José Luis Martínez

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Dice Gabriel Zaid que José Luis Martínez es “el curador de las letras mexicanas”, porque se ha dedicado a cuidar, organizar y hacer legible nuestra literatura. José Luis Martínez acostumbra leer de día y escribir de noche. Lo imagino en tantas noches solitarias, constante, indagando datos milimétricos en sus libros (vive en medio de una inmensa biblioteca, la más grande del país sobre temas mexicanos.) En otra parte ha dicho: “No hay retribución ni moral, ni mental, ni material” para este esfuerzo que “sirve como un recurso contra la soledad y el desamparo”. Miles de notas, miles de fichas, decenas de libros, tantas noches en soledad escribiendo sobre los orígenes de México: históricos (Hernán Cortés, 1990), literarios (Nezahualcóyotl: vida y obra, 1972), intelectuales (La emancipación literaria de México, 1955; El mundo antiguo de Fray Bernardino de Sahagún, 1981).
     Luego de su no muy afortunado debut como poeta (Elegía por Melibea, 1940), José Luis Martínez se percata de sus limitaciones creadoras y decide dedicarse a la crítica: “Confieso que llegué a sentir envidia, pero nada que me amargara…”, le dice a Cristina Pacheco. Podría parecer resignado a ejercer “una literatura menor”, pero hay que recordar que lo hace en el momento en que Alfonso Reyes, el mayor prosista de nuestra lengua, está escribiendo sus grandes ensayos críticos: La crítica en la edad ateniense, La experiencia literaria, etc. No era poca cosa querer parecerse a Reyes. Era hasta un chiste de sus años mozos (que “estudiaba para ser Reyes”). A su regreso a México en 1939, luego de sus embajadas sudamericanas, Reyes recibe al joven Martínez, le pone nombre a su revista (Tierra Nueva, que haría con Alí Chumacero, Jorge González Durán y Leopoldo Zea) y le entrega una colaboración inaugural. Además, se vuelve su amigo. Lo recibía en su biblioteca (que él fantaseaba con poder superar en número). En esa época, quizás gracias al influjo benefactor de don Alfonso, se da cuenta de que “unas son las gentes que quieren modificar las cosas… pero hay otra especie rara que son los que conservan los papeles y los ordenan… es una tarea menor, honesta, pero que es necesario hacer. Yo soy de esos”.
     Aunque continuó haciendo la crítica de su presente literario (más bien neutra), viró hacia el estudio del pasado, hacia los orígenes de nuestra literatura. Se dedicó entonces a leer y escribir sobre las letras de la Independencia y sobre la emancipación literaria, ocurrida medio siglo después. Al escribir esos ensayos, que conformarían más tarde La expresión nacional (1955), sabía que “realizaba una obra útil para la integración cultural de mi país”. No escribía buscando prestigio ni fama: buscaba expresarse a la par que rastreaba los orígenes de la expresión patria; escribía para librarse de “la angustia, la presión y el silencio”. Tras una febril producción literaria en los años cuarenta y cincuenta —como ensayista, antólogo, prologuista, editor y traductor—, coronó la década con la publicación de “De la naturaleza y carácter de la literatura mexicana” (1960), su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua; y luego de eso, nada. Nada importante publicó en la década siguiente.
     En 1964, en una entrevista con Margarita Peña, le confesó: “Puede suceder también que carezca de la vocación suficiente. Escribo muy poco, pero leo y tomo notas.” En 1968, como director del Instituto Nacional de Bellas Artes, le preocupaba, sobre todo, que los manifestantes “no me quemaran mis teatros ni me destruyeran mis exposiciones”. Decide entonces abandonar el país. Es nombrado, en 1971, embajador en Grecia. Al contacto con los vestigios del mundo heleno, voltea la mirada hacia el pasado. Le atraen, como historiador literario, los orígenes, los momentos fundacionales, tanto de México (Nezahualcóyotl, Sahagún) como del mundo entero (así lo prueba la generosa y sabia colección, única en su tipo, de El mundo antiguo). A su regreso a México, en 1977, dirige con tino durante un lustro el Fondo de Cultura Económica. Dentro de los orígenes de México ningún tema lo atraía más que el de la gesta de nuestro fundador, Hernán Cortés, que se propuso abordar sin apasionamientos ni ideologías cegadoras, haciendo acopio de una gran cantidad de información y luego dándole salida de una forma lógica, clara, elegante inclusive. Publica en 1990 su imponente biografía y poco después los cuatro tomos con los trescientos documentos cortesianos que pudo encontrar. Entró por la puerta grande de la historia, con la biografía de un personaje polémico; lo hizo para tratar de cerrar una herida nacional, y su labor fue calificada, entre otros por Manuel Alvar, como una obra maestra.
     A sus 86 años continúa en plena actividad, tomando notas, trazando proyectos, platicando con entusiasmo de sus últimas lecturas. Me recibe —cordial, afable, sereno, discreto— en su hermosa casa-biblioteca una tarde de julio. Afuera llovía tenuemente.

