Dos acercamientos a Paz

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A seis años de su fallecimiento, Octavio Paz, o su obra, sigue dando señales de vida. Lo comprueba el tomo que cierra las Obras completas. Edición del autor que desde 1995 vienen publicando el Círculo de Lectores y el Fondo de Cultura Económica. Digo que el tomo 12 cierra esta edición en dos sentidos. Primero, porque era el tomo que faltaba en la sucesiva serie que se había publicado hasta la fecha. Pero lo cierra también porque, fiel a su cabalístico número, que el propio Paz no dejó de recalcar varias veces a lo largo de su obra, alude así al primer tomo y cierra la obra propiamente dicha. Si los tomos 13 al 15 son “Misceláneas” que contienen la obra dispersa, los números 1 al 12 constituyen la obra planificada y cargada de un deliberado y construido sentido. Como las doce horas del día o los doce meses del año, la totalidad de los doce tomos forma, por tanto, un ciclo, el de la obra organizada que el autor dispone como autolectura en esta “edición del autor”.
     Ese ciclo abre, como sabemos, con “La casa de la presencia. Poesía e historia”, el tomo 1, que recoge los ensayos de Paz sobre pensamiento poético —desde El arco y la lira hasta La otra voz— y cierra, ahora lo vemos, con dos tomos de la “Obra poética”. “Creación y reflexión: vasos comunicantes”, dijo en su primer prólogo a estas Obras completas. “El carácter necesario que ha tenido para mí esta doble actividad, me llevó a una segunda decisión: el primer volumen de mis obras debería contener mis reflexiones sobre la poesía. Dejo mis poemas para el final.” No es accidental, por tanto, esta estructura, sobre todo para un poeta como Paz, que construía sus libros con el esmero de un joyero. Si el pensamiento poético es el arranque, el fundamento, de toda su obra, su culminación, es el poema, la palabra y el pensamiento hecho acto. Entre uno y otro extremo, entre el arranque y la culminación, se despliegan las diversas etapas, o más bien las diversas estaciones que van marcando el paso del poeta. Y si nos dispusiéramos a aclarar la arquitectura de esta edición, tal como si fuera un edificio que organiza la imagen del poeta y su obra, tendríamos que ver su organización simbólica. Es decir, cómo, para empezar, del tomo 2 al 5 su mirada transita de afuera hacia dentro: desde la exterioridad del “dominio extranjero”; luego atraviesa los más inmediatos dominios “hispánico” y “mexicano,” para desembocar, finalmente, en el íntimo tema de Sor Juana —de toda la serie el único tomo, por cierto, que está constituido por un solo libro y está dedicado a un solo autor. Luego también, dos series de dos tomos cada una —sobre arte (universal y mexicano) y estudios culturales, tomos 6-7 y 9-10, respectivamente— encierran, a manera de paréntesis, el tomo 8 sobre “Historia y política de México”. No es un accidente tampoco que éste sea el tomo que ocupa el centro físico, el meollo, de la serie entera. México, su acontecer histórico y sus accidentes políticos, es el centro imantado que sostiene la arquitectura de toda la obra. Dentro de esta arquitectura, el tomo 12 no es, por tanto, apenas el último libro de la serie en virtud de su duodécimo lugar, sino el primero que regresa: alude expresamente a “La casa de la presencia,” el tomo 1, que es el verdadero comienzo del itinerario del poeta. Lo que viene después —lo que viene después del poema y la obra poética, tal como la construyó su autor— es en efecto “miscelánea.” No estamos ya, por tanto, y como se vio cuando presentamos el tomo 13, ante una simple organización cronológica de la obra, la que empezaría, de manera pedestre por ejemplo, con los “primeros escritos”, y así sucesivamente. Dentro de la serie toda, esas primeras obras también regresan, como aquel que dice, en virtud de su número 13, uno más después del 12 —la treizième revient, c’est encore la première, nos previene el célebre epígrafe de Piedra de sol. No marcan, en cambio, el origen de la obra, al menos tal como lo dispuso su autor. Estamos, por tanto, ante una obra que estructura e interpreta, y no sólo acumula; y que otorga un sentido en el cual el tomo 12 físicamente destaca, a la vez que culmina, la poesía en el universo simbólico de Octavio Paz.
     El tomo 12 contiene, a su vez, una disposición acerca de la naturaleza de esta “obra poética”. Reúne, como sabemos, tres series de libros: libros del poeta, los cuatro escritos entre 1969 y 1996; poemas colectivos, los otros cuatro entre 1971 y 1989; y las traducciones poéticas, recogidas entre 1973 y 1995 en las sucesivas ediciones de Versiones y diversiones. Si el tomo 11, Obra poética i, sólo recogía los libros de poemas a partir de Libertad bajo palabra, el 12 extiende esa recopilación y la amplía con poemas escritos con, y a partir de, otros poetas.1 Esa estructura sugiere que la creación de poemas escritos en conjunto o en traducción no es menos poética, pertenecen no menos a la “obra poética” que lo hacen los poemas autorales. Se podría aplicar, en ambos casos, la observación que aparece a la cabeza de Versiones y diversiones: “a partir de poemas en otras lenguas quise hacer poemas en la mía”. En los libros colectivos lo que predomina es la anulación del yo poético “en beneficio de la obra común”; en las traducciones predomina “el empleo de recursos análogos a los de la creación”. La clave común es la traducción: en la traducción poética, el poeta hace con poemas en otra lengua poemas en la suya; en el libro colectivo la traducción es doble: Paz traduce las obras de sus coautores, y cada uno traduce su yo hacia la obra colectiva.
     Los tres casos —el libro de poemas, el libro colectivo y la traducción— son, a su vez, vertientes del mismo principio: la analogía. El tomo 12 —que cierra la serie cabalística, alude al tomo 1, sobre pensamiento poético, y muestra las diversas vertientes de la “obra poética”— es también, por tanto y sobre todo, un muestrario del concepto paciano de la poesía como analogía. Para entender el porqué de ese muestrario, debemos remitirnos no al tomo 12, sino al 1, el que reúne las obras sobre pensamiento poético. “La analogía,” dice Paz allí, en Los hijos del limo:

