Georg Brandes: El descubridor de Nietzsche

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La Gran Guerra convenció a Georg Brandes, quizá, de que era un solitario y siempre lo sería, que las giras triunfales como aquella de Nueva York –disuelta por la policía apenas en junio de 1914, cuando quienes iban a escuchar su conferencia sobre Shakespeare se amotinaron– eran una ilusión. Confinado en Copenhague, a la vez víctima y vocero de la neutralidad danesa, Brandes volvía a ser un hombre apartado del mundo, presa de la zozobra de tener amigos dispersos en países beligerantes, algunos de los cuales, fuera cual fuera el desenlace de la contienda, no le perdonarían su pacifismo. Caía sobre él, lógicamente, la melancolía de ver derrotada la civilización a cuya literatura había dedicado ese monumento antinacionalista que eran Las grandes corrientes de la literatura del siglo XIX (1872–1890).1

En ese trance, Brandes se refugió en los varones representativos que habitaban las necrópolis preferidas de un hombre a quien la muerte y su encanto sobrenatural lo entusiasmaban muy poco. Dedicó esos años a escribir una biografía de Julio César y otra más de Voltaire (1918), y de Miguel Ángel (1921), y de Goethe (1922).

Las biografías no son lo mejor entre lo que escribió Brandes: su tendencia al equilibrio, su gusto por la ponderación, lo convierten, a veces, en sólo un biógrafo de referencia, más preocupado en edificar al público que en explorar la vida de los grandes personajes: tendía a la producción de estatuas en serie. Pero antes que Stefan Zweig, Emil Ludwig y André Maurois, antes del auge comercial de la biografía estuvo Brandes, y en él se inspiraron aquellos.

Personajes menos aparatosos, como Benjamin Disraeli (1804-1881), el primer ministro de origen judío de la reina Victoria, o Ferdinand Lassalle (1825-1864), el jefe socialista alemán, también judío, se prestan mejor a su talento retratístico. O John Stuart Mill, a quien el crítico conoció en Roma en 1870 y de quien dejó un retrato en Creative Spirits of the Nineteenth Century (1924), que en realidad dibuja a la pareja compuesta por Mill y su llorada esposa, retrato que a Brandes, a la vez un feminista y un hombre a quien aburría el matrimonio, no podía serle indiferente. Tuvo Brandes varias amigas, algunas sus amantes, otras no, casi todas ellas casadas, con las que recorrió el continente haciendo gala de una osadía escandinava que escandalizaba.

Pero volvamos a Disraeli y a Lassalle, que, a diferencia de los Goethe y de los Voltaire, no eran inalcanzables para su biógrafo, un hebreo emancipado que los tenía por sus héroes con esa discreción (o cierta vergüenza) que caracterizaba los tratos de aquel judaísmo decimonónico con la gentilidad. Brandes amaba a Lassalle como lo amó el poeta Heine y tantos otros de sus contemporáneos, amor que como biógrafo hubo de mesurar en Ferdinand Lassalle (1881), un libro sencillo y bien documentado. Puente que a la distancia parece fantástico entre Marx y Bismarck, padre del movimiento obrero y de su socialdemocracia lo mismo que profeta del nacionalismo prusiano, Lassalle murió en un duelo, tras haber contrariado a la familia de su amada. Grand oseur et grand poseur, Lassalle es el héroe romántico de Brandes, y es natural que ninguno de los escritores románticos de los que hizo historia literaria le merezcan tanto entusiasmo.2

¿Disraeli o Lassalle? A esa disyuntiva, que refleja dos ejemplos no tan contrastantes del triunfo judío, dedicó Hans Mayer un capítulo de su Historia maldita de la literatura (1975), libro en el cual, entre muchos otros descubrimientos capitales, leí por primera vez el nombre de Brandes.3 Retomando la disyuntiva que Mayer ofrece, digamos que Brandes fue, durante muchos de los años de Victoria y de su hijo Eduardo, el primer ministro de la literatura europea, de origen extraño (danés y judío) y, por ello, figurativamente ennoblecido en tanto que conservador de la tradición, como Disraeli lo fue en los hechos, al ser convertido por la reina en Lord Beaconsfield. Pero, al mismo tiempo, Brandes era otro de los típicos “aventureros judíos”, el compañero de Ibsen y el corresponsal de Nietzsche, un feminista de reputación sulfurosa ligado al mundo radical.