FERNANDO GARC&iAcute;a RAMÍREZ: A usted se le reconoce por haber rescatado, ordenado y fijado porciones muy importantes de nuestra literatura, por haber preservado nuestra tradición. En ese sentido, en el de conservador y transmisor del conocimiento, usted es un maestro. Quisiera que me hablara de sus maestros más significativos. ¿Por qué son importantes para usted Gabino y Ernesto Aceves?
      
     JOSÉ LUIS MSRTÍNEZ: Fueron mis maestros en la primaria, que cursé al lado de Juan José Arreola, en Zapotlán. Estuve primero como “párvulo” en una escuela de monjas francesas, que cerró debido a la persecución religiosa, fue entonces cuando aparecieron este par de maestros normalistas, padre e hijo, don Gabino y Ernesto Aceves, que fundaron una escuela llamada “Renacimiento”. Los recuerdo con mucho gusto, porque eran hombres muy cordiales, buenos e inteligentes, que nos despertaron el gusto por la lectura. Todo lo hacían interesante, no sólo la clase de lectura, incluso la geografía y la aritmética. No había clases de religión, pero sí enseñaban la historia de México. En esa clase nos contaron la historia de la Conquista, y se nos ocurrió hacer, en la hora del recreo, una representación de ese drama: a mí me eligieron como sumo sacerdote… Recuerdo con afecto a otro maestro, ya en la preparatoria: don Agustín Basave, que nos daba Literatura Mexicana. Nos decía que él, por la ambición de ser universal, se había olvidado de la literatura mexicana; nos aconsejaba: “No cometan el mismo error que yo, estudien la literatura mexicana, que es lo nuestro.” Tuve mucho afecto por ese maestro y poco a poco fui siguiendo su consejo.
      
     n ¿Le debe a Alfonso Reyes, al que conoció después de su tránsito por Sudamérica, su constancia en el trabajo literario, su amor por los antiguos?

Lo que usted menciona y muchas cosas más. Sobre todo el gusto que tenía por la literatura. Para él, escribir y leer eran su felicidad. En estos días estoy preparando la introducción para la edición de su Diario, en la que trabajamos un equipo, y me encontré que él dice que quiere ser un solitario con letras. A él no le interesaba la política, como no me interesa a mí tampoco.
      
     n ¿Qué le dejó a usted la enseñanza de Gaos?

José Gaos era un hombre extraordinario. Daba siempre cursos monográficos con un tema específico. Llevé con él un curso sobre los presocráticos, después otro sobre Aristóteles y luego uno sobre la Edad Media, para el que hice un trabajo sobre el concepto de la muerte en la poesía española del siglo XV. Gaos era muy estricto, antes de entrar a su clase te hacía un examen, a muchos les decía: “No tienes nada que hacer conmigo, no tomes este curso.” Yo me hice amigo personal de él: me invitaba ocasionalmente a comer a su casa. Reyes en su Diario dice que las conversaciones con Gaos lo fecundaban. Le gustaba mucho conversar con él, se reunían por lo menos una vez por semana. Como maestro, Gaos nos enseñó a leer cuidadosamente palabra por palabra. Era un hombre muy austero. Iba siempre en camión a la Facultad. Yo acostumbraba ir a los conciertos que daba Chávez con la Sinfónica, compraba mis abonos para el tercer piso, y por ahí me solía encontrar a Gaos.
      
     n Usted trabajó con Jaime Torres Bodet. Además de haber sido él su jefe, ¿lo considera su maestro?, ¿le debe alguna enseñanza?