[…] es la metáfora en la que la alteridad se sueña unidad y la diferencia se proyecta ilusoriamente como identidad. Por la analogía el paisaje confuso de la pluralidad y la heterogeneidad se ordena y se vuelve inteligible; la analogía es la operación por medio de la que, gracias al juego de las semejanzas, aceptamos las diferencias. La analogía no suprime las diferencias: hace tolerable su existencia […] La analogía dice que cada cosa es la metáfora de otra cosa, pero en la esfera de la identidad no hay metáforas: las diferencias se anulan en la unidad y la alteridad desaparece.

Si la analogía dice que cada cosa es metáfora de otra cosa, entonces la traducción de un poema es la analogía de otro poema; y toda traducción es, en el fondo, una metáfora. Y así, la poesía, o bien la “obra poética”, encarna en diversas, o al menos tres, metáforas o versiones: el poema, el texto colectivo y la traducción. Cada una es la metáfora, la analogía, de las otras dos; las tres, a su vez, son versiones de un mismo fenómeno: la analogía, es decir, la poesía tal como la concibe Octavio Paz.
     Es en el prólogo del tomo 12, uno de los dos tomos en que encarna su idea de la poesía, donde Paz también reitera otra idea fundamental de su obra poética: “los dos tomos que reúnen mis tentativas poéticas pueden verse como un diario. Sólo que es un diario impersonal: los momentos vividos por el individuo real se han convertido en poemas escritos por una persona sin precisas señas de identidad. Cada poeta inventa a un poeta que es el autor de sus poemas. Mejor dicho: sus poemas inventan al poeta que escribe”. En efecto, el tomo es el diario poético que Paz escribe entre 1969, justo al dejar la Embajada de México en la India, por los hechos de todos conocidos, y 1998, año de su fallecimiento.2 La idea de la “obra poética” como diario impersonal no es, por supuesto, nueva en Paz: en realidad la articula por lo menos desde la tercera edición de Libertad bajo palabra, y aparee en su forma más o menos definitiva en el prólogo a la edición de Poemas (1975). La importancia de esta idea, pienso yo, es que también muestra la unidad del tomo 12. Porque si la analogía es el común denominador entre poema, libro colectivo y traducción, también lo es el diario impersonal. En los tres, y en mayor o menor medida, el autor sacrifica su personalidad subjetiva a cambio de una identidad ideal: es el poema el que inventa al poeta.
     Cierro esta lectura general del tomo 12, cierre a su vez de la serie cabalística de las Obras completas, con tres palabras de cierre que encuentro, un poco al azar, al hojear el libro. La primera es la última palabra de “Respuesta y reconciliación”, el gran poema dedicado a Quevedo, y el último de los poemas recogidos aquí: esa palabra es concierto. La segunda es la última palabra de la sección de poemas colectivos, que aparece al final de Hijos del aire, el libro que Paz escribiera junto a Charles Tomlinson: esa palabra es música. La tercera es la última palabra de las traducciones, y aparece al final de Sendas de Oku, la primera de sus traducciones poéticas: esa palabra es otoño. Octavio Paz se despide, así, con tres palabras: concierto, música, otoño. Tres palabras que son, a su vez, tres imágenes, tres estados mentales, y tres promesas que se unen en una sola: la madura armonía entre pensamiento y poesía. ~