Los ochenta años de Brandes le fueron festejados en 1922 con un entusiasmo internacional que asombra. Fue comparado con Miguel Ángel, exaltado como el único danés que le haría compañía inmortal, no sé si en el paraíso o en el infierno, a Hamlet y regalado, tras ascender trabajosamente la Acrópolis, con una recepción en que se burló del rey Constantino I de Grecia, su anfitrión. En 1925 fue Freud quien lo visitó en Viena y logró entusiasmarlo con sus teorías, que el viejo crítico había despachado como expresión del ánimo sicalíptico del decadentismo. La vida pública de Brandes se extinguió tras despedirse de Romain Rolland, su camarada pacifista durante la Gran Guerra, y luego de pasar por el cedazo de André Gide, el nuevo maestro, con el cual no congenió gran cosa. Apollinaire –al parecer el tema del desencuentro– no podía ya ser apreciado por Brandes, quien murió con la mente lúcida en Copenhague, tras una visita de su nieto, el 19 de febrero de 1927.

Fue Brandes uno de los grandes críticos literarios. Por la variedad de sus intereses y su ánimo cosmopolita supera con mucho a Sainte-Beuve, que, como Roland Barthes un siglo después, poquísimo interés tuvo en las literaturas que no estaban escritas en francés. Tiene su mérito que Brandes haya logrado el dominio de la literatura contemporánea habiendo nacido en Dinamarca, un país pequeño y entonces humillado, y que lo haya hecho escapando de los límites de una lengua minoritaria, logro que compartió con el noruego Henrik Ibsen (nacido en 1828) y el sueco August Strindberg (nacido en 1849), quienes fueron respectivamente, en buena medida, su hermano mayor y su hermano menor. De no haber invertido tal cantidad de tiempo en supervisar sus traducciones al alemán y al inglés, Brandes habría escrito más, mucho más, lo cual no habría sido necesariamente bueno.

No tuvo Brandes, para seguir con las comparaciones, la aguda, certera, selectiva inteligencia de Cyril Connolly ni se respaldó en una teoría de éxito universitario, como Taine y Barthes. Pero fue tan influyente, durante la Bella Época, como lo serían después los estadounidenses Lionel Trilling y Edmund Wilson, a los que se parece por haberse dirigido a los lectores con un mensaje público y liberal sin renunciar a hacerlo desde la torre de marfil o el castillo de Axel. Fue Brandes, finalmente, más un conferencista que un profesor y su influencia hace un siglo, parecida a la que actualmente disfrutan George Steiner y Harold Bloom, no contó con la hospitalidad de La Sorbona, Yale u Oxford. Y quizá tampoco necesitó de ella.

 

El radicalismo aristocrático

Todo el párrafo anterior puede abonarse a la historia trágica o maldita o fatalmente parasitaria de la crítica literaria, siempre y cuando se asuma que Brandes, gracias a su prominencia como crítico, vivió su gran momento como el descubridor que fue de Friedrich Nietzsche. Al leer al filósofo (y escribirle cartas y promoverlo con entusiasmo), Brandes mostró su propia estatura y cambió el sentido de su posteridad. ¿A los filósofos no se los descubre como si fueran continentes o estrellas? Quizás aproximarse a ellos, atisbarlos en el horizonte, darles un nombre y traducirlos y efectuar las tareas de desembarco en la tierra nueva requiera del talento náutico del descubridor, el norte del cartógrafo, la imaginación del cruzado, la temeridad del conquistador, y todos esos atributos los desplegó Brandes ante Nietzsche.

