimiento irónico y pintoresco. La crónica que Josep Pla enviara a La Publicitat en marzo de 1923, donde narraba las dificultades que atravesaron un grupo de comerciantes catalanes empeñados en dejar un ramo de flores en la tumba del soldado desconocido. El problema no eran las flores, naturalmente, sino la bandera que agitaba uno de los comerciantes. Con mucha gracia explica Pla que, apercibidos dos municipales de la ceremonia de los catalanes, se pusieron a consultar con parsimonia y precisión el libro donde figuraban el nombre de las calles y plazas, la dirección de las embajadas, bancos, iglesias… y las banderas de los Estados. Parece que los gendarmes unos a otros se miraron.
C’est drôle…
Je connais pas, moi, le rayon des drapeaux.
Sin embargo, los comerciantes catalanes no se arredraron. Especialmente desde el punto de vista sentimental. Y les dijeron a los guardias, explica Josep Pla, que si los alemanes no se la pudieron hacer plegar en Verdún cómo iban a plegarla ahora. Pero lo hicieron, claro. Plegaron la bandera y se marcharon.
Gaziel cogió este ínfimo incidente y clavó tres artículos magistrales sobre la política exterior del nacionalismo4. Artículos que partieron de esta consideración: “El definidor más característico del grupo de Acció Catalana, autor casi exclusivo de sus fondos periodísticos doctrinales y comentarista diario de la política internacional, nos lo ha dicho varias veces. La norma exterior del catalanismo, según él, debe consistir en buscar y obtener protecciones valiosas, pero en especial la de Francia.” El comentarista era Rovira i Virgili, uno de los más conocidos teóricos del nacionalismo y probable autor de algunos de los textos anónimos que formaron parte de la polémica. Gaziel calificaba así la política exterior diseñada por Rovira: “El pulso internacional de ese nacionalismo varía diametralmente según se trate de España o de Francia. Para la primera, late con infinito desprecio; para la segunda, con inefable amor de colegial atortolado y enamoradizo”. Su último artículo describía ceñidamente cuál había sido la actitud tradicional de Francia respecto a tal amor: “Pronto hará treinta años que el catalanismo actúa políticamente, sin que jamás Francia haya vuelto hacia él los ojos, como no sea para sacudir accidentalmente alguna de las manifestaciones extrafronterizas, del mismo modo que se sacude un moscardón inoportuno. Ante lo mismo que en España llamamos el problema catalán, Francia experimenta, de buena fe, la más absoluta indiferencia”.
El fondo de la argumentación de Gaziel era ya transparente en 1923. Cuando aún no habían pasado por Europa la Segunda Guerra ni el orden de Yalta, aunque sí la devastación del mundo anterior a 1914 que Gaziel vivió como una devastación propia que marcaría a fuego su vida. Respecto a Cataluña, Francia (es decir, Europa) no hará nunca nada cuando lo que esté en juego sean los intereses del Estado. En 1923 era transparente, pero cada año que ha pasado desde entonces sólo ha servido para ilustrar esa profunda ilusión del catalanismo político.
En cualquier caso, la diferencia con el pasado es obvia y trabaja en contra de los intereses nacionalistas. Europa ya está políticamente construida y esa construcción ha sido obra de los Estados. Y aún más: obra principal de la alianza entre Francia y Alemania, sobre cuya tradicional incertidumbre basculaban las probaturas nacionalistas, tanto vascas como catalanas. De esa construcción lo más importante no es que se cierre el camino a la hecatombe. La hecatombe tiene demasiadas veces un perfil completamente imprevisible. Lo realmente trascendental es que la promulgación del Tratado de la Unión Europea cierra cualquier camino a ese independentismo tranquilo que la parte quizá más lúcida del nacionalismo venía más o menos cautamente pregonando. No hay ya semejante posibilidad. El reconocimiento del principio de subsidiariedad marcha parejo con la inviolabilidad de las soberanías estatales.
El nacionalismo antiespañol es ya por definición irrevocable un nacionalismo antieuropeo. La realidad es cruda. Europa es lo que ha ayudado a construir el Estado español. Y no los pueblos español, catalán o vasco. Es probable que durante algún tiempo los nacionalistas puedan seguir entreteniendo a sus seducidas clientelas con la ficción de que los caminos están abiertos y que Europa aún está por hacer. Son especialistas en ficciones y sobre todo en creérselas y hacer que las crean sus seguidores. Pero tarde o temprano el principio de la realidad impondrá su sentencia y será (ya es) Europa la que impedirá que cuajen las pretensiones nacionalistas. Y no lo hará solamente invocando principios, sino lo que es más temible, reglamentos5. El reglamento que el visionario Gaziel ya observaba en el suministro de los hechos aportado por Josep Pla. El reglamento contenido en la libretita del gendarme francés.
Con sus dos terceras partes de rechazo, Cataluña y el País Vasco, a falta lógicamente de los resultados de las diversas consultas que han de hacerse en los próximos meses, se situarán probablemente entre las regiones menos europeístas. ¡Quién podía preverlo! Y quién iba a prever, salvo el lúcido Gaziel, quizá, que sólo acertaba predicciones a más de medio siglo (un clásico), que el principal responsable del antieuropeísmo iba a ser, precisamente, la política nacionalista, y que su Castella endins, su Castilla adentro iba a refrendar el ideal europeísta. Y aún más que su iberismo, la utopía de confluencia hispano-portuguesa que compartía con Unamuno y Joan Maragall iba a desarrollarse, casi en los mismos términos en que él lo soñara, gracias al Estado y en contra de la reticencia de buena parte de los catalanes, de esos catalanes que después de veinticinco años de democracia habían alcanzado un nivel de autonomía política y cultural inédito, incluso en los textos.
Murió a tiempo.
La hora de Europa ha sonado definitivamente para los nacionalistas catalanes y vascos. Cierto que en unos términos que no imaginaron. Ahora tienen un reto extraordinariamente preciso. Pueden seguir cultivando el sentimiento antieuropeo de buena parte de la población y enroscarse, incluso, en una suerte de victimismo frente a Europa (¡La culpa es de Bruselas!) de perfiles tan divertidos como grotescos. O bien pueden hacer algo mucho más inteligente y práctico. Lo que, en realidad, deberían haber hecho en la pasada campaña electoral. Sostener que esta Europa es también suya. Que su influencia ha sido decisiva en el interior de los Estados y por lo tanto en la construcción europea que han decidido los Estados. Algo así como esos lúcidos marxistas que se aprestaron a defender que su mayor éxito se había producido en el interior de las sociedades capitalistas.
Porque su influencia ha sido cierta. Tanto como es cierto y ciego el final, inevitablemente acompañado con música de cisnes, de su ciclo histórico. –