— Enrico Mario Santí

VIVACIDAD Y CAÍDA EN
LOS ÚLTIMOS POEMAS DE OCTAVIO PAZ

La vida de Paz fue tan omnipresente en la nuestra que hoy, por algo muy humano y también muy mezquino, semejante a la justicia distributiva, hay quienes se empeñan, inútilmente, en pasarlo a la segunda fila, para ocupar la primera. Estos quince tomos, que con el tomo 12 se completan ahora, son como una muralla china contra tal empresa.
     Hace unos años leo con singular atención los libros finales de los poetas que admiro. En ellos suelen concentrarse, depuradas por el tiempo y como si fueran una sola, la sabiduría poética y la vital. El poeta ya consagrado no tiene que demostrar: escribe únicamente para sí y para la poesía, no para la novedad o para la historia de la literatura. Toma en cuenta al lector porque se toma en cuenta a mismo, en lo esencial: en lo que tiene de común con todos los hombres. No está pendiente de los recursos verbales ni de los lustres del oficio, incluso puede echar mano de asonancias, rimas no canónicas, repeticiones de palabras; “descuidos” que un poeta menos maduro no se permitiría. La forma se vuelve una columna vertebral (surge de dentro del poema, no de fuera, el poeta no la trae en la cabeza, se la va diciendo el poema), es un endoesqueleto y no un exoesqueleto, gana en hondura y en naturalidad lo que pierde en brillo y rareza: una simple palabra, de esas que utilizamos todos los días, de esas que nos acompañan de la infancia a la tumba, como “noche”, “agua”, “luna”, “mañana” puede enlazar, en sus poemas, la belleza, la verdad, el misterio, la profundidad de pensamiento y la inteligencia cordial, pues está cargada de tiempo. Los últimos libros de poemas de Borges, el último de Lezama, la poesía final de Machado son ejemplos en los que la edad no ha disminuido sino aumentado, acendrándolas, las virtudes humanas y poéticas.
     Entre los libros de poesía de Octavio Paz, el que más frecuento en tiempos recientes, el más hospitalario y acogedor, desde mi punto de vista, es el último: Árbol adentro. En él el viejo Paz es un poeta del alba y del despertar, de una horizontalidad matutina con los ojos abiertos que, desde la cama, sabe apreciar un día más. Un día más: cuando decimos “mañana” no sabemos si estamos pronunciando lo inalcanzable; en todo caso, aunque alcancemos la otra orilla en la habitación de siempre, con la mujer de siempre, al decir “mañana” nombramos lo desconocido.
     En Árbol adentro y en los poemas escritos después hay pocos atardeceres, pocos crepúsculos vespertinos, y muchas inauguraciones del día, cada vez más inesperadas y bienvenidas. Los grados de libertad aumentan. Los experimentos ya asimilados por toda una vida responden a una vivacidad que no ha dejado de buscar y que encuentra aquí frutos cargados de frescura y libertad aun en la víspera. Hay poemas que discurren asombrosamente en un cauce donde la prosa y el verso conviven para dar cuenta de la multitud y la diversidad azarosa de todo. Tres fueron escritos antes en prosa que en verso (Paz mismo en una nota nos lo dice); me gustan por una libertad y un vigor que saben, en las manos expertas de Paz, a la juventud del siglo xx. Denotan un desenfado poético admirable ligado a la sabiduría de los años. Son libertades y juegos de un poeta maduro y sonriente. Un ejemplo: “Hablo de la ciudad”, catarata emparentada con Whitman y Álvaro de Campos. Anoto de pasada: curiosamente, cuando Paz habla de toda la ciudad utiliza el versículo; en cambio, usa el verso corto cuando habla del barrio, de la plazoleta o del cuarto, lo mismo que cuando apunta al instante. Quizá porque hablar de la ciudad obliga a la proliferación y al caos, a la enumeración de cosas y estados de ánimo, de situaciones y esquinas, de hospitales y muros. Entre otros poemas escritos en versículos, están: “Refutación de los espejos”, dedicado a Lezama, y el juguetón, vivaz y lúcido en extremo dedicado a la pintura de Miró: hay mucho juego en “Árbol adentro” y mucho erotismo, y también hay mucha amistad. Me conmueve, a este respecto, el poema dedicado a Kostas Papaioanu: una elegía contagiada de la trágica historia del siglo recientemente pasado y, al mismo tiempo, plena de juvenil alegría. Este poema me es tan entrañable como los dos poemas en prosa dedicados por Borges en su último libro, Los conjurados, a su amigo de juventud Abramowicz: en los tres poemas la presencia de la amistad y de la vida se ve potenciada por la ausencia y la muerte. En el otro extremo, en cuanto a la extensión del verso, hay poemas de una puntería que no necesita sino de unos cuantos versos para dar en el blanco, próximos al epigrama o el haikú; a veces son como una semilla por la que se pudiera ver el follaje.
