Fragmento

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     Los demás, que son el infierno, añaden a tu rostro una capa de rememoraciones.
     La diluyen también
     o la retiran, agravándola:
     polvo que reducido a polvo
     se acumula.
      
     *
      
     Los demás, que son el infierno, añaden a tu rostro un silencio equivocado.
     Lo llamas el destiempo, y no te escuchan.
     (No están para escucharte. Quieren todo.
      Sin la hora, los minutos les sobran.)
     Lo llamas la separación
     o la ceniza,
     la voz que bastaría para decirse muerto.
      
     *
      
     Los demás, que son el infierno, retienen las formas de tu cara en las inmediaciones
      del anochecer:
     la hora en que todo lo visible
     retrocede, y la primera lámpara
     enciende una segunda,
     ya menos arbitraria y menos dulce.
     (Sombra, mi
     sombra, no seré yo quien te proteja.)
      
     *
      
     Los demás, que son el infierno, retienen las formas de tu cara en las formas de tu cara.
      En el mundo
     no se acaban las puertas,
     no terminan los nichos.
     Y no porque haya tantos habrá uno.
      
     *
      
     Los demás, que son el infierno, sonríen con los ojos, ven con las manos y descifran para ti
      el final de los pasillos.
     Afuera los árboles resienten
     el estrago de la serenidad,
     y el reposo los hunde.
          Tú debes nada
     más entrar, o nada.
     Soy el que busco el que busca el que buscamos.
      
     *
      
     Los demás, que son el infierno, sonríen con los ojos, te llaman con los párpados
     y al cabo se repliegan en tu nuca.
     Míralos: ¿pintan de negro las últimas estrellas?
     Lo hacen
     si oscurecerse conviene a la mirada.
      
     *
      
     Te llaman con los párpados.
     Se diluyen también, o se detienen:
     al cubrir mis tobillos
     resolvió detenerse la marea.
      
     Llamándote nosotros, pese a todo.
      Que somos el infierno. –

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