Hay frases que llaman la atención sobre sí mismas, distraen del tema sobre el cual se hablaba y sorprenden incluso al que las dijo, como una revelación, por lo que dicen y lo bien que lo dicen. Parecen un milagro que se produjera solo. Tienen lectores antes de tener autor. En esa revelación está el origen de la literatura. Las frases observadas, celebradas, repetidas, se vuelven textos que circulan sin firma ni control. El autor se pierde de vista.
Hoy se ha llegado al extremo opuesto. Lo que llama la atención es el autor, aunque la obra se pierda de vista. Hablar de los escritores interesa más que leerlos. Los reflectores llevan la atención a las fotos, personalidades, anécdotas, premios, regalías y ventas, más que a las frases, imágenes, escenas, personajes o ideas que se quedan en la memoria.
Los primeros textos memorables (dichos, canciones) fueron breves, orales, anónimos; quizá anteriores a la pintura rupestre. Los primeros escritos literarios, anónimos y breves (conjuros, cantos rituales, invocaciones grabadas en las tumbas para acompañar a los muertos), aparecieron en Mesopotamia y en Egipto, hace cuatro o cinco mil años. Hace tres o cuatro mil, en Mesopotamia, se compusieron los primeros textos largos, anónimos y orales (Gilgamesh, Enuma elish). Hace unos 28 siglos, en Palestina, el profeta Amós escribe como un autor que se dirige al público; y hace unos 27, en Grecia, Hesíodo hace lo mismo. Tanto Amós como Hesíodo dejaron en sus textos (que ya no fueron breves, orales ni anónimos) alguna referencia a sí mismos.
Un milenio después, a fines del siglo IV, los poemas narrativos de Gregorio Nacianceno y las Confesiones de San Agustín tienen como tema central a su autor. En el siglo XVIII, la vida misma de Voltaire, Franklin, Johnson, Rousseau, Goethe, parece vivida como un proyecto creador de su figura personal. Hoy es común el autor como obra: como personaje novelesco creado para el mito y el mercado.
También la fama es de origen prehistórico. Se vuelve texto en los mitos y leyendas de autor desconocido sobre personajes conocidos. Después, los escritores mismos llegan a ser personajes legendarios, en el largo proceso que va de la creación anónima al protagonismo del autor, de la oralidad a la escritura, del microtexto a las obras completas.
La fama concentra la atención social en unos cuantos nombres. Es algo bueno, si nos lleva a leer grandes libros, a sumergirnos en grandes obras de arte. Malo, si se reduce a recitar los nombres, sin la experiencia viva de las obras, que va definiendo el gusto personal frente a los juicios de la fama.
Las grandes obras (famosas o no) son un milagro, una zona de la realidad donde la vida sube de nivel y nos habla. La conciencia absorta se pierde y se recupera con un foco más claro. La realidad adquiere más sentido, y nosotros también. Las grandes obras nos animan, nos vuelven más inteligentes y más libres, más imaginativos y creadores. Es natural hablar de esa experiencia extraordinaria, compartirla, traerla y extenderla a la vida ordinaria. La conversación acerca de las grandes obras puede ser, en sí misma, un milagro creador. O mera resonancia de los nombres que suenan.
El ruido de la fama tiene también su más allá, que baja hasta la vida ordinaria repartiendo autógrafos, como un sacramento. El escultor se vuelve una escultura: un objeto de admiración o idolatría sobre el pedestal que lo separa del trato normal con los demás. Rilke dice que Rodin era solitario antes de volverse famoso, y se quedó más solo cuando lo fue, porque la fama es una acumulación de malos entendidos sobre los nombres que van apareciendo.
Ahora hay expertos en provocar malos entendidos. Venden el secreto de crear una personalidad que suba al pedestal de la fama, atrayendo los reflectores. Pero no hay expertos en la creación de obras maestras. Quienes, movidos por la inspiración, el azar, el oficio, tuvieron la buena suerte de atrapar un milagro, no deberían quejarse demasiado de ser famosos o no serlo. Después de todo, les tocó lo mejor. ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.