Café Tacuba en la expo 2000 en Alemania: “Un saludo a Puebla”, dice Rubén Albarrán, entonces Cosme, su cantante/danzante, y se pregunta: “¿No hay nadie de Naucalpan? Bueno, de todos modos un saludo afectuoso.”
Cuatro años después, a su concierto de quince años, asisten en una carroza en forma de calabaza y aparecen de blanco y negro, cual chambelanes. La parodia serenizada en kitsch o vuelta loca en relajo. Ése es el móvil de la banda nacida en el lugar sin identidades: Ciudad Satélite. Como fenómeno cultural, Café Tacuba es acaso el grupo de rock mexicano en el que la actualización de la tradición se enfrenta a todos sus conflictos con el uso de la ironía: Café Tacuba es el lugar donde tocar una jarana como si se estuviera pulsando la guitarra eléctrica de Hendrix no es más que un guiño autoparódico o, también, como regeneración de una tradición desde Satélite, donde el hueco alcanza para atraer todas las tradiciones posibles. Se asiste, también, a la salida a flote de la violencia que encierra toda canción tradicional (a La Ingrata se la acaba de dos balazos para que ya no sufra por habernos dejado), a los tics de la banda que creció irremediablemente a finales de los años ochenta (“¿qué quieres que haga?, soy ochentero y lo único que aprendí a bailar bien fue los aerobics“), y al tratamiento musical como única fórmula para recuperar un son huasteco sin caer en la reverencia o el menosprecio. Sin embargo, los quince años del Tacuba en la escena musical de Las flores a Revés a Puntos cardinales no sólo los han hecho maestros en la utilización contemporánea de la música de tambora, mambo, y reggae o de covers que mejoran a los originales (como se demostró en Avalancha de éxitos), sino sobre todo en la incorporación de bases rítmicas que provienen de la música electrónica. Así, Café Tacuba puede sonar a mambo (Revés) o a experimentación electrónica (Cero y uno). El resultado final es gente brincando durante hora y media en un concierto (los pasos del jarabe tapatío aprendido en la primaria se hacen ritmo generacional). La tribu, siempre la tribu, dándole vueltas, con la nariz en el suelo, cuidando de no tropezarse con la fogata.
Si en los integrantes del grupo encontramos todas las versiones de lo que ha sido tocar música en espacios públicos desde el trovador de canto nuevo latinoamericano al rapero que ya probó el ácido, pasando por un hipi-texas y uno vestido como trabajador de refresquera o de hombre de la basura, en sus letras hay un toque naïve donde el amor es simplemente bailar, la soledad es una vista desde un balcón hacia el trajinar callejero, y el sonidero es el sonidero. Sin complicaciones poéticas, la música de Café Tacuba lleva en su interior mucho de la cultura del centro del país muchos los consideran la chilanga banda inventada por Jaime López, pero también de Los Tigres del Norte, Celso Piña y de la Huasteca Veracruzana. Aunque a veces connota hasta la tercera versión de una misma historia: la canción que parafrasea a la película Mariana, Mariana que, a su vez, es una adaptación al cine de Batallas en el Desierto de José Emilio Pacheco. En la tercera vuelta de tuerca, la de la canción, ya no es sobre el terremoto que ha borrado la infancia de un niño en la Colonia Roma ni sobre la sexualidad reblandecida de la cinta, sino una agregación de nostalgias, voces lejanas y adioses templados a lo que se ha perdido para siempre: “Oye Carlos, ¿por qué tuviste / que decirle que la amabas a Mariana?”
Diseñadores de profesión, los integrantes de Café Tacubaimprimen a sus rostros la impronta de los logotipos: el cantante se hace gallo a través de una gorra. Pero también a sus videos. En “Eres” logran el exacto equilibrio en el que una secundaria pública llega a su estatus de sexy sin perder su origen presupuestal. De pronto, los niños de la secundaria pública parecen encantadores. Y justo ése es el encanto del grupo: hacer de una banda de rock con toques de folclorista algo que parece auténtico, modesto, y producto del esfuerzo creativo.
Ver a Café Tacuba en vivo es ver a su público. El baile se encoleriza. Es ver al público mirando al cantante. El cantante, con todos y ningún nombre, concentra las miradas, usa su cuerpo a veces como instrumento de percusión, a veces como rehilete para dramatizar el ritmo. Su aspecto de hermano malo de Demián Alcázar (lo que lo convierte en nieto incómodo de Tin-Tán) es un resultado de los suburbios, con la violencia a flor de piel, pero también con todos los sentidos de la pérdida, del abandono reciente y el empezar de nuevo la provincia en Naucalpan. Junto con aquel “rock en tu idioma” que nos acompañó del terremoto de la ciudad de México hasta el fraude de 1988, y se consolidó como negocio radiofónico, Café Tacuba se benefició de su carácter híbrido: mitad autóctono, mitad importado. Tradición modernizada, reciclaje de lo popular en forma de cd, la banda suena a Brian Eno homenajeando a Leo Dan, a Daniel Lanois produciendo un disco del Negro Ojeda. Tuvieron mala suerte en estos sus quince años: con la radio musical expulsada por los noticieros donde toda la música que se oye es “el respeto al estado de derecho”, tuvieron que confiar en que la prensa convocara a su extenso público. Y lo lograron, pero la desaparición de Radioactivo (donde se les hubieran hecho especiales y promociones) deja todavía el mal sabor de boca.
Desde el municipio conurbado, desde las ciudades surgidas por la simple acumulación de lugares a los que se llega después de tres horas en transporte público, surge también el sentido de duelo como la reinvención de una República musical que ya no puede ser vivida desde Oaxaca, Tlacotalpan o las Huastecas y que, por ello, necesita de que alguien la mire desde la irreverencia híbrida de la periferia urbana. Café Tacuba: unos chavos suspendidos en el aire, pero bien agarrados de lo que suponen que alguna vez fue su tradición. La tribu alrededor de una fogata brincará con ellos hasta el infarto. –
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