No fue Brandes el primero de los lectores extranjeros de Nietzsche, pero fue el más oportuno, la persona exacta que la obra del autor de Humano, demasiado humano (1878) necesitaba en ese momento, cuando el filósofo se estaba alejaba del mundo de los cuerdos. Søren Kierkegaard, el filósofo danés cuya pesadísima herencia sustituyó el crítico por la de Nietzsche, había dicho que al crítico lo define el sentido de la oportunidad. A su verdadera cita llegó Brandes puntualmente. Y Nietzsche, quien hablando contra Sainte-Beuve condenaba, en El crepúsculo de los ídolos (1889), a los críticos a errar como eunucos, ajenos a la virilidad del creador, acabaría por deberle su reconocimiento a un personaje que se ajustaba a esa caricatura.

El nietzscheanismo, como lo explica Ernst Nolte, nació cuando Nietzsche ya se había hundido en las tinieblas. El Archivo fundado por su hermana Elisabeth Förster-Nietzsche arrancó como sede de la propaganda sectaria mientras el filósofo deliraba puertas adentro del edificio, primerísima reliquia del nuevo culto.4 Apenas tres años antes, a fines de 1887, cuando Brandes escribe a Nietzsche por primera vez, el filósofo era poco conocido más allá de las indignadas facultades de filología. Había un círculo de fieles en Viena y otro en Berlín: con este último, a través de Paul Rée y de Lou Andreas-Salomé, debió el crítico entrar en contacto. Brandes ignoraba, por cierto, intimidades como el triángulo de 1882 entre Rée, Lou Andreas y el filósofo, pues en una de las cartas le pregunta, candorosamente, a Nietzsche si los conoce.5

El radicalismo aristocrático, el ensayo de Brandes sobre Nietzsche, aparecido originalmente en Deutsche Rundschau en 1890, se vio seguido por la primera oleada de nietzscheanismo, crecida por la eficaz propaganda negativa de Max Nordau, quien en Degeneración (1892) incluyó a Nietzsche como una especie particularmente ponzoñosa en el bestiario de la literatura y el arte modernos. El morbo atrajo a Gabriele D’Annunzio, a Bernard Shaw y a W.B. Yeats, quienes ofrecieron, en la novela, el teatro y la poesía, variaciones de la novedosa doctrina. Pronto el bacilo se esparció hacia Rusia, donde se convirtió un grupo de “marxistas legales” que incluía a Maxim Gorki, al futuro existencialista cristiano Berdiáev y a Anatoli Lunacharski, quien sería ministro bolchevique de cultura. A ese tiempo apostólico se remonta la idea de casar a Nietzsche con Marx, y esas malhadadas nupcias dieron como resultado que el primer nietzscheanismo haya sido, pese al escándalo que suscitaba entre los socialdemócratas alemanes, una doctrina de izquierdas, herética, ateizante, anticristiana, contestataria y antisemita (lo cual entonces era común), que hizo ebullición precisamente en los salones de los socialistas, los anarquistas y las mujeres cultivadas que Nietzsche execraba.

Que Brandes haya sido el descubridor de Nietzsche tiene su razón de ser en la propia literatura escandinava, y nada más justo que fuese el crítico danés quien comunicara la buena nueva a Ibsen y a Strindberg, instándolos a leer al filósofo que ellos habían anunciado sin saberlo ni sospecharlo, preparando al mundo, con Espectros (1881) y La señorita Julia (1888), para el evangelio de Así habló Zaratustra. La opinión que Nietzsche tenía de Ibsen no era buena (lo llama “solterona” en Ecce homo), pues no se percataba de que la feroz crítica de las costumbres emprendida por los escandinavos tenía un fondo irracional que le competía.

