David Calderón, Millet Gómez y Marco Antonio García en 'El día más violento'. Fotografía: Sergio Carreón Ireta

Introspecciones de la realidad

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Bárbara Colio, dramaturga, ha escrito más de quince obras, entre las que destacan Pequeñas certezas, Usted está aquí, El día más violentoy Cuerdas. En 2004, recibió en Madrid el Premio María Teresa León para autoras dramáticas, y ha sido becaria del Royal Court Theatre de Londres, el Sistema Nacional de Creadores de Arte y el Fondo Iberoamericano (Iberescena) para creación dramatúrgica. Sus obras se han presentado en México, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Perú e Italia.

 

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¿Cómo empezaste a hacer teatro?

Yo soy de Mexicali. Cuando era niña, mi hermana mayor se vino a vivir a la ciudad de México. Yo venía a visitarla todos los veranos con mi mamá y a las dos les gustaba mucho el teatro; me metían a ver las obras que ellas querían ver. Recuerdo que me impresionó mucho una Hécuba con Ofelia Guilmáin y Madame Butterfly con Héctor Bonilla. Definitivamente, no eran obras para niños. El teatro para mí siempre fue algo familiar. La casa mis papás está muy cerca del primer teatro que hubo en Mexicali. Yo me iba caminando a ver las obras. Pero también me gustaban las matemáticas y la física. Cuando llegó el momento de escoger una carrera, decidí estudiar ingeniería. Soy licenciada en sistemas computacionales administrativos.

 

¡Cómo crees!

Me la pasé cuatro años en la Facultad de Ingeniería cuando la población femenina ahí era del 20%. Y cuando empecé a estudiar en la UABC, había un taller de teatro. Actué en muchas obras, hice giras con ellos. Cuando acabé la carrera, formé un grupo de teatro. Trabajaba como analista de sistemas de producción hasta las seis de la tarde y luego me iba al teatro.

 

Llama la atención la actividad teatral del noroeste de México. Hay varias compañías, más o menos independientes, que tienen mucha continuidad. Hacen espectáculos que tocan temas locales y tienen mucho público. Viven de hacer giras entre Sonora, Baja California y Sinaloa. Algunos actores, como Jesús Ochoa, salieron de ese circuito. Es una parte del país que tiene su propio movimiento teatral. ¿Por qué no hay eso en todo el país?

Tiene que ver con el carácter de una región, tal vez. Crecemos con la idea de que lo que no hay se hace. Mexicali es el desierto. No hay nada. Es obvio que si va a haber algo, lo tienes que hacer tú. Yo hice teatro en cafeterías, estacionamientos, lotes baldíos, porque no teníamos acceso a un teatro y no íbamos a esperar a que apareciera de la nada.

 

La educación artística del centro del país es tremendamente paternalista. Con frecuencia se enseña a los jóvenes una cultura de la mendicidad, donde se extiende la mano antes de hacer cualquier cosa.

En Baja California, el teatro, como la música y la pintura, nació de la vocación de los artistas. Fue hasta los noventa que el centro volteó a ver lo que estábamos haciendo allá.

 

¿Por qué te fuiste a Tijuana?

En mi trabajo me querían ascender y yo temía que con más responsabilidades ya no pudiera hacer teatro. Me di un año sabático que coincidió con que se abrió el Centro de Artes Escénicas de Tijuana, que ofrecía un diplomado en teatro de un año. Tenía muy claro que había hecho las cosas de modo bastante empírico y que tenía muchísimo por aprender. Me gustaba más la dirección que la actuación, pero tenía mis dudas. En esa época empecé a escribir y todo se aclaró: entendí mi vocación. Sin embargo, yo quería bases, ciencia, no talleres donde cada quien leyera su texto y todos discutieran. Y, después de mucho investigar, decidí que en ese momento la plataforma más seria de pedagogía dramatúrgica era la de José Sanchis Sinisterra. Me puse en contacto con él, le envié algunas de mis obras y me invitó a estudiar con él en Madrid. Sin beca ni nada; invertí todos mis ahorros. Me fui a todas sus clases. Y ya estando ahí también estudié con Juan Mayorga en la RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático). Aunque no estaba inscrita, él me permitía escribir los ejercicios y las tareas de su taller. Fue una época que disfruté mucho porque en la ciudad de México, por el temperamento norteño o lo que sea, siempre me dicen que soy muy agresiva y que tengo un carácter muy fuerte, y en España me decían que era muy dulce, entonces era la más feliz. En los talleres podíamos criticar nuestros textos y luego ir a tomarnos una cerveza sin problema.

