Clásicos y bestsellers

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Las conversaciones animadas pueden surgir entre personas que nunca se habían visto, de muy distintos orígenes y culturas, con los intereses más variados. Pero de milagro. La animación se enciende más fácilmente cuando las personas tienen algo en común y algo diferente: haber leído el mismo libro, escuchado la misma música, visitado el mismo lugar o visto la misma película, desde experiencias, gustos y opiniones disímiles. Por esto, la riqueza moderna puede empobrecer la conversación. La cantidad de libros y discos disponibles, lugares visitables, personas conocibles, se ha multiplicado, y esto hace difícil coincidir. En un largo vuelo internacional pueden conocerse dos personas que han leído cientos de libros, ninguno de los cuales ha leído la otra.
     Cuando la producción era artesanal, y había poco comercio a grandes distancias, predominaba la vida local, en comunidades donde todos se conocían y las opciones eran limitadas. Esta situación, que duró milenios, produjo, sin embargo, un desarrollo humano asombroso. Personas soberanamente libres y creadoras como Sócrates, San Francisco, Leonardo, Bach, vivieron en condiciones que hoy pueden parecer atrasadas. Bach no tenía muchas opciones. Tampoco muchos competidores. Cuando los músicos empezaron a viajar, a grabar, a ser escuchados y vistos en las grandes ciudades, o en aparatos de cualquier lugar, el mundo se enriqueció con tamaña abundancia. Pero también se empobreció, desde otro punto de vista.
     La experiencia de la música convivida (en actos religiosos, coros escolares o reuniones de amigos) implicaba músicos de la comunidad, entre participantes que se conocían, muchos de los cuales cantaban, solfeaban, tocaban algún instrumento y hasta componían. Cuando aparecen las salas de conciertos, las giras, los prestigios internacionales, las grabaciones y trasmisiones, la experiencia típica es la de un público anónimo, pasivo, no tan conocedor, frente a un músico protagonista, distante, especializado, que está de paso y en una carrera donde compiten muchos otros, de todo el mundo y hasta del pasado. Los públicos y reconocimientos locales pierden importancia. La fama ya no surge de las epifanías de la música convivida, sino de los premios, la televisión, la taquilla.
     El mercado rompió las autarquías de la música local. Para los músicos, creó oportunidades nunca vistas: públicos masivos y famas internacionales. Oportunidades que, en principio, son para todos, aunque las ventas descartan a la mayoría, que se queda en el limbo: fuera de las ligas mayores y fuera de la música convivida. Para el oyente, convertido en consumidor de productos y servicios globales, multiplicó la oferta en una escala desmedida, porque su tiempo, su capacidad de atención y su memoria no se multiplicaron.
     Hoy, la discografía rebasa infinitamente las opciones de hace unos cuantos siglos. Pero, ¿quién puede escuchar tanta música? La Biblioteca del Congreso de Washington tiene millones de partituras y grabaciones. Un oyente a tiempo completo tardaría siglos en escuchar una sola vez lo que hay ahora, y luego la eternidad para lo que sigue llegando, porque cada día se compone más de lo que se puede escuchar en un día. Y escuchar una sola vez no es escuchar.
     Los músicos se quejan de que el gran público se limita a escuchar lo de siempre, una y otra vez. No es una queja razonable. Nadie escucha lo mismo la segunda vez, ni la centésima. Hasta se puede medir la calidad de una obra por el número de veces que se deja escuchar, mirar, releer, sin agotarse. Hoy casi nada se relee, y lo que es peor: casi nada lo merece. Ojalá que el gran público se la pasara releyendo a los clásicos, aunque sólo una minoría leyese a los contemporáneos. ¿Cuál es la ventaja de consumir novedades insignificantes, en vez de volver con otros ojos a lo mismo? Paradójicamente, lo limitado puede enriquecer más que lo ilimitado. Volver una y otra vez a lo mismo (que no es lo mismo) es una experiencia sorprendente, cuando se trata de obras que resisten la repetición: que tienen algo que decir la segunda vez y la centésima.
     Los clubes de lectura de clásicos, como los que promueve la Great Books Foundation, transforman al lector. Años después de recibir un doctorado, un miembro de estos clubes afirmaba que les debía más que al doctorado. Las constelaciones de grandes obras y la conversación con buenos lectores sirven para desarrollar la imaginación, la inteligencia, la sensibilidad; para orientarse y constituirse como personas, para ser más.
     La conversación animada por las grandes obras fue esencial durante milenios, no sólo para el desarrollo personal, sino para extender la tradición creadora. La gran creatividad nace de la relectura crítica. De los clásicos surgen nuevos clásicos dignos de releerse, que responden a los anteriores y suben de nivel la conciencia y los sueños. Lo que gusta y se fija en la memoria, aquello digno de volver a ser dicho, escuchado, leído, visto, refutado, fue estableciendo el canon tradicional, como algo vivo, feliz, compartido, continuable, creciente. Después aparecieron las autoridades, la ortodoxia, la política, para imponer un canon oficial. Y, finalmente, el mercado.
     Las listas de clásicos, libros de texto y bestsellers reducen lo infinito a una selección abarcable. Esto facilita la conversación sobre experiencias compartidas y, de manera semejante a la estandarización de pesos y medidas, crea lugares comunes, referencias para entenderse. Pero los estándares se fijan de maneras distintas. Las obras clásicas quedan en la memoria de muchas experiencias convividas a lo largo de los años, los siglos, los milenios, que van definiendo la lista. El canon, siempre discutible, lo fijan los lectores respetados por los demás lectores. En cambio, las autoridades imponen los libros de texto. Y las ventas de la semana pasada definen los bestsellers.
     Hay tensiones inevitables entre estas formas de selección, porque sus criterios y resultados son distintos. Las tres son criticadas. Ninguna es infalible. Sería ideal que coincidieran: que los clásicos fuesen también los libros preferidos por el gran público y los libros de texto. Llega a suceder. La Iliada y la Odisea fueron poemas populares antes de que Pisístrato (el tirano populista) los impusiera como libros de texto (criticados por Platón) y se volvieran, finalmente, clásicos occidentales. El Quijote fue un bestseller antes de volverse un clásico. En la práctica, hasta los peores libros de texto y los peores bestsellers sirven, cuando menos, para tener algo en común y hablar de lo mismo. Pero los clásicos tienen una importancia incomparable. Han subido el nivel de la especie humana, despertando una conversación que se enriquece a lo largo de los siglos, en las circunstancias más diversas. Son el genoma de la vida culta, que, a partir de lo mismo, florece en muy distintas plenitudes personales y sociales. –

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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