Antes de trabajar con él como su secretario particular, lo conocí como maestro en la Facultad de Filosofía. Él acababa de volver de sus embajadas en Europa y dictó un curso sobre novela francesa moderna: Gide, Giraudoux, Lacretelle, Duhamel, etcétera. Lo tomamos apenas cuatro alumnos porque el curso había comenzado a la mitad del año. Era un grupo raro, formado por una extraña señora siempre de luto y por un tipo que parecía seminarista y que tiempo después terminaría escribiendo un libro contra la novela moderna. Eran unas clases preciosas, don Jaime las daba con gran elegancia. Pocas veces he conocido a una máquina mental tan asombrosa y tan precisa, y sobre todo tan disciplinada. Los domingos, luego de pasear al perro, se dedicaba a trabajar en sus cosas: redactar una ley, pulir un reglamento, diseñar un proyecto.
      
     n Alí Chumacero, Juan José Arreola, Octavio Paz y Antonio Alatorre, aunque son sus contemporáneos estrictos, le transmitieron sus experiencias literarias. ¿Cómo era la forma de transmitir la pasión literaria de cada uno de ellos?

Siempre por contagio, nunca como una enseñanza. Alí, desde que era joven en la preparatoria, tenía ya una buena colección de libros. Juntos descubrimos a Rilke, a Heidegger y algunos poetas raros como Jean Paul Toulet. Después descubrí a Paul Léautaud, un escritor espléndido, aunque era un hombre muy fachoso. (Mis hijos me dicen, cuando me ven con ropa demasiado folclórica, “no seas leotudesco“.) En cuanto a Juan José, se emocionaba con su pasión literaria, la vivía de una manera muy especial. Le encantaban, además de la literatura, las chácharas. Una vez armó en el patio de su casa un volantín, con cadena y asiento, y convenció a una de sus hermanas de que se subiera. Le comenzó a dar vueltas y al poco se rompió la cadena y la niña fue a dar a un árbol de una casa cercana, se arañó un poco pero no le pasó mayor cosa. Otra persona a la que le gustaba armar cosas era a Manuelita…
      
     n ¿Manuela Mota, la mujer de Reyes?
     Sí, le gustaba mucho desarmar automóviles. Automóviles enserio, automóviles grandes: los desarmaba y los volvía a armar.
      
     n A Antonio Alatorre, ¿lo conoció en Guadalajara o lo conoció en la ciudad de México? ¿Y a Octavio Paz?

A Alatorre lo conocí más tarde, ya en México. En Guadalajara Antonio pasó un buen tiempo de monje, no como seminarista sino como monje, creo que agustino. Allí aprendió latín, bastante griego y una noción general de la literatura clásica, que le serían muy útiles. Octavio, cuando lo conocí, en las escalinatas de Bellas Artes, era un lector avanzado. Recuerdo que en esa época estaba leyendo a Pound, por ejemplo. Yo era muy amigo de Octavio y de su familia: me invitaban los fines de semana al campo. Tenían tradiciones muy españolas: acostumbraban comer tortilla de patatas y vino, dos cosas inusuales en México. Octavio me asombraba: ¿a qué horas leía? Tenía tiempo para conversar e ir a todas las fiestas, además de escribir sus ensayos y poemas.
      
     n Usted comenzó como creador con un libro de poemas —Elegía por Melibea—, pero rápidamente se dio cuenta de que no tenía imaginación creadora y se dedicó a la crítica. Cuando decidió dedicarse a la crítica, ¿qué clase de crítico quería ser?

Me gustaban mucho los franceses: Thibaudet, Sainte-Beuve; también admiraba mucho, como ensayista, a Huxley. Me interesaban igualmente los problemas teóricos de la crítica. Escribí La técnica en literatura, una disección de la crítica que se hacía entonces.
      
     n ¿Cuál es el mayor aporte crítico de Alfonso Reyes: su rescate de Góngora, sus estudios sobre literatura española, sus alcances a Goethe o su rescate del mundo griego?

