La historia verdadera

La estación del pantano

Yuri Herrera

Periférica

Cáceres, 2022, 192 pp.

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En 1853, durante el exilio al que lo expulsó la dictadura de Antonio López de Santa Anna, Benito Juárez pasó casi dieciocho meses en Nueva Orleans. Santa Anna lo había exiliado a Europa vía La Habana, pero él decidió trasladarse desde ahí a aquella ciudad, donde se reuniría con sus compañeros de causa y planearía su estrategia antes de retornar a México. Yuri Herrera, en el prólogo a su novela más reciente, La estación del pantano, nos asegura que no hay testimonios ni información de lo que pudo haber sucedido con Juárez en esos meses. Así, ese tiempo suspendido, que los libros de historia se saltan por la ausencia de datos, es una rendija que le permite preguntarse simplemente cómo pudo haber sido y fabular.

En ese momento, pocos años antes de la Guerra de Secesión, Nueva Orleans era el mayor mercado de esclavos de la Unión Americana. Construida al borde de un pantano, poco después de la gran inundación de 1849, la ciudad debió ser un paisaje alucinante en el que el francés, el inglés y el créole se mezclarían en una extraña música, una ciudad lodosa, como la llama Herrera, por la que deambulaban viajeros de muchos lugares, traficantes de esclavos, esclavos fugitivos, gente de todos los colores, músicos, comerciantes, los que eran libres sujetos a reglamentos complicados, policías, burócratas y hasta cocodrilos. En este lugar, Juárez y sus compañeros de causa –su cuñado Pepe Maza, Melchor Ocampo, José María Mata, Ponciano Arriaga– buscan trabajos para sobrevivir y avanzar, como cualquier migrante estancado en una frontera, ese territorio de paso que Herrera va pintando con una prosa límpida, un habla directa y distinta que se ajusta a la libertad que le da aquel tiempo borrado de los libros y los documentos históricos y a la subjetividad del personaje que prima en el punto de vista de todo lo que se narra. Una subjetividad un poco muda, en sordina, abierta a lo que le sucede sin exclamaciones, devorada por la realidad.

La maravilla de esta novela es que Yuri Herrera no busca imitar un habla antigua ni hacer un “retrato” histórico de aquel momento. Su Juárez rehúye el tema del prócer con mayúscula y más bien deambula por los pantanos en esa olla en la que se mezclaban la esclavitud, el racismo, la exuberancia (una muy distinta a su Oaxaca natal) e incluso el amor; sigue encandilado a las multitudes al son de una música seductora del carnaval, mira una pelea por un corsé o una pelea de osos, se mete al teatro de trasmano y padece como todos el maltrato de la pobreza, la burocracia y el racismo, el ser un extranjero de color irreconocible.

–Pero tú no eres… Pero estás vestido así… ¿Qué eres? –se volvió hacia los otros–. ¿Qué es?

–Mexicano –dijo Arriaga, en inglés.

El policía alzó las cejas como si dijera cosas veredes.

–Ja –dijo.

Se dio media vuelta y siguió recorriendo la plaza.

Nueva Orleans es el lugar de la fertilidad y la putrefacción donde su identidad también se pierde. Así la conspiración y la estrategia se mantienen siempre en un segundo plano: papeles que se ordenan y se desordenan, encuentros y reuniones en habitaciones paupérrimas o a veces, con suerte, mejor amuebladas, todo en medio de un deambular buscando un café o un trago, mirando lo que ocurre en la calle, los conciertos, los espectáculos y las colonias donde viven los franceses o los paupérrimos barrios de antiguos y nuevos esclavos, dejándose llevar siempre. No es una novela en la que se expongan las grandes ideas políticas y sociales –así, irónicamente, las escribe Herrera cambiando de tamaño la tipografía, las ampulosas, las gordas y las agudas en las pocas páginas que detallan sus reuniones–, ni siquiera el nombre de Juárez aparece en sus páginas. Un Juárez que busca periódicos para enterarse de lo que sucede y aprende inglés así, por necesidad; las noticias también se mezclan: lo alto y lo bajo, lo grande y lo pequeño, lo familiar y lo estrambótico. Un Juárez que también en sordina se enamora.

La esclavitud –el tema principal, de hecho la línea que corre por toda la novela es la del esclavo que robó una brújula–, esa que en nuestro país había sido abolida desde la Independencia, debió parecerle a Juárez una atrocidad y una locura: la esclavitud de las clasificaciones complicadas –similar, quizás, a las de la colonia en la Nueva España–, pero sobre todo aquella burocracia de la esclavitud que aquí aparece en toda su frialdad, su tonta mecánica tan cruel.

Después de leer esta novela y la advertencia que hace Yuri Herrera en su prólogo respecto a que toda la información de la novela se puede corroborar en fuentes históricas pero “esta, la historia verdadera, no”, he pensado mucho, no sé si atinadamente, en Los pasos de López, la genial novela de Jorge Ibargüengoitia sobre la conspiración de Querétaro, tan irreverente y a la vez tan cierta. La novela de Ibargüengoitia y la de Herrera poseen esa verdad que hace exclamar al lector: así debió ser. No un museo de la historia, no los datos mal o bien escenificados, sino la verdad literaria, el cómo debió haber sido. El destino de Benito Juárez y su posterior papel histórico como gobernador de Oaxaca y presidente de la república aparecen, verosímilmente, como derivaciones de una maraña de caminos y probabilidades; el destino como una derivación de circunstancias, no como un camino trazado y fijo, esas derivaciones que también permean en el lenguaje libérrimo, dúctil, genial, que se despliega a lo largo de toda la novela y que fluye como las verdades soterradas que a diario vivimos. ~

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(ciudad de México, 1960) es narradora y ensayista. La novela Fuego 20 (Era, 2017) es su libro más reciente.


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