Jorge y Javier

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en memoria de Jorge Antonio Mercado

y Javier Francisco Arredondo Verdugo,

y para los estudiantes del Tec que la mantienen viva

 

El 19 de marzo pasado se cumplieron dos años de la muerte de los estudiantes Jorge Antonio Mercado Alonso y Javier Francisco Arredondo Verdugo, del Tecnológico de Monterrey, resultado de un enfrentamiento entre miembros de la delincuencia organizada y el Ejército Mexicano a las puertas de la institución. En un principio, la Procuraduría General de Justicia de Nuevo León, con información supuestamente provista por el Ejército, negó que las víctimas fueran estudiantes y afirmó que se trataba de delincuentes armados. La escena del crimen fue alterada a tal punto por miembros del Ejército que las investigaciones posteriores resultaron improcedentes (la PGJ se declaró incompetente). Según el reporte de la CNDH (núm. 45/2010), personal de la Sedena destruyó la cámara de seguridad perimetral del Tecnológico, movió los cuerpos (a los que presumiblemente despojó de sus identificaciones) y les sembró armas. Con el paso de las horas quedó al descubierto que Jorge y Javier eran estudiantes, no delincuentes, y que se había intentado hacerlos pasar por tales y ocultar la verdad. El reporte señala que Jorge y Javier no murieron instantáneamente a causa de los impactos de bala que recibieron (cuyo origen queda indeterminado) y que ambos fueron golpeados antes de fallecer, además de que dos de las heridas por arma de fuego que presentaba el cuerpo de Jorge fueron hechas a menos de un metro de distancia. Hasta la fecha no se ha presentado a ningún responsable de los hechos ni se ha dado una explicación convincente de los mismos.

La noche del 19 de marzo –como tantas en Monterrey en los últimos años– fue una noche de ruido y de furia. Según el reporte militar, la unidad móvil Néctar Urbano 4 se cruzó en la avenida Constitución con una camioneta sospechosa a la que hizo el alto y que emprendió la fuga, iniciándose así una persecución que los condujo a la avenida Garza Sada, donde los militares comenzaron a ser atacados. Los vehículos, tanto de los agresores como del Ejército, quedaron inutilizados a la altura de la avenida Luis Elizondo, justo frente a las instalaciones de la universidad, debajo de un puente. Allí ocurrió la mayor parte del enfrentamiento. Los militares se parapetaron en la entrada de un banco en donde eran atacados tanto por los hombres de la camioneta como por diversos vehículos que llegaron en auxilio de los delincuentes, viéndose en algún momento en franca desventaja. El reporte de la CNDH consigna que al lugar llegó incluso una camioneta aparentemente de la policía estatal que ayudó a escapar a dos de los agresores originales (y que seguramente después, frente a las críticas al Ejército y contemplando el enfrentamiento entre la sociedad y sus instituciones, debieron regodearse frotándose las manos). Cabe destacar que esa noche no hubo un solo detenido. Y allí, en medio de ese infierno de balas y granadas, se encontraban Jorge y Javier, que se habían quedado a estudiar hasta tarde, y a quienes, todo parece indicar, en un primer momento los militares confundieron trágicamente con sus agresores y después –injusta, absurda, inaceptablemente– intentaron hacer pasar por tales.

El hecho no admite explicaciones fáciles ni maniqueísmos (debe de ser muy tranquilizador tener la buena conciencia del que, frente al drama generalizado que vivimos, hace responsable a una sola persona o institución; debe de ser muy tranquilizador no ser capaz de apreciar las complejidad ni los matices). Creo que nadie que en este momento apoye la intervención del Ejército en el combate al crimen organizado (entre los que me cuento) piensa que esta es una situación deseable; creo que la mayoría piensa que, desde luego, lo deseable sería que no fuera así, pero que, dadas las circunstancias actuales (con policías, como se ve, muchas veces al servicio de la delincuencia), no hay demasiadas opciones. Y sabe, naturalmente, que el Ejército puede incurrir en errores y excesos trágicos. Curiosa, inadmisiblemente, en esta discusión suelen desaparecer por completo los criminales, primeros y verdaderos culpables de la violencia (nada parece más necesario en estos momentos que una condena generalizada e inequívoca de la sociedad en contra de la delincuencia). El Estado tiene el derecho y la obligación de enfrentar al crimen con todos los medios legales a su alcance, pero cada vez que él mismo se aparta de la ley mina su legitimidad para cumplir esa obligación.

Al cumplirse dos años de la muerte de su hijo, la madre de Jorge declaró que lo único que esperaba ya de las autoridades (pues ha perdido casi toda esperanza de justicia), particularmente de las militares, era el reconocimiento público de que su hijo y su amigo no eran criminales, la plena rehabilitación de su nombre (la CNDH enfatiza también el “derecho al honor” de Jorge y Javier). Desde luego, hace falta más, hace falta el señalamiento y el castigo de los responsables. El Ejército y el gobierno deben llevar a cabo ya esa rehabilitación indispensable (y todas las de casos semejantes; no es imposible: lo hizo hace poco en el caso de la indígena guerrerense Inés Fernández Ortega, violada por soldados en el 2002) para seguir teniendo legitimidad en su combate al crimen. No será, en realidad, el honor de Jorge y Javier el que estén reivindicando, pues este ya está más allá de toda duda: será el propio. ~

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(Xalapa, 1976) es crítico literario.


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