Víctima indefensa del dominio público, Víctor Hugo ha tenido la desgracia de llegar a la posteridad como un mutilado de guerra. Por fortuna, el bicentenario de su nacimiento ha despertado el interés de muchos lectores por conocer de primera mano sus novelas más célebres, Los miserables y Nuestra Señora de París, pasados a cuchillo en el musical de Broadway y en la película de Walt Disney. Pero las efemérides literarias tienen otra utilidad: por unos días, las obras clásicas colocadas bajo la luz de los reflectores dejan de ser venerables monumentos y quedan expuestas a una revisión crítica. Sin demeritar al dramaturgo de la revuelta romántica y al novelista creador de arquetipos universales, en el caso de Víctor Hugo esa revisión no puede omitir la poesía, un prodigio de iluminación, sonoridad y poderío verbal que en vida del autor fue tan popular como sus novelas, pero ahora se lee poco, incluso en Francia.
Anterior al hermetismo de los simbolistas y a las metáforas irracionales de las vanguardias, la poesía de Víctor Hugo nos remite a una época en que la elocuencia predominaba sobre el arte de sugerir. Es un poeta demasiado explicativo para un lector contemporáneo y sin embargo mantiene intacta su capacidad de seducción. Desbordado como todos los románticos, ignoraba por completo las virtudes del laconismo. Pero ¡cuántas maravillas filtraba en medio de su incontinencia verbal! Los poetas desmesurados y torrenciales (Byron, Whitman, Neruda) a menudo sacrifican la condensación por el afán totalizador, pero en la obra de Víctor Hugo, la abundancia concentra el significado en vez de difuminarlo. Enamorado de las paradojas que revelan el doble fondo de las emociones (el dolor del hacha, la piedad del tigre, el amor del verdugo), versificaba con la naturalidad con que otros respiran, y a pesar de haber escrito muchos versos de circunstancias sobre todo en su juventud, cuando era poeta oficial en la corte de Carlos X, no hubo palabra ni materia a la que no pudiera sacarle destellos.
Las poesías completas de Víctor Hugo intimidan por su volumen al lector contemporáneo. Yo apenas comienzo a explorar esa vastedad, pero tuve la fortuna de empezar el recorrido por su cumbre más alta, Las contemplaciones, un volumen de 500 páginas escrito en la isla de Jersey cuando el poeta se concedió una tregua en su batalla panfletaria contra Napoleón III. El destierro de Víctor Hugo fue lo menos parecido a un calvario, pues las circunstancias políticas lo forzaron a cumplir el máximo anhelo de muchos escritores: retirarse a una casa frente al mar, donde tenía todo el tiempo del mundo para escribir. Junto a los placeres de la vida en familia, en Jersey disfrutaba la compañía de su amante Juliette Drouet (que lo siguió al exilio como una segunda esposa) y las atenciones de las gentiles mucamas que dormían en una alcoba vecina a la suya y, a decir del biógrafo Alain Decaux, nunca tuvieron empacho en acostarse con él. Se daba, pues, una vida de sultán mientras en Francia lo imaginaban comiendo el amargo pan del destierro.
En el verano de 1853, la familia Hugo recibió la inesperada visita de la vieja poetisa Delphine de Girardine, que de joven había sido amante de Chateaubriand. Delphine traía una novedad de París, las mesas magnéticas para hablar con los espíritus, que aún no tenían pintado el abecedario, como la tabla ouija, y funcionaban a base de golpes (un golpe equivalía a la primera letra del alfabeto, dos a la B, etc.). Desde su primera sesión magnética, la "fluidomanía" sedujo al poeta y quiso repetir la experiencia. Cada tarde se reunía con su familia a invocar los espíritus de Shakespeare, Esquilo, Racine o Napoleón Bonaparte, con quienes sostenía conversaciones de genio a genio. En las sesiones actuaba como médium su hijo Charles, un espíritu muy receptivo, que llegó a ser un puente indispensable entre la familia y el más allá.
Por ese tiempo, Víctor Hugo había empezado a escribir "Magnitudo parvi", uno de los grandes poemas de Las contemplaciones, en el que declara su estupor ante "la espléndida y siniestra espiral" de las esferas celestes. Lo que más le fascinaba del firmamento no eran las estrellas sino el océano de oscuridad donde flotan los astros, o para decirlo en la jerga moderna, los hoyos negros de las galaxias. Una tarde, cuando acababa de escribir: "Oh, si pudiéramos huir de nuestro centro y forzar la sombra donde sólo Dios entra…", un espíritu que nadie había llamado se hizo presente en la mesa con un golpe seco. "¿Quién eres?" le preguntó Charles. "La sombra", respondió. Como su hijo desconocía el poema que estaba escribiendo, Hugo descartó una tomadura de pelo. En los días subsecuentes, por intermedio de Charles, el numen le dictó palabra por palabra el extraordinario colofón de Las contemplaciones: "Lo que dijo la boca de sombra."
Ni los biógrafos más incrédulos de Víctor Hugo han logrado explicar cómo fue posible que Charles, un joven poco dotado para las letras, dictara a su padre un poema tan fabuloso sin el auxilio de un poder sobrenatural. Aunque la sombra imitó a la perfección el estilo de Víctor Hugo, el atónito copista siempre lo consideró una obra ajena, y hasta llegó a consultar con su editor si no cometería un plagio al incluirlo en el libro. Hasta la fecha, la sombra no le ha disputado la autoría, pero sigue flotando en el éter y no podemos descartar una demanda cuando algún médium vuelva a invocarla. ~
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.