Cervantismo de a pie

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La edición del Quijote cervantino debida a Francisco Rico, sus colaboradores cercanos, un nutrido grupo de especialistas de varios países del mundo y los editores de la editorial Crítica y el Instituto Cervantes, dará satisfacción a muchas curiosidades, necesidades y exigencias didácticas durante muchos años. Largo y tendido se ha hablado y escrito ya, sobre todo en España, acerca de esta edición admirable, de sus virtudes histórico-críticas y del mejor homenaje que con ella se le hace al escritor paradigmático del idioma español: acercarlo una vez más a sus lectores. Se integrará en un lugar de honor en los estantes de los hispanistas, junto a la monumental edición de Antonio Carreira de los romances gongorinos y la de las Soledades hecha por Robert Jammes; cerca de los trabajos quevedianos de José Manuel Blecua. En las bibliotecas mexicanas, podrá colocarse al lado de la edición hecha por Alfonso Méndez Plancarte del Primero sueño de Sor Juana Inés de la Cruz.
En un ameno artículo sobre los “duelos y quebrantos” (El País, 14 de agosto de 1998), el escritor Juan Goytisolo subrayó el interés que esta edición tiene para todos aquellos a los cuales él llama –incluyéndose, desde luego, en su número– “lectores de a pie” de la obra cervantina. Cervantistas de a pie, pues, somos quienes no hemos sido Diego Clemencín, James Fitzmaurice-Kelly, Francisco Rodríguez Marín, Ángel Rosenblat, Juan Bautista Avalle-Arce, Américo Castro, Joaquín Casalduero, Martín de Riquer y toda la pléyade erudita de aquellos estudiosos a los que bien podemos llamar, por contraste, “la caballería andante del cervantismo”. Como lector cervantino de a pie, entonces, redacto estos módicos renglones, por el puro gusto de celebrar la edición de Francisco Rico y el Instituto Cervantes.

El rencor casticista alcanzó en el siglo xix una de sus expresiones más escandalosas con la ambigua deturpación de Rubén Darío emprendida, en mala hora, por Juan Valera (1888), tema del que se ha ocupado en varias ocasiones el escritor colombiano Rafael Gutiérrez Girardot.
El casticismo fue el complemento ideológico y cultural del imperialismo español; ambos constituyeron formas melancólicas y vindicativas de una nostalgia arrogante. Los casticistas enarbolaron en innumerables ocasiones la figura y la obra de Miguel de Cervantes para suspirar por la gloria de la España de los Felipes. Es cierto que el propio Cervantes fue un miles gloriosus, como consta en el autorretrato que puede leerse en el Prólogo de las Novelas ejemplares (1613): ahí refiere su orgullo por haber participado en la Batalla de Lepanto (1571), “la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros”, a las órdenes de Don Juan de Austria, hijo ilegítimo del “rayo de la guerra”, Carlos Quinto, “de felice memoria”. No es menos cierto que Cervantes fue un hombre tolerante y comprensivo, y que esos rasgos de su personalidad y de su obra –características totalmente opuestas al imperialismo casticista– forman parte para siempre de su grandeza. No fue un virulento antisemita, como Quevedo; descreyó del mito de la pureza de sangre y de la obtusa insistencia de los “castellanos viejos” en su innata superioridad; ni siquiera alimentó resentimiento alguno contra los árabes, que lo tuvieron preso en Argel durante cinco penosos años (1575-1580) y sintió viva simpatía por los italianos –lo que resulta muy natural– y aun por los ingleses, contra lo que pudiera creerse, según se lee en “La española inglesa”. Como Góngora ante la Conquista, en la cual el poeta de las Soledades vio una violenta aventura capitaneada por la Codicia; así Cervantes vio la realidad española con todos sus defectos, sus pequeñeces y sus mezquindades, sin dejar por eso de amarla.
Eso solo bastaría para admirarlo. Pero fue, sobre todo, un escritor genial. De tan sabido y repetido en todos los tonos, es lo que más fácilmente se olvida. Tal olvido se debe en medida considerable a que en nuestros desastrados tiempos la crítica literaria –y también la enseñanza escolar– se ha reducido a ser una mera forma ancilar de la sociología y un repertorio de “teoreticismos” indigeribles. Apenas va quedando crítica literaria que se ocupe de formular juicios estéticos sobre los textos. En el caso de Cervantes, persiste increíblemente además, y nada menos, el mito de que no era un buen escritor.

