Fieles enemigos

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Una mujer deja de remar: tiene ampollas en las manos, la espalda ardida por el sol, todo el cuerpo adolorido. Se desliza por la borda hacia el agua. En silencio, con brazadas lentas, lucha contra la corriente. Observa su propia cabellera larga flotando como una medusa. Divisa una isla. Se deja llevar por las olas, que la depositan en la arena. Ante ella aparece una silueta con un halo que deslumbra. Es un hombre llamado Viernes. La isla a la que ha llegado es la de Robinson Crusoe, en este caso escrito Cruso. Y ella se llama Susan Barton:

Náufraga —dije con mi lengua seca y pastosa. Soy náufraga. Estoy completamente sola. —Y le enseñé mis manos llagadas…

Quizás porque en las jerarquías de la supervivencia estricta se relativizan tiranías y crueldades, a pesar de contener pasajes donde ocurren mutilaciones, vejaciones, violaciones morales y sexuales, manifestaciones diversas de violencia, interna y externa, Foe es, dentro de la carrera novelística de J.M. Coetzee, el libro que contiene mayor carga lírica, con todo y que nunca abandona su tono austero y contrario al sentimentalismo. Me atrevería a decir que incluso existe una dulzura que envuelve la narración. No sabría en qué medida sea esto un resultado formal, emanado de la prosa tributaria de los orígenes de la novela inglesa, o si salga de la ternura desesperada de los personajes envueltos en una lucha común por sobrevivir, en esta serie de relaciones terribles y extremas que consigna la novela: la de Cruso con Viernes, la de Susan Barton con Foe, la de Viernes con Susan, la de Susan con Cruso.
     La vitalidad de la narración, el brío y el brillo los aporta sin duda alguna Susan Barton, personaje que está tomado, hasta cierto punto, de la heroína Roxana (1724) de Daniel Defoe. El estudioso Dominic Head ha señalado: “Roxana bien puede leerse como un texto contradictorio que castiga a su protagonista femenina por incorporar paradójicos deseos masculinos de libertad sexual combinados con éxito material y estabilidad social.” Susan Barton, en cambio, se salva a través de la duda. Cuestiona todo lo que le ocurre y va adquiriendo así un perfil propio.
     Si damos un repaso a los caracteres del libro, nos percatamos de que el Cruso de Coetzee no es un homo faber, recursivo e ingenioso, como el Crusoe de Defoe. Éste más bien se limita a sobrevivir. Ni siquiera tiene sueños de salvación o grandes anhelos. Es un hombre achacoso y viejo, casi derrotado.
     Por su lado, el personaje Foe, que es el escritor Daniel Defoe, escrito el apellido a la usanza original, es casi un tipo de la picaresca, buscado por deudas monetarias, con altibajos financieros, sin hogar estable, y sin un alma transparente: es sagaz y se ha construido un oficio sólido como narrador, pero no se sabe qué encontrar en el fondo de su mirada.
     Finalmente, Viernes es una presencia inquietante y conserva esa condición a lo largo del libro. Según han señalado algunos críticos (destacan Gayatri Spivak y Hena Maes-Jelinek), en su denuncia del colonialismo, Coetzee se niega a otorgarle voz propia (o, para el caso, mundo interior inteligible) a su Viernes. El mutismo de este esclavo (consecuencia de su lengua cercenada) queda como una herida abierta, un recordatorio de las atrocidades cometidas por el hombre blanco al ocupar tierras marginadas de su civilización. En la perspectiva de Coetzee respecto a este juego de equilibrios entre la opresión y la sumisión, parecería asomarse la sentencia de Eckhart Tolle: “el poder sobre los demás es debilidad disfrazada de fuerza.
     Foe se inicia como una revisión crítica, una reescritura de Robinson Crusoe que pone al día algunos de sus elementos básicos. A diferencia de ese hermoso libro que es Viernes o los limbos del Pacífico, donde Michel Tournier desarrolla una variante de la historia de Crusoe poseedora de un encanto amable y una ligereza natural, en la novela de Coetzee la alegoría primera se anuda en un juego más complejo de valores y una ramificación inacabable de sus implicaciones: donde imperaban los viejos postulados de la civilización occidental entra una aciaga visión postcolonialista donde se apuntalaban los dogmas de la fe cristiana, entran las dudas de la identidad, la otredad, del sentido de la existencia. En lugar de la presencia masculina, patriarcal, que imponía su dominio y sus reglas, surge la voluntad femenina, el poder de la rebeldía y el cuestionamiento.
     Hacia la segunda parte, al entrar a escena el personaje de Daniel Foe, tras morir Cruso en el barco que lo rescata junto con Susan y Viernes, el libro abraza un nuevo renglón principal: aprovechando que la de Defoe es una obra considerada canónica, esta paráfrasis toma soterradamente la forma de una discusión sobre las funciones de la novela, sus licencias lícitas, sus posibilidades expresivas, los lineamientos de una estética en cierto modo fiel a la realidad de la que se nutre.
     En este aspecto, la discusión teórica que abre Foe antecede aquella que se ahonda y complica en Elizabeth Costello (publicada en el 2003, diecisiete años después de la aparición de Foe en su versión inglesa).
     Tras buscarlo y por fin encontrarlo, Susan Barton le refiere a Foe las aventuras de Cruso en la isla, y las suyas propias. Pretende que él las novelice. Pero respinga ante la tendencia del escritor profesional hacia los artificios, los acentos de efecto dramático. Foe intenta condimentar la narración con peripecias y amenazas continuas.
     Como si fuese una lejana abuela de Elizabeth Costello, Susan Barton se niega a agregarle al relato de Cruso caníbales o piratas que nunca existieron:

