Ícaro

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Cuando le dieron su pase de abordar

vieron que su maleta no pesaba nada.

Tuvo que abrirla. Estaba vacía.

¿Por qué su maleta viene vacía?, le preguntaron.

No tuve tiempo de hacer la maleta, dijo.

¿Por qué la trajo si viene vacía?

No me gusta viajar sin maletas.

También su equipaje de mano venía sin nada

y lo revisaron con ayuda de los perros.

Lo observaron durante el vuelo: rubio,

casi albino, muy alto, ensimismado y tímido.

La azafata, al servir el almuerzo,

le preguntó de mala forma si iba a comer.

Asintió, pero sus brazos demasiado largos

le impidieron manejar los cubiertos,

no probó casi nada y pegó la cara al vidrio.

Había pedido asiento de ventana

y su vecino gordo se fijó en el gesto

que estremecía sus hombros:

el gesto de alguien que se sacude

una adherencia que lo agobia,

un tic entre pueril y arcaico.

Era evidente que sufría por la estrechez

y, apenas descubrió un asiento libre,

el gordo emigró, no soportando ese calvario.

Más tarde se apagaron las luces

y pidieron que cerraran las cortinas,

pero él no quiso, absorto en mirar las alas.

Tuvieron que llamar al oficial en segunda.

Me mareo, dijo, si no miro las alas,

o tal vez dijo me muero.

Fueron sus primeras palabras en el vuelo

y también las últimas. Al fin lo convencieron

de no perjudicar la oscuridad de la cabina.

Para que se durmiera le ofrecieron una almohada extra.

Lo hallaron muerto después de la película. ~

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