     Pero los poemas que más releo de este libro son los de la última sección: poemas amorosos que celebran el cotidiano renacer del mundo, la mujer aún dormida, la luz naciente, la resurrección de la mirada. En ellos se reúnen lo inédito, un nuevo día, con una larga existencia: no es el despertar de un recién llegado a la vida, es el de un catador del tiempo y del amor, que sabe que cada amanecer inaugura un mundo que, con el mismo milagro, se repite y resucita. Estos poemas están abiertos al alba y al abismo, al nacimiento y a la caída, trazan un gran arco temporal que, no obstante que lleva una gran carga de experiencia y reflexión (casi toca con un extremo la muerte), toma su frescura, ligereza y vivacidad de las primeras horas de la mañana, y de la presencia de un nuevo día que no acabará de comenzar hasta que se despierte la mujer amada. Tienen la claridad de una luz que medita y de un pensamiento vivo y transparente hecho de tiempo.
     Hay en la obra de Paz algo de vigor permanente, no hay nunca el monólogo del hombre abrumado, ni la queja de la víctima. La filosofía más abstracta está teñida por las luces del amanecer o del mediodía. La noche está vista como tránsito entre la luz y la luz a la luz de las estrellas, nunca desde el hoyo profundo sin salida, como castigo o como infierno. Puertas al alba, se podría titular, paradójicamente, la última poesía de Octavio Paz (“Al alba busca su nombre lo naciente”), que está escrita bajo la protección de un nuevo día, todavía lejano del crepúsculo vespertino, pero en la cercanía de la muerte. Paz va del mediodía a la noche y el amanecer, sin pasar por la tarde. Árbol adentro, junto a Pasado en claro y los pocos poemas posteriores a estos libros, me plantean una pregunta: ¿Cómo la poesía de Paz se fue cargando de tiempo sin perder ni un ápice de su característica vivacidad?
     Los poemas más directamente vinculados con la muerte de Árbol adentro no ocupan, como sería previsible, la última sección, sino la tercera de las cinco secciones en las que está dividido este libro, y están agrupados, significativamente, bajo el título “Un sol más vivo”, como si la muerte los iluminara. Hay en la edición de este libro contenida en el tomo que presentamos unas líneas introductorias tituladas por Paz “Árbol que habla”. En ellas nos dice Paz que la última rama de este árbol de cinco ramas, de este árbol que habla y que crece hacia adentro, “se inclina sobre un manantial y aprende las palabras del comienzo”. Ésta, creo yo, es la fuente de la vivacidad final de la poesía de Paz, una vivacidad que aprende.
     En un ensayo dedicado a Paz por Guillermo Sucre, en su libro La máscara, la transparencia, se citan unas frases de Paz que vienen como anillo al dedo para responder mi pregunta: “No la vida eterna, sino la eterna vivacidad es lo que importa”; “La verdad original de la vida es su vivacidad y esa vivacidad es consecuencia de ser vida mortal, finita: la vida está tejida de muerte.” Y añade el crítico venezolano: “La vivacidad no es meramente un tema sobre el cual Paz poetiza. Ella está en el carácter mismo de su obra.” Yo diría más: ella es el núcleo y la punta de flecha de la actitud de Paz ante la vida y el lenguaje. Uno de los verbos clave de la poesía de Paz es el verbo inventar (“Contra el silencio y el bullicio invento la palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día”). Todos los verbos suponen, por el hecho de serlo, una acción, pero éste es particularmente activo. La vivacidad de la vida y del lenguaje en la poesía de Paz están potenciados por la constante meditación de lo que significa inventar y de quién o qué inventa. Hay un poema de Árbol adentro, “Primero de enero”, que está atravesado