La despedida a José Luis Martínez en Bellas Artes fue un acto inusitado de ecumenismo cívico: congregó a representantes de todas las ramas del quehacer cultural, quizá porque a todas atendió alguna vez, José Luis, con su mano delicada y diligente. Fue también un momento fugaz de concordia luego de las ríspidas, confusas y lamentables querellas a las que la política nos arrojó en el año de 2006. Ante el féretro desfilaron sobrevivientes del viejo mundo literario de los años cuarenta y jóvenes poetas que apenas inician su aventura editorial. Fue un sentido y discreto adiós a un hombre que encarnó –no hay otro modo de decirlo– toda una época de la cultura mexicana.
En el unánime reconocimiento a su obra de ensayista, crítico, bibliófilo, bibliógrafo, biógrafo, historiador, historiógrafo, editor, académico, promotor cultural y servidor público, ha habido también –quiero pensar– un toque de nostalgia por los decenios en los que la cultura mexicana era el patrimonio de un número muy pequeño de personas que integraban una familia; rijosa, apasionada, insoportable como todas, pero una familia al fin. Es la casa que todavía pudimos habitar los jóvenes en los años sesenta. No había dinero en la cultura ni tampoco oportunidades de usarla como capital de becas o como trampolín político o burocrático. Artistas, escritores y humanistas construían su obra personal viviendo de lo que fuera y ejerciendo su vocación por el amor a ella. Esa ética compartida se reflejaba en el florecimiento de excelentes casas editoriales, revistas de toda índole y tendencia, suplementos culturales, cursos y conferencias, exposiciones, estaciones de música clásica, conciertos, puestas en escena, todo con el denominador común de la mayor exigencia y calidad. ¿Cuándo se extravió ese camino? Las respuestas son muchas y complejas, pero la razón fundamental es una: cuando la cultura se dejó de vivir y ejercer como la ejerció y vivió José Luis Martínez.
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Una de las palabras favoritas de su vocabulario era “establecer”. La aplicaba a los autores que pausadamente estudiaba: novelistas, poetas, dramaturgos, ensayistas, historiadores, cronistas. “Establecer” quería decir, en primer lugar, fijar sus coordenadas biográficas, históricas, culturales. De allí, el acto de “establecer” derivaba en una pequeña acuarela (un ensayo alusivo), un dibujo más trabajado (una semblanza, un pequeño libro, una selección breve), o en un óleo aún más ambicioso (una gran antología, una edición completísima, una biografía). Así “establecía” a sus autores José Luis Martínez. ¿Cómo establecerlo a él?
En su infancia y juventud, quizá desde su natal Atoyac, más tarde en Zapotlán y en Guadalajara, se había imaginado poeta. “Mi nieto el poeta”, le decía Isabel Rodríguez, su abuela materna, que junto a su nana Lupita fueron las figuras que lo acogieron tras la pérdida temprana de Julia, su madre. Juan José Arreola, su compañero de banca y de toda la vida, recordó en sus memorias algunas fabulaciones notables de su amigo, pero ya en México –donde a fines de los treinta, y por seguir la profesión de su padre, el piadoso doctor Juan Martínez, llegó a estudiar dos penosos años de medicina– el joven José Luis se sometió a una primera cirugía vocacional. Estaba convencido de que su poesía era “prescindible”. Sus primeras estaciones fueron la teoría literaria y la crítica. Por un tiempo caminó en paralelo por las dos vías, escribiendo textos para suplementos culturales o en revistas fundadas por él y sus amigos (como Tierra Nueva, que dio a la luz con Alí Chumacero y Jorge González Durán, y El Hijo Pródigo, que editaba Octavio Novaro). Aquel muchacho precoz, que a sus 25 años publicó La técnica en la literatura, ejercía el recuento puntual y periódico de la producción literaria, con espíritu clínico, como si transfiriera a la literatura la vocación a la que por esos años renunció (curiosamente, al hablar de las revistas literarias publicadas en el año de 1941, equiparaba su trabajo con el “examen microscópico” de un “trozo de tejido muscular”).
Su relectura sorprende, sobre todo por la clarividencia de su diagnóstico. Así como desecha sin miramientos la literatura doctrinaria, la repetición fácil de la novela de la Revolución o el descuido de la composición y el estilo, no se arredra tampoco a señalar los altibajos de los maestros consagrados. Pero es también el primero en advertir el genio de Octavio Paz. Al comentar A la orilla del mundo escribe: “Un acento personalísimo e intenso, una riqueza poética inusitada y una plenitud lírica sólo equiparable a la de algunos grandes nombres de la poesía mexicana, patentiza Octavio Paz en su reciente obra con la que da un firme paso en una carrera poética que llegará sin duda muy lejos.” Sobre el primer cuento de Arreola, “Hizo el bien mientras vivió” (que parece haber leído sin advertir que era obra de su amigo), José Luis apunta que se trataba de “uno de los más hábiles y perfectos cuentos costumbristas de las letras mexicanas”. Y hay también un atisbo sobre la promesa que representan los cuentos “patéticos e irónicos” de Juan Rulfo.