¡Dios mío! ¿Cuándo llegará el día en que se pueda contar una historia desprovista de extrañas circunstancias?

Quizás de este enfrentamiento entre los criterios de Susan Barton y Daniel Foe es que nace el título del libro, ya que foe en inglés significa enemigo. Como creadores de un relato, Susan y Daniel Foe son enemigos fieles, inseparables, mitades de una misma dualidad. Foe es el reputado novelista, Susan es una cría desobediente e indócil, poseída por el ímpetu de narrar una historia: por algo, mientras naufraga, se da el tiempo para observar cómo su cabellera, suspendida en el agua, se asemeja a una medusa.
     “Nadie —nos dice Coetzee en su ensayo sobre Defoe en Stranger Shores— quiere leer sobre hijas dóciles.” Y, sí, Cruso somete a Viernes, pero no logra someter a Susan Barton, cosa que tampoco logra Foe. En algún momento del libro, Susan se acuesta con Cruso; en otro se acuesta con Foe. Pero nunca se convierte, verídicamente, en su pareja, nunca pierde su voluntad de autonomía, su condición individual. Desde luego, Foe no está concebido como un alegato feminista, pero termina brindándonos a esta formidable figura emancipada (si bien contradictoria: ya en otro escrito he apuntado cómo Susan es, en ocasiones, también, abnegada y prejuiciosa y terca). En términos de una aseveración contestataria dentro de la presente novela, que es tan política como literaria, Susan Barton podría llegar a representar el comienzo del fin de las opresiones.
     En el clima inclemente de la ficción coetzeeana esto es un hecho raro. Pero resulta pertinente, ya que al final de esta pequeña joya, esta obra maestra que apenas rebasa las ciento cincuenta páginas, se recobra la riqueza de la alegoría y de lo mítico, y se impone el potencial más poético: el párrafo con que cierra Foe nos trae a la mente esa tónica del Perse cuyos versos he tomado como epígrafe: de pronto el ensueño y el lirismo se adueñan de las páginas y la severidad se disuelve en un vaivén gentil de ritmo acuático. –

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