El descubridor de Nietzsche no fue un nietzscheano. Se quejó de su grosera parada de profesor alemán y lo previno, un tanto ingenuamente, contra la tendencia de los filósofos a deducir teorías generalizando experiencias personales. No le escribió Brandes (que nacido en 1842 era dos años mayor que Nietzsche) por vez primera con ánimo de prosélito ni lo cortejó con servilismo, y cuando se enteró, primero, de su colapso y, diez años después, de su muerte, lo compadeció en un tono recatado y burgués. En aquella carta del 26 de noviembre de 1887, Brandes confesaba: “Usted no se parece a mí, es otro y tan otro que no me siento tranquilo en su presencia."6

Brandes señala, casi de inmediato, sus reservas ante la condena nietzscheana de la piedad y le aclara que no transige (ni lo hará) con la misoginia del filósofo, la cual, en El radicalismo aristocrático, atribuirá a las malas experiencias de Nietzsche con las mujeres, de las que tenía, concluye, un escaso conocimiento. A Strindberg, también, Brandes lo regañó por su antifeminismo, lo cual no quiere decir que el crítico gozara de la admiración unánime de las feministas escandinavas, con las cuales tuvo virulentas polémicas.7

En su respuesta, escrita en Niza el 2 de diciembre, Nietzsche halaga a Brandes llamándolo “buen europeo”, pero lo ofende al decirse agradecido de que “un misionero de la cultura, como usted”, se cuente entre los escasos admiradores de su obra, entre los que menciona a Jacob Burckhardt, Hans von Bülow, Hippolyte Taine y Gottfried Keller. A vuelta de correo, Brandes le responde que lo de buen europeo pasa, pero no la calificación de misionero, pues “odio toda misión; no he encontrado en mi vida más que misioneros moralizantes”.8

Se equivocaba Brandes al darle un cariz moralizante o cristiano a lo que se le señalaba, pues el crítico era, en gran medida, ciertamente un misionero dedicado a la propagación de la gran tradición europea, en la cual tuvo el tino de colocar a Nietzsche como el último avatar de Voltaire y Goethe. Pero Brandes no era, como Nietzsche se autodefinió, “un campo de batalla”, sino una ecúmene donde convivían el romanticismo y el clasicismo, Stuart Mill y Strindberg, y a la cual había que agregar todas las incidencias de la guerra nietzscheana.

A través de las cartas, que sólo fueron veintidós de ida y vuelta entre 1887 y 1889, los nuevos amigos intercambian retratos (“¡Qué ojos tiene usted!”, dice Brandes), comparten a sus dioses penates (Stendhal, Taine) y hablan del romanticismo alemán. Brandes confiesa que La joven Alemania (el tomo que cierra Las grandes corrientes de la literatura del siglo XIX) no es su mejor libro (lo cual es cierto), y Nietzsche repite su conocida noción de que el verdadero romanticismo alemán está en la música y no en la literatura, donde dominan los franceses. Nietzsche, a pedido de Brandes, le envía unas notas biográficas un tanto fantasiosas con las que el crítico, tras quejarse del desorden de sus propios métodos de trabajo, elaborará el ensayo de 1890. Y difieren sobre Dostoievski. A Brandes, autor de unas Impressions of Russia (1889) y a quien se le impediría (por su simpatía por la independencia polaca) dar una nueva gira de conferencias en el imperio de los zares, no le gustaba Dostoievski. En un tono inusualmente duro escribe el crítico: “Es un gran poeta, pero un ser repugnante, cristianamente emocional y al tiempo sadista [sic]. Toda su moral es la que usted llama moral de esclavos."9

Lo esencial, en la correspondencia, es el alborozo de Nietzsche por las conferencias que Brandes pronunció en Copenhague sobre su obra, y su felicidad ante el término “radicalismo aristocrático” que el crítico había encontrado para definir toda su obra. A cambio, Nietzsche ofrece, en la carta del 19 de febrero de 1888, uno de sus más preclaros atisbos como agonista de la modernidad: “Le estoy muy agradecido por sus observaciones sobre modernidad, porque casualmente en este invierno me preocupa menos este problema, con seguridad el más importante de todos: floto alrededor de él, como un pájaro, con la mejor intención de observarlo desde arriba con un ojo lo menos moderno posible.”10

