La noche en que Nicolas Sarkozy ganó sin problemas la elección presidencial en Francia hubo dos congregaciones masivas en las calles de París. La más grande de las dos, la celebración de los seguidores de Sarkozy, bien organizada y planeada desde tiempo atrás, tuvo lugar en el banco derecho del Río Sena, en la Plaza de la Concordia. La celebración ostentaba tribunas para oradores, toda una lista de actuaciones, desde torch singers hasta raperos, y una atmósfera festiva. La otra congregación, la más pequeña, tuvo lugar en el banco izquierdo del río, en la Plaza de la Bastilla, donde comenzara la Revolución Francesa en 1789. Allí no había buen humor. Al contrario, se pretendía denunciar la victoria de Sarkozy y no pasó mucho tiempo antes de que aquello se volviera un motín.
Nada de esto fue particularmente sorprendente. Nicolas Sarkozy es el político más interesante (en el sentido neutral de valoración de la palabra) y más controvertido de toda una generación en Francia. Los franceses siempre se han tomado las elecciones con seriedad. De hecho, en esta ocasión el porcentaje de participación fue un asombroso 85% –el más alto de la historia. Pero Sarkozy representaba para la izquierda francesa lo que el socialista François Mitterand representaba para la derecha cuando resultó electo presidente en 1981: un desafío fundamental al consenso político establecido.
Hasta Mitterand, bajo la Quinta República que estableciera Charles de Gaulle, la derecha francesa se había asumido como el partido en el poder, y la izquierda se concebía como el partido de oposición. Mitterand puso fin a todo eso y gobernó durante más de catorce años. Pero la derecha descubrió muy pronto que la versión del socialismo según Mitterand era bastante amigable para con los negocios, y que había más continuidad con el gaullismo de lo que cualquiera habría supuesto (y esto incluía también a la izquierda). A decir verdad, el principal logro político de Mitterand fue destruir el poder del Partido Comunista Francés.
Sin duda es posible que los miedos de la izquierda en torno a la figura de Sarkozy resulten igualmente infundados. Por el momento son profundos. Y no carecen de bases. Sarkozy es un operador político consumado, una figura maquiavélica notable, tanto por su carrera meteórica dentro de la ump (Union pour un Mouvement Populaire, que supera la actualización de la vieja coalición gaullista puesta en marcha por Jacques Chirac), como por las traiciones a aquellos que hicieron posible esa misma carrera. El resentimiento de esos antiguos mentores, del presidente Chirac incluso, es legendario. Pero nadie ha cuestionado nunca las dotes políticas de Sarkozy.
Durante la campaña previa a las elecciones, Sarkozy hizo pleno uso de esas dotes, y de una manera que no podía sino incomodar a todo aquel que se considerara fuera de la derecha (y también a no pocos dentro de la derecha). Básicamente, llevó a cabo un frío cálculo electoral: con el fin de derrotar a su oponente socialista, Ségolène Royal, quien parecía una figura mucho más formidable al inicio de la campaña de lo que lo fue al final, Sarkozy debía arrebatar un alto porcentaje de votos al partido de extrema derecha, el Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen –el cual, por equivocaciones de los votantes de izquierda, había logrado hacer frente al presidente Chirac en la segunda vuelta de la elección presidencial de 2002.
Para ganarse estos votos, Sarkozy endureció su postura, de por sí dura, en el tema de la inmigración, la identidad francesa, y la promesa de llevar la ley y el orden a los suburbios de inmigrantes que habían estallado de manera violenta a finales del otoño de 2005. Sarkozy llegó incluso a declarar que instauraría un ministerio encargado de mantener la identidad nacional francesa –una promesa que, al menos en cuanto terminología, parecía una resonancia de las políticas racistas del gobierno títere de Vichy, al mando del mariscal Petain, durante la Segunda Guerra Mundial.
La apuesta de Sarkozy, que el periódico Libération de París, un diario con tendencia izquierdista, denominó una “franquicia del Frente Nacional”, funcionó mucho mejor de lo que él mismo esperaba. Aunque, a decir verdad, nunca fue muy probable que perdiera la elección. El problema es, ahora que ha llegado al poder, ¿cómo gobernará?
La cuestión para Sarkozy no consiste en que un 46 por ciento de la población francesa haya votado por Madame Royal, pues al menos, bajo los estándares franceses, el margen de victoria de la derecha, de más del seis por ciento, es más que suficiente para legitimar su mandato. La cuestión es que esos franceses no sólo se oponen a él, sino que en verdad lo odian y de veras le temen. Durante la campaña, los suburbios de inmigrantes estaban literalmente vetados para él, lo cual no debe sorprendernos si recordamos que Sarkozy había escandalizado a la comunidad inmigrante (y a gran parte del resto de Francia) al llamar “escoria” a los sublevados de 2005, y al prometer que “limpiaría los suburbios con una Kärcher” -–una marca de máquinas de limpieza con agua a presión.
Los problemas de Sarkozy, empero, difícilmente terminan allí. Durante la campaña, prometió reformar la economía francesa, y habló favorablemente sobre las reformas económicas liberales de Tony Blair en Gran Bretaña y de Gerhard Schroeder en Alemania. En la Francia proteccionista y estatista, estas palabras se vieron, no como la receta del crecimiento económico y la prosperidad nacional –en el sentido en que Sarkozy muy probablemente las pronunciara–, sino más bien como el inicio de un capitalismo de estilo “estadounidense” en el que, a cambio de la igualdad de oportunidades económicas, no habría ningún esfuerzo del Estado por remediar la desigualdad de los resultados económicos.
No cabe duda de que Sarkozy comprende que tiene un problema; por eso ha invitado a figuras disidentes de la izquierda a formar parte de su gobierno. Pero tampoco está claro que su compromiso con la reforma de la economía francesa sea tan profundo. Como algunos comentaristas franceses han señalado, cuando Sarkozy era ministro de Economía de Chirac, era consistentemente proteccionista y utilizaba los fondos del Estado, contraviniendo en apariencia a los dirigentes de la Unión Europea, para salvar las empresas industriales francesas que estuvieran bajo amenaza de ser adquiridas por compañías extranjeras.
Pero esos disturbios en la Plaza de la Bastilla, aunque insignificantes por sí mismos, muy probablemente serán la antesala de movilizaciones que acarreen consecuencias si Sarkozy intenta instrumentar la agenda que esbozó durante la campaña. Los socialistas franceses quizás parezcan una fuerza política gastada: el Partido ya está enredado en una ronda de expulsiones postelectorales y, de hecho, muchos podrán salir si no se logra la cohesión tras la figura de un líder que reemplace a Madame Royal. Sin embargo, muy a pesar de eso, la izquierda francesa es todo menos una fuerza gastada, y así como el capital tenía en la mira a François Mitterand en las elecciones de 1981, la izquierda francesa está más que lista para tomar las calles y frustrar los programas de Nicolas Sarkozy.
Será un otoño tenso en Francia. Quizás incluso un otoño caliente. ~
Traducción de Marianela Santoveña
David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.