La frescura para tratar todos los temas sobre los que escribía. Tenía una memoria formidable, él decía que tenía una memoria de colodión, que leía algo y se le quedaba. A mí no me pasa eso. Hace poco volví a leer el hermoso libro de Lord Dunsany, Cuentos de un soñador, pero fue como si lo hubiera leído por primera vez… Volviendo a Reyes, me parece que sus mayores aportaciones van por el lado de su rescate del mundo griego, entre otras cosas muy importantes que hizo, como lo de Góngora y lo de Mallarmé. También le tengo un gran aprecio a su teoría literaria, es muy buena, muy lúcida, realmente lo conduce a uno a la comprensión de lo que es la literatura.
      
     n ¿Qué opinión le merecen los Contemporáneos como críticos?

Aprecio mucho a Carlos Pellicer, pero el mejor crítico del grupo fue Villaurrutia. Su estudio sobre López Velarde es excelente: no lo descubre sino que lo enriquece. Escribió otros ensayos importantes, como el dedicado a Rebolledo, pero no tanto como el de López Velarde. Sus ensayos sobre pintura también son muy buenos.
      
     n ¿Qué le gusta más, la complejidad de Cuesta o la elegancia de Villaurrutia?

No soy muy cuestiano. En sus notas de crítica, Cuesta acostumbraba hacer pastiches que no me gustan. Su crítica de Muerte sin fin es de lo más confusa; lo llama “poema romántico”, lo cual es un disparate, como queriendo ningunearlo. Ese poema vale no sólo por su conjunto sino que es valioso por la belleza de cada uno de sus versos. Mi favorito es: “Su luna azul, descalza, entre la nieve.” Se trata de un puro dislate, pero muy hermoso, ¿no? Su luna azul, descalza, entre la nieve… En cuanto a las ideas de Cuesta, son muy discutibles. Su idea del clasicismo mexicano es una mera suposición, ya que en México hay clasicismo pero también romanticismo y barroco. No se trata de una idea brillante, que nos haya enriquecido. Además me parece una injusticia atroz aparte de haber excluido a Gutiérrez Nájera de su antología, haber dicho que Nervo era un cursi. Cuando todavía estaba fresco el recuerdo de Nervo, Cuesta salió con eso de que era un cursi, cuando sin duda se trata de uno de los más grandes escritores mexicanos.
      
     n ¿Por qué cree que haya caído en desgracia la obra de Jaime Torres Bodet?

Por haber sido un funcionario consciente y eficaz: a muchos eso les pareció un crimen. ¿Recuerda aquella frase de Novo que decía que no tenía vida, sino sólo biografía? Yo he tratado de darle el lugar que le corresponde a este contemporáneo raro, a este hombre dedicado a su trabajo.
      
     n ¿Tuvo una buena relación con Antonio Castro Leal?

Fui muy amigo de Antonio, es buen escritor, pero de pronto parece que le entró el diablo. Eso ocurrió cuando fui postulado para ingresar en la Academia. Sin más, se puso a atacarme: que era demasiado joven, que no tenía la compostura, etcétera. Quien tomó mi defensa fue Jesús Arellano, que hacía la revista Metáfora, un escritor que se metía mucho con Alfonso Reyes. Nunca me reconcilié con Castro Leal, lo cual lamento mucho, porque lo quería y era muy generoso: me regalaba pipas y libros valiosos.
      
     n Usted ha sido el crítico de su generación; sin embargo, fue Emmanuel Carballo quien llamó más fuerte la atención sobre Rulfo, Arreola, Fuentes y Elena Garro. ¿Qué opinión le merece el trabajo crítico de Emmanuel Carballo?

