Se ha vuelto práctica común en nuestra vida política la exhibición de grabaciones de conversaciones privadas. Conocimos de este modo las siniestras pláticas de José Córdoba Montoya y Marcela Bodensdat, las interesadas de Jorge Castañeda y Elba Esther Gordillo, las biliosas entre los hermanos Raúl y Adriana Salinas de Gortari; pudimos conocer así la ingenuidad diplomática de Fox ante la artera maña de Fidel Castro, y más recientemente las de la pareja Bejarano-Padierna y las de Martí Batres y Alejandra Barrales planeando la toma de la tribuna de la Cámara de Diputados para impedir una votación adversa a su partido, el PRD.
Más atrás, recordamos que Andrés Manuel López Obrador exhibió las grabaciones de Roberto Madrazo en 1994 y que Octavio Romero, actual oficial mayor del gobierno del DF, espió a ese mismo priista y como fruto de su labor ofreció a la prensa, también en 1994, ochenta casetes.
Espían los priistas y los perredistas, hijos de un mismo vientre político: se espían entre sí, se exhiben y se acusan, se arrojan mutuamente grabaciones. Corruptos hasta el tuétano. Los medios de comunicación, si cae en sus manos material de esta índole, están obligados a darlo a conocer, aunque eso constituya un delito, porque delito mayor sería ocultar información de interés público: conversaciones entre funcionarios sobre temas de interés general.
¿Cómo salir de esta miseria? ¿Cómo pasar de las patadas bajo la mesa a las ideas sobre la mesa? Enrique Krauze ofreció una salida a este complicado reality show político en el que nos consumimos: organizar un espacio propio cuyo propósito sea elevar la calidad del debate público. Mientras no construyamos ese espacio de diálogo público tendremos que conformarnos con conocer la verdad de los asuntos públicos a través de viciadas conversaciones privadas. –
Nada que decir
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