de principio a fin por este verbo y que tiene una extraordinaria vivacidad que nace de saber que se está vivo todavía, de que se vive siempre entre la vida y la muerte, al borde. Pero este verbo, por el mismo paso del tiempo, fue ganando profundidad y reflexión en la vida y en la obra de Paz (a los poetas, las palabras que repiten frecuentemente les marcan un camino: les rehacen el rostro). Repetir el verbo inventar, más que una paradoja, es otra manera de abordar el tema paciano de la continuidad y de la ruptura. “Primero de enero” entra de lleno, desde su título, en el gran tema del tiempo y en la batalla del lenguaje para dar cuenta de su transcurrir, de su sustancia y de su esencia, que son las nuestras también, puesto que somos formas del tiempo. ¿Qué manera mejor para hablar del tiempo, cuando se tienen ochenta y tantos años, que colocarse en su ápice anual, en el primero de enero?
     Otro verbo característico de Paz es el verbo caer. Sus últimos poemas son, más que nunca, poemas de la vivacidad y la caída. Parte de la atracción que él sentía por la poesía de Quevedo, al que consideraba más como un antecedente que como un antepasado, consistía en que pensaba que era una poesía moderna: de la caída.
     En 1996, la revista Vuelta y El Colegio Nacional publicaron un cuadernillo titulado Reflejos y réplicas: Diálogos con Francisco de Quevedo. En él Paz describe a sus 82 años un itinerario de lecturas. Dice, por ejemplo, antes de referirse a Quevedo, que la poesía de Machado la leyó tarde: “Llegué al poeta que admiro, al de Nuevas canciones y los poemas finales, cuando había transcurrido más de la mitad de mi vida. No lo lamento: Machado es un poeta para adultos.” Creo, con Paz, que gran parte de la poesía contenida en este tomo es una poesía para adultos; que ya sabe vivir, sin perder la curiosidad y el contacto con el origen, en la libertad a la que se refiere este epígrafe de Montaigne, utilizado para la primera parte de “Ejercicio preparatorio”: “La premeditación de la muerte es premeditación de la libertad. Quien ha aprendido a morir ha desaprendido a servir.” La segunda parte de este poema tiene un epígrafe de Cervantes referente a la cordura de Don Quijote en el último trance. Como Borges, Paz espera aprehender a la hora de la muerte su rostro verdadero, como Borges recuerda a Don Quijote y a Cervantes.
     Octavio Paz hizo grande, con su vida y su obra, su muerte. Nos ayudó a bien vivir, y leer su última poesía nos ayudará a bien morir: “Pido / no la iluminación: / abrir los ojos, / mirar, tocar al mundo / con la mirada del sol que se retira; / pido ser la quietud del vértigo, / la conciencia del tiempo / apenas lo que dure un parpadeo…” ¿El instante de la muerte es el último instante de conocimiento o es el primero? Paz no quiere perderse ese instante: quiere morir con los ojos abiertos.
     Al viejo Octavio Paz le interesaba cada vez más el origen porque le interesaba cada día más el fin. Hacía lecturas de cosmogonía y el último poema de este tomo, que puede leerse como un testamento, trata no sólo de su muerte personal sino del big bang, del origen y de la muerte del universo. Parte del lúgubre verso de Quevedo: “¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?” y culmina con la serenidad de estos versos: “Y mientras digo lo que digo / caen vertiginosos, sin descanso, el tiempo y el espacio. Caen en ellos mismos. / El hombre y la galaxia regresan al silencio. / ¿Importa? Sí —pero no importa: / sabemos ya que es música el silencio / y somos un acorde del concierto”. ¿Esto no es finalizar una vida marcada por la admiración y la discusión con Quevedo, enlazando el Fray Luis de la “Oda a Salinas” con la física contemporánea? Paz había expresado el mismo sentimiento en “Hermandad”, en Árbol adentro: “Soy hombre: duro poco / y es enorme la noche. / Pero miro hacia arriba: / las estrellas escriben. / Sin entender comprendo: / también soy escritura / y en este mismo instante / alguien me deletrea.” ~

— Antonio Deltoro

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(Santiago de Cuba, 1950) es escritor, profesor de estudios hispánicos en la Universidad de Kentucky.


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