Emmanuel es un hombre muy curioso. Los protagonistas de la literatura mexicana es un libro excelente. Hacía sus entrevistas a fondo. Se preparaba muy bien y les preguntaba a los autores sobre aspectos precisos de sus obras. Es su gran libro. De pronto se le mete el diablo y hace y dice tonterías, pero es un hombre muy valioso. Sus ensayos sobre el siglo xix son buenos. En sus memorias cuenta algunas cosas escabrosas que no me gustaron.
      
     n Mucho antes de nombrarlo “curador de las letras mexicanas”, Gabriel Zaid le endilgó una crítica muy fuerte y divertida, ¿se acuerda de ella? “Nuevas letras sin brasier”, se llamaba el texto. Ahora son muy buenos amigos…

Sí, lo aprecio muchísimo. En la Academia, en una trifulca que hubo, me defendió de una manera ejemplar. Entre lo mejor que ha escrito Gabriel Zaid se encuentra su texto sobre Octavio Paz, que aparece en un libro reciente: Semblanzas de académicos. Es un texto espléndido, por su claridad y generosidad. Antes lo veía mucho, acostumbrábamos irnos juntos a la Academia.
      
     n Después de usted quizá nadie conozca la literatura mexicana como José Emilio Pacheco. Si usted fuera editor, ¿qué clase de libro le propondría escribir a José Emilio Pacheco?

Le pediría que recogiera sus Inventarios. En general, en la literatura mexicana faltan los estudios sistemáticos de conjunto, el trazo de los grandes panoramas. A José Emilio le pediría que se dedicara a estudiar un personaje a fondo, con el gran rigor que él acostumbra. Es muy buen expositor y muy curioso para las lecturas raras, principalmente inglesas y americanas. También le pediría que no estuviera tanto tiempo en Estados Unidos, creo que irse es una manera de no afrontar las tareas largas y complicadas que sólo se pueden hacer aquí.
      
     n ¿Qué opinión tiene de Carlos Monsiváis como crítico?

Su ensayo sobre Nervo creo que es lo mejor que ha escrito, es un estudio precioso, absolutamente ejemplar. Estoy leyendo ahora su libro sobre Novo, que va muy bien… Su ironía y su gusto por lo popular me siguen gustando mucho. Es admirable, trabaja de una manera atroz, no sé cómo puede hacer tantas cosas…
      
     n Usted ha sido para muchos críticos jóvenes lo que Alfonso Reyes fue para usted: un modelo y un maestro. La colección de “Los imprescindibles”, editada por Cal y Arena, parece inspirada por usted, por su amoroso acercamiento y rescate de las figuras mayores del siglo xix. ¿Qué opina de los trabajos de Rafael Pérez Gay, de Antonio Saborit, de José Joaquín Blanco, de Luis Miguel Aguilar?

A todos los aprecio mucho. Saborit es también un hombre muy curioso, que siempre me está descubriendo cosas. Ese grupo de gente alrededor de Nexos es muy bueno. Valoro en mucho los libros de José Joaquín Blanco, los de Luis Miguel Aguilar y los de Pérez Gay. También me gusta David Huerta: es muy cuidadoso, muy trabajador. Lo mismo que José Ortiz Monasterio: su estudio sobre Riva Palacio es notable. Él descubrió que Riva Palacio escribió teatro, algo que yo ignoraba totalmente.
     n ¿Qué opina de la crítica literaria trabajada por Adolfo Castañón, Guillermo Sheridan y Christopher Domínguez Michael?

Adolfo es un hombre igualmente muy curioso, que sabe un montón de cosas. Conoce como nadie los libros del Fondo de Cultura Económica. Sheridan es un buen trabajador, su vida de López Velarde es muy bonita. Él descubrió la supuesta sífilis de López Velarde, que luego el doctor Pérez Tamayo se encargó de refutar. La antología de Christopher es estupenda. Es un hombre muy estudioso. Estoy leyendo en lo que escribió recientemente en Letras Libres sobre Cuba: es espléndido. Muy duro, muy preciso. Me parece un milagro que alguien tenga la capacidad de análisis político que él tiene.
      
     n Como crítico, ¿qué faceta de la obra de Octavio Paz prefiere usted: el biógrafo de Sor Juana, el lector atento de poesía, el de la crítica de altos vuelos como en Los hijos del limo, el crítico social de Posdata, el crítico de arte?

Su biografía de Sor Juana es un libro excelente, de una brillantez absoluta. En la última edición de La literatura mexicana del siglo XX, que publiqué con Christopher Domínguez, le dedico casi cien páginas a la obra de Paz: reseño libro por libro. Tengo ya casi lista una adición a ese libro, con mi comentario sobre los dos últimos tomos de sus Obras completas que acaban de aparecer. El tomo con sus traducciones me dejó fascinado: el otro día me quedé hasta las cuatro de la mañana leyéndolo.
      
     n ¿Es usted optimista respecto al estado de la crítica literaria en México?