“Somos un par de comediantes satisfechos de habernos encontrado”, festeja Nietzsche. Brandes le recomienda las sagas islandesas, le cuenta cómo ha entusiasmado a Ibsen y a Strindberg con su obra (y este y Nietzsche alcanzarán a intercambiar algunas cartas con motivo de El caso Wagner). Finalmente, quiso iniciarlo en el conocimiento de Kierkegaard, espíritu religioso y “cristiano absoluto” que el liberalismo de Brandes nunca hubo de digerir del todo. El alemán, que se dijo entusiasmado ante la posibilidad de leer al “psicólogo” danés, ya no tuvo tiempo de hacerlo y no hay acuerdo entre los especialistas si a Nietzsche le habría sido de provecho el autor de Temor y temblor.11

Nietzsche nunca llegó a leer El radicalismo aristocrático, publicado cuando ya se encontraba al cuidado de su madre, tras el incidente de Turín en que el filósofo se abrazó al cuello de un caballo para protegerlo del látigo del cochero. Pero, tal como Nietzsche se había presentado flotando alrededor del problema de la modernidad, Brandes lo había distinguido, a primera vista, entre los modernos, sagacidad que el crítico ya había probado previamente, ante Flaubert, Renan, Taine, Stuart Mill o, inclusive, George Sand. Ello no quiere decir que Brandes haya comprendido la totalidad del fenómeno, desmesura que se les suele pedir, con la mano en la cintura, a los descubridores. Es notorio que ignoraba parte de la obra y que la fuente principal de El radicalismo aristocrático son Así habló Zaratustra (1883-1885) y las Consideraciones intempestivas (1873-1876): el primero le parece a Brandes, entre otras cosas, un poema “polaco” al estilo de los de Mickiewicz y Slowacki, y las segundas lo impresionan por el antihistoricismo, la idea de que los sofismas del historiador tornan inepto al hombre y corrompen su educación, acaso la idea nietzscheana que más lo perturbó.

En El radicalismo aristocrático, a su vez, Brandes identifica a Nietzsche con el militarismo prusiano, y se vacuna contra la interpretación parafascista y totalitaria que del nietzscheanismo se realizará, sobre todo, a partir de 1914. Ibseniano, Brandes celebra que Nietzsche, como el dramaturgo noruego, encuentre en el Estado al “más frío de los reptiles fríos”.12 Pero la Gran Guerra separará aún más al pacifista Brandes del nietzscheanismo. Tanto él como Nietzsche eran “veteranos” de la guerra franco-prusiana de 1870, el toque de clarín de su siglo, la movilización total que los trastocó. El primero la vivió como un personaje de La educación sentimental, a salto de mata con su amante, mientras que el segundo, que la hizo de enfermero, quedó fascinado por el sacrificio.

No es raro, tampoco, que de las opiniones nietzscheanas sobre los judíos no diga nada Brandes. En ese entonces, antes de las falsificaciones fabricadas por su hermana, Nietzsche podía pasar, al mismo tiempo, como antisemita y como prosemita, oscilaciones que un judío integrado como Brandes compartía en cuanto disidente anticristiano. Y finalmente, ambos recelaban de que una única civilización, “americana”, desplazara a Europa del centro de la historia. Nada bueno sacó Brandes de su visita de 1914 a Estados Unidos, ese pueblo, según decía, de “bárbaros rasurados”.

