El biógrafo como conspirador

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La política ya no existe y lo que la ha sobrevivido es un sistema de guiños y modales, una carambola de efectos tan huecos como la retórica de sus representantes. En ese imperio del gesto y el detalle, el patético poder de los políticos no se construye tras generar alianzas y tomar decisiones, sino en la habilidad para sostener una imagen atractiva ante los medios de comunicación, los votantes y el mundo empresarial. Esa imagen, casi está de más decirlo, no se crea con ideas ni mucho menos, sino a través de ficciones personales o íntimas que dibujan la vida y carácter del gobernante con el color soñado por el público al que pretende dirigirse. “El Estado narra, cuando se ejerce el poder político se está siempre imponiendo una manera de contar la realidad”, apunta Ricardo Piglia en Crítica y ficción. El mayor de esos relatos que cuenta el Estado consiste en narrar la épica de sus protagonistas a partir de un anecdotario trivial, vacío y frívolo, pero útil para mostrar el presunto lado humano de una política cuyo centro, por lo general, tiene poco y nada de humano. O, mejor dicho, donde late lo peor de lo Humano: la ambición desenfrenada, la acumulación de poder personal, la permanente necesidad de adulación.
     La polémica desatada por la aparición simultánea de Marta, de Rafael Loret de Mola, y La jefa, de Olga Wornat, no se apoya en la veracidad de los contenidos de los libros, ni en el derecho periodístico a investigar una vida pública, sino en la herida abierta por la vulnerabilidad de esa imagen creada por el Estado para contar la realidad. Ante el espejo-púlpito de los medios de comunicación, los políticos se maquillan y ofrecen el relato de una vida personal que se difunde sin obstáculos. Así considerados, los medios sólo deben servir a los deseos e intenciones de ese simulacro oficial. Pero si el movimiento se invierte, si desde la autonomía del periodismo surge alguien que se propone buscar los pormenores de la vida oculta tras la imagen, el Estado y la clase política cierran filas y argumentan que la vida privada no debería ser objeto de miradas públicas. Sin embargo, la imagen de esa misma vida privada aparece una y otra vez en los diarios como una saga que ya envidiarían los guionistas de las telenovelas, quienes seguramente pagarían por presentar un culebrón que incluya bodas presidenciales, arduos debates sobre los hijos extramatrimoniales y la incierta modernidad de una mujer que pasa de vocera a Primera Dama delante de cien millones de personas. Cuando los medios están dispuestos a repetir lo que los políticos quieren que se sepa de sí mismos, el Estado apadrina esa versión de la vida privada. Pero si ese relato es producto de un trabajo independiente, se trata de un ataque ilegítimo, una intromisión, un golpe bajo.
     Quizás el principal modelo narrativo del Estado sea la conspiración. Si los años pasan y el nivel de vida y educación no mejora, es porque alguien le pone el freno a los cambios. Si un par de periodistas tratan de indagar quién es realmente una de las mayores figuras públicas del país, es porque algo se traen. Investigar la vida es atentar contra la imagen, quizás el único activo de los políticos en una época que no parece privilegiar las ideas, ni la lealtad, ni los programas. “El límite de lo real ya no lo marca la utopía, sino la amenaza”, concluye Piglia. La peor amenaza de estos tiempos es la que no se conforma con asumir y digerir una imagen. El mayor recelo del poder fue y es la desnudez. Para el Estado, el biógrafo no sólo tiene algo de conspirador: es, sobre todo, un pornógrafo.
     Por Olivier Todd se sabe que André Malraux no era el hombre de acción que la épica de la Resistencia francesa quiso exhibir. A través de Ryszard Kapuscinski se conocieron de primera mano las ambigüedades y desmesuras del Sha Mohammed Reza Pahlevi. Fuera de los hombres de poder, Howard Sounes descifra la enigmática existencia de Bob Dylan en todos sus vericuetos, y Anthony Burgess, Richard Noll y Carl Guthke han conseguido mostrar la maravillosa complejidad de Ernest Hemingway, Carl Jung y B. Traven de una manera que ellos mismos jamás pudieron hacerlo. Toda proporción guardada, los esfuerzos de Wornat y Loret de Mola avanzan en la misma dirección, y el malestar y victimismo demostrado por la clase política ante estos libros no sólo ponen en evidencia la inquietante susceptibilidad del poder, sino también su hipocresía con respecto a sus propias estrategias de construcción de la creencia. Si la democracia es una trama de relatos, no parece un buen signo que el Estado se alarme por la aparición de historias alternativas a las que pone a circular desde los medios de comunicación. Claro que esos relatos expresan y representan relaciones de fuerza, y tienen un cierto impacto social. Pero qué frívola resulta la época que convierte al biógrafo en un agente político, como si en el choque entre la vida y la imagen se jugaran las auténticas relaciones de fuerza y no quedara nada más interesante por lo que discutir y luchar. ~

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(Argentina, 1967) es cronista y DJ. Es autor de Extranjero siempre (Almadía) y del blog Guyazi (www.guyazi.blogspot.mx).


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