 

¿Cómo llegaste al Royal Court?

Estando en España, me enteré del programa, apliqué y me aceptaron. Y me volví a ir sin ningún apoyo. Fue una lluvia de cosas. Había masterclasses muy interesantes de Harold Pinter, Mark Ravenhill, Martin Donovan y no sé cuántas celebridades más, pero lo más valioso fue trabajar con veinte dramaturgos jóvenes de distintos países, confrontarme con tantas ideas distintas de cómo escribir teatro. Estudiar la poética teatral de un dramaturgo de Kosovo, por ejemplo, contrastar cómo entendía el tiempo o la luz. Ese fue el gran aprendizaje. Yo ahí escribí La boca del lobo, que fue la obra que me trajo a la ciudad de México so pretexto de querer estrenarla en La Capilla dirigida por mí.

 

¿Cómo te fue como directora?

Ya lo había hecho en Baja California, pero sí fue un shock ver el individualismo de cómo se hace teatro aquí; la especialización: yo solamente hago esto.

 

En las escuelas se conceptualiza el teatro sobre el modelo de gran compañía cuando en realidad una obra la pueden hacer dos personas. Lo primero tuyo que vi fue Pequeñas certezas, dirigida por Claudia Ríos. El público se conectaba muy bien con un conflicto de la frontera. Recuerdo que había muchos momentos donde la obra se alejaba de cierto realismo. ¿Cómo es tu relación con esa palabra diabólica: realismo?

Es una palabra diabólica. En la vida me topo con muchas situaciones y personajes tan estereotípicos que si los escribiera, seguro me dirían que qué mal. En el teatro uno tiene que crear su propia versión de la vida. Así entiendo yo el realismo. Pequeñas certezas es una obra que se sitúa entre la ciudad de México y Tijuana. No es sobre la frontera sino sobre las ausencias. Se presentó, en distintos montajes, en Lima, en Gales, en Londres, y pasó perfecto. Recuerdo que, en Estados Unidos, un espectador a mi lado decía: sí, claro, mi mamá es así.

 

¿Cómo fue que te interesó el paradigma de Antígona?

Un día vi una foto en el periódico de Isabel Miranda de Wallace sentada con Calderón. Me pareció terrorífico que habiendo tantas instancias de gobierno entre los dos (policía, PGR, etcétera), ella tuviera que llegar a la instancia más alta para que se le tomara en serio. Inmediatamente, pensé en Antígona, en el heroísmo, en la incertidumbre en que vivimos. La obra se articuló como una reflexión contemporánea a partir del personaje clásico.

 

Esa Antígona hoy sueña con ser Creonte.

Ya ni me digas.

 

Mejor hablemos de tu colaboración con la CNT.

Luis de Tavira me invitó a escribir un texto sobre la Revolución, lo cual me emocionó porque nadie me había comisionado una obra. Después de mucho leer, encontré lo que quería escribir en dos renglones de un libro que se referían al 18 de noviembre de 1910, cuando Aquiles Serdán es atacado en su casa. Su hermana Carmen se une a la causa. Él es muerto y ella vive treinta años más. La historia de dos hermanos, que comparten sus ideales: él es asesinado días antes del inicio formal del movimiento y ella vive lo suficiente para atestiguar la descomposición de la Revolución. Me pareció devastador.

 

¿En qué estás trabajando?

A finales de junio, se va a estrenar una obra mía corta en Roma que se tradujo al italiano. Es un proyecto muy interesante: son cuatro obras que se van a representar en arquitecturas significativas de la ciudad para hablar de la violencia que se está viviendo actualmente en Roma. Mi obra es un monólogo que se va a representar en la entrada del Coliseo. Se llama Semillas de fresas entre los dientes. ~

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(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.


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