Particular importancia tienen, en la correspondencia, los intercambios sobre la Revolución Francesa y su legado. Se habla de Chamfort (“¡Guerra a los castillos, paz a las chozas!”) y Brandes le critica a Taine lamentar, ante 1789, un terremoto y, acto seguido, pronunciar un discurso conmemorativo sobre él. Nietzsche acusa recibo y se pinta como hijo, pese a todo, de la Revolución Francesa, ante la cual es imposible no pasar por quijotesco. Esa es la ilusión suprema que anima a los modernos, parece reconocer el filósofo.

Brandes fue recibiendo los libros de Nietzsche en pliegos que aquel mandaba encuadernar, práctica común en ese entonces para ahorrar en el precio del flete y ofrecerle al corresponsal el gusto de escoger la encuadernación al estilo de su biblioteca. Y fue en el otoño de 1888 cuando Nietzsche, que entonces trabajaba en La voluntad de poder, comenzó a enviar las llamadas “notas de locura” que recibieron, entre otros, Peter Gast, Cósima Wagner, Erwin Rohde, el cardenal Mariani, los Overbeck, el rey Umberto I de Italia. Brandes recibió la suya, escrita en Turín el 4 de enero de 1889, que decía: “Al amigo Georg: Después de que me has descubierto ya no fue difícil llegar hasta mí. Ahora la dificultad consiste en librarse de mí. El Crucificado.13

Es difícil pensar en una epopeya del reconocimiento tan venturosamente resumida.

Viejo, Brandes decía que había conocido personalmente a Nietzsche, y decirlo era más una ambigüedad que una mentirilla. En el artículo necrológico que escribió en 1900 se enorgulleció de haber vivido en un reino, lírico y crítico, marcado en un extremo por Ibsen y en el otro por Nietzsche. “Yo por casualidad fui amigo de los dos.”

Falsa modestia de Georg Brandes, el danés errante, el amigo de Europa. ~

 

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1. Las primeras partes de este estudio pueden leerse en el blog “Fragmentos” de Letras Libres: www.letraslibres.com

2. Georg Brandes, Ferdinand Lassalle, Adamant / Elibron Classics, 2005. Reproducción facsímil de la edición de Nueva York de 1911.

3. Hans Mayer, Historia maldita de la literatura, Madrid, Taurus, 1977, p. 343.

4. Ernst Nolte, Nietzsche y el nietzscheanismo, Madrid, Alianza, 1990.

5. Georg Brandes, Nietzsche / Un ensayo sobre el radicalismo intelectual, seguido de la Correspondencia particular entre Georg Brandes y Friedrich Nietzsche, desde el 26 de noviembre de 1887 al 4 de enero de 1889, con un artículo necrológico de Brandes sobre Nietzsche, escrito en 1890, trad. José Liebermann, México, Sexto Piso, 2004 y Madrid, 2008, p. 99. Se trata, al parecer, de la reedición de una vieja traducción argentina, que incluye algunas erratas y anacronismos. En Paul Krüger, Correspondance de Georg Brandes, iii, L’Allemagne, Copenhague, Rosenkilde og Bagger, 1966, pp. 380-392, se encuentra anotada (en francés) la correspondencia Brandes-Nietzsche, originalmente escrita en alemán.

6. Brandes, El radicalismo aristocrático, op. cit., p. 99.

7. Sobre las polémicas con Ellen Key y otras feministas, ver Doris R. Asmundsson, Georg Brandes / Aristocratic Radical, Nueva York, New York University Press, 1981.

8. Brandes, El radicalismo aristocrático, op. cit., pp. 94-98.

9. Carta del 20 de octubre de 1888, en Brandes, El radicalismo aristocrático, op. cit., p. 131.

10. Ibíd., p. 104.

11. Véase el resumen que hace Curt Paul Janz de la relación entre Nietzsche y Brandes en Friedrich Nietzsche. 3. Los años del filósofo errante, Madrid, Alianza, 1985 y 1994, pp. 469-473.

12. Brandes, El radicalismo aristocrático, op. cit., p. 94.

13. Brandes, El radicalismo aristocrático, op. cit., p 137.

 

 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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