Me siento optimista, pero creo que hacen falta los libros sólidos, valientes, que se metan a fondo con un tema. Acabo de conocer un libro de Silvia Molloy sobre los diarios que me parece notable. Algo así hace falta en México: estudios a fondo sobre temas particulares.
      
     n De consistente crítico literario, interesado en el presente pero más en la historia de la literatura, pasó usted a la historia, y entró por la puerta grande. No se propuso estudiar una figura menor, lo hizo con Hernán Cortés.

Bueno, ya antes había publicado mi libro sobre Nezahualcóyotl.
      
     n Pero ese estudio puede considerarse todavía como una derivación de su trabajo como crítico, en funciones de historiador de la literatura; en cambio, su libro sobre Cortés fue un trabajo de historiador profesional. ¿Por qué se interesó por Cortés? ¿Para reparar una falta histórica?

Sí, claro. Había el proyecto de hacer un trabajo sobre Cortés en colaboración con varios amigos del Instituto de Historia, entre ellos Miguel León-Portilla y Roberto Moreno. Planeamos hacer primero una buena edición de las Cartas de relación, luego una edición de los documentos y posteriormente un estudio sobre Cortés. Pero entonces ocurrió una de esas huelgas universitarias larguísimas y el proyecto se vino abajo. Tuve que hacer solo el estudio del personaje y la recopilación de los documentos. Por cierto, me acaban de enviar un nuevo libro que contiene unos treinta y tantos documentos nuevos: tengo que hacer la reseña.
      
     n ¿Qué le significó a usted en términos personales el estudio de un personaje como Cortés? ¿Llegó usted en algún momento a decir, a la manera de Flaubert, Hernán Cortés soy yo?

De ninguna manera: Cortés era un hombre con una capacidad genial para inventar soluciones para cada problema que le surgía. Y todo era problema: el transporte, el calor, las armas, la comida, las enfermedades, el miedo a los sacrificios, la gritería. Acaba de aparecer un libro del francés Christian Duverger, que habla de Cortés y el mestizaje, que es un gran elogio al sentido del mestizaje de Cortés. Cuenta su relación con las indias, los hijos que tuvo con ellas.
      
     n Usted conoce a fondo el origen de nuestra nación, conoce también sus primeros pasos como nación independiente, conoce el trabajo que costó nuestra emancipación cultural, ha sido testigo de las nuevas sensibilidades del siglo XX: ¿Cuál es el sentido profundo de su nacionalismo, cuál el sentido profundo de su amor por este país?

Creo que ignorarnos es un crimen. Es necesario conocernos, saber cuanto sea posible de nuestro pasado, pero sobre todo conocerlo y amarlo.
      
     n ¿Qué proyectos tiene?

Tengo varios pendientes: completar mi panorama histórico de la literatura del siglo xx, del que me doy cuenta que tiene unas lagunas atroces que pienso todavía subsanar, leyendo a ciertos autores que no conozco… Antes era más fácil hablar de conjuntos literarios —había grupos y cofradías—, pero hoy no veo hacia dónde estamos yendo: quizás hacia un cosmopolitismo más amplio, a una búsqueda de nosotros mismos pero de una manera más seria, menos caprichosa.
      
     n En una entrevista usted dijo que hay dos tipos de escritores, los revolucionarios y los que “cuidan los papeles”. Al pensar en eso me viene a la mente la imagen de Benito Juárez recorriendo el país con los Archivos de la Nación a cuestas. Así me lo imagino a usted: salvando el pasado ante el desastre de la desmemoria…

… o como Sigüenza y Góngora: rescatando del incendio las actas de Cabildo, que eran el registro de la historia de México…
      
     n Usted es el que cuida los papeles

Mira esta biblioteca. Tal vez su destino sea la nueva biblioteca José Vasconcelos. Yo sigo encargando libros, sigo esperando mis tomos de La Pléiade: si compro los tres de cada año tengo derecho a tener el álbum… –

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