En La vaca (1998), su libro más reciente, Augusto Monterroso hace notar un error (o “falso recuerdo memorable”) en la lectura cervantina de Jorge Luis Borges. Remito al lector, para esta noticia, a las páginas 68 y 69 de La vaca. Animado por el ejemplo de Monterroso, anoto aquí otros errores en la borgeografía cervantina.
En el sexto capítulo de la Primera Parte del Quijote, durante el escrutinio de la librería, el barbero y el cura de la aldea conversan. Uno de ellos, el barbero, saca los libros de los estantes; el otro, el cura, los examina y formula un juicio sobre cada uno de ellos: es el crítico literario de la escena. Cerca del final del capítulo, el barbero muestra La Galatea y el cura pronuncia estas famosas palabras: “Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos…”. Está claro, clarísimo, que el cura es el amigo de Cervantes; no el barbero.
Por lo menos dos veces en su obra escrita –habría que revisar, quizá, las entrevistas que se le han hecho– Jorge Luis Borges comete el error de atribuirle esa amistad al barbero. La primera vez en “Magias parciales del Quijote” (tercer párrafo), ensayito incluido en Otras inquisiciones (1952):

… uno de los libros examinados es la Galatea de Cervantes, y resulta que el barbero es amigo suyo y no lo admira demasiado, y dice que es más versado en desdichas que en versos y que el libro tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. El barbero, sueño de Cervantes o forma de un sue-
ño de Cervantes, juzga a Cervantes…

La segunda vez ocurre en el tercer párrafo del poema en prosa “El acto del libro”, incluido en La cifra (1981), en el segundo párrafo: “Nadie dará con aquel libro, que pereció en la famosa conflagración que ordenaron el cura y el barbero, amigo personal del soldado, como se lee en el sexto capítulo…”.
En el prólogo que en 1946 escribió para las Novelas ejemplares –tercer párrafo; texto de los Prólogos recopilados en 1975–, Borges anota un comentario fugaz sobre “aquella extravagancia que condenaron el cura y el barbero y que lograría su increíble culminación en los ulteriores Trabajos de Persiles y Segismunda”.
Son ejemplos de “una distraída lectura de atenciones parciales”: la frase es del Borges de 1930 (“La supersticiosa ética del lector”, en Discusión [1932]).
Un tema mucho más complejo, quizá más interesante también, es el siguiente: la increíble docilidad –increíble en un escritor tan agudo, tan original y tan inconformista– con la que Borges sigue las opiniones de Cansinos Assens acerca de los diálogos en el Quijote y las reprobaciones estilísticas de Cervantes armadas por Lugones y Groussac. (¿Por qué Borges admiraba tanto a Groussac? Es un misterio.)
La opinión de que Cervantes “escribía mal” ha quedado minuciosamente demolida por Ángel Rosenblat en su clásico y hermoso libro La lengua del “Quijote”.

La multidimensionalidad del lenguaje de Cervantes es el eje maestro de lo que Raimundo Lida llama “el vértigo del Quijote”. Contraviniendo todas y cada una de las reglas de la jocoseria Premática de Quevedo (1600), Cervantes mezcla idiolectos, confunde las hablas en un concierto caudaloso, hace que las palabras de los libros se interpenetren hasta el delirio con las de la vida de la llanura castellana a principios del siglo xvii.
Nadie como Cervantes, con excepción de Luis de Góngora, pero con intenciones y resultados diferentes (aunque no contrastantes, en el fondo) había entrado a saco de esa manera en el idioma, para remozarlo y fortalecerlo. Con Góngora, además, Cervantes está unido en el común amor a Garcilaso de la Vega, el poeta español más admirado por los autores y lectores del Siglo de Oro (o Edad de Oro, como la llama Blecua). Con Quevedo –contra la opinión del joven Borges de 1927– lo emparienta el sentido del humor, que en el Quijote se despliega en un diorama portentoso, conmovedor, inteligentísimo; un sentido del humor carente de hiel, eso sí, a diferencia del que ejercía, a veces con crueldad arbitraria, el ácido Señor de la Torre de Juan Abad. Aunque siempre se sintió desplazado del teatro por Lope de Vega (dueño de la “Monarquía Cómica”, en palabras del propio Cervantes), reconoció en él, aun con envidia, a un escritor descomunal, que le sirvió de estímulo y ejemplo para superarlo, ampliamente, en la posteridad y en la fama. (El pleito entre ellos es parte fundamental de nuestra historia literaria. No cabe apenas duda de que el “falso” Quijote firmado por Alonso Fernández de Avellaneda, publicado en 1614, un año antes de la Segunda Parte del Quijote cervantino, surgió del círculo de los allegados a Lope.)
Considerado al margen del atormentado nacionalismo español; visto más allá de los estereotipos fáciles y mendaces (el idealismo, la locura, todo lo demás); valorado, en fin, por aquello que está efectivamente en las páginas que escribió –trato que las modas literarias no suelen dar a los escritores–, Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616) sigue y seguirá siendo un escritor entrañable. Podrá parecer extemporáneo o inútil, pero cualquier pretexto es bueno para recordarlo. Y un pretexto tan extraordinario como la edición quijotesca de Francisco Rico –legibilísima para los cervantistas de a caballo y de a pie, por igual– es ideal para ello. ~

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(Ciudad de México, 1949-2022) fue poeta, editor, ensayista y traductor.


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