Para quienes lo conocimos como un hombre conciliador, todo recato y ponderación, resulta casi incomprensible el escalpelo de sus textos juveniles. Uno de ellos, publicado en 1947 en Cuadernos Americanos y titulado “Situación de la literatura”, provocó una agria polémica. Sostenía que la literatura mexicana había entrado en un letargo: “Falta aquella sustancia persuasiva que sólo pueden dar la conformidad entre la vida y el espíritu, aquella pasión lúcida y total que hace de nuestras obras algo más que juegos estériles o prédicas vacías.” Los responsables de aquella aridez creativa (hecha de pereza, diletantismo, insuficiencia técnica) eran los propios escritores. No sabían ni querían extraer de las profesiones que por necesidad, para ganarse el pan, ejercían (el magisterio, las labores técnicas o administrativas, el cinematógrafo) experiencias que nutrieran de autenticidad sus obras.
Acaso por haber renunciado él mismo a los géneros de la imaginación para los que no se sentía dotado, José Luis desarrolló un mayor conocimiento y una conciencia más aguda sobre las reglas infranqueables de calidad en esos géneros. Algunas glorias municipales se ofendieron y lo atacaron, pero otros personajes que valoraban la crítica, como Daniel Cosío Villegas, lo defendieron. La historia inmediata le dio la razón: su ensayo polémico incitaba al advenimiento de una renovación literaria que llegó pronto, con la publicación de Al filo del agua de su paisano Agustín Yáñez, El laberinto de la soledad de Octavio Paz y, un poco después, los cuentos de Juan José Arreola y la obra de Juan Rulfo. Allí estaban ya las vetas nuevas y genuinas, cuya exploración había reclamado José Luis: entrañas de México, misteriosas, festivas, espectrales.
Aunque ya en 1946 había publicado su primer trabajo histórico (Las letras patrias, de la independencia a nuestros días), es posible que aquella polémica haya catalizado su paso de la crítica y la teoría a la que sería su segunda y perdurable estación: la historia literaria. Según José Emilio Pacheco, a José Luis Martínez le debemos “la organización generacional que seguimos usando como si hubiera aparecido por sí misma”. En efecto, en esa obra seminal (de la que en la década siguiente derivarían La literatura mexicana: Siglo xx y La expresión nacional, relativa al siglo XIX) aquel lector avidísimo y, ya para entonces, activo bibliófilo, no repitió conocimientos: buscó por su cuenta las configuraciones (grupos, escuelas, generaciones, corrientes, revistas) que a su juicio cobraban sentido. Aunque exhaustiva y erudita, su historia no descendía al inventario contable o a la soporífera pedagogía. Tampoco incurría en el comentario pedante o críptico. Su recorrido es el del gozoso lector bajo la lámpara, armado de un lápiz crítico, finamente crítico. Al paso, va discerniendo valores o carencias y se detiene a examinar en detalle una joya inadvertida o para tomar, si el conjunto lo vale, un manojo de versos y antologarlos, no sólo con fidelidad, sino con la curiosidad del hermeneuta que –en el cuerpo del estudio o en un pie de página– revela al lector el significado oculto de una estrofa, de una línea, de una palabra. Desde entonces, sus mayores cualidades como crítico eran el buen gusto y el buen juicio; también la claridad (no el relumbrón, tampoco el brillo) del pensamiento. José Luis tenía la rara capacidad de calificar una obra con una sola palabra. Esa felicidad verbal, emparentada con el género del aforismo, es una zona de colindancia entre la crítica y la poesía.
Si como crítico fue un clínico, como historiador literario fue un muralista. Aquellas dos obras, La literatura mexicana: Siglo xx y La expresión nacional, publicadas respectivamente en 1949 y en 1955, integrarían, junto con La emancipación literaria (1955) y El ensayo mexicano moderno (1958), el vasto mural de historia literaria escrito por José Luis Martínez. Aunque los personajes que cubre cada siglo son numerosísimos, en el siglo XIX resaltan aquellos por quienes profesaba una mayor simpatía o afinidad: Ignacio Manuel Altamirano (el gran editor y promotor literario, cuya silla de trabajo, con todo y holograma, conservaba en su biblioteca) y Justo Sierra. Pero no son menos agudos y originales sus estudios sobre Lizardi, Mora, Ignacio Ramírez, Ignacio Cumplido, Manuel Acuña, Díaz Mirón, Luis G. Urbina y otros. En el siglo xx se ocupa de Nervo, Martín Luis Guzmán, Torri, Vasconcelos, Villaurrutia, Torres Bodet, Novo, Revueltas y muchos más, pero la atención principal se centra –de nueva cuenta– en los más cercanos: Pedro Henríquez Ureña (el Sócrates del Ateneo, su abuelo intelectual); su amigo, el excéntrico y original Francisco Tario; su paisano Agustín Yáñez, y los dos pilares a cuya obra dedicó años de amorosa labor: Ramón López Velarde y Alfonso Reyes. De Reyes –casi sobra decirlo– José Luis no fue sólo el discípulo más cercano y fiel sino, a lo largo de toda la vida, su editor más puntual y generoso: se hizo cargo de varios tomos de las Obras completas, publicó al menos dos antologías y compiló –hacia 1986–, con inmenso escrúpulo, la primera parte de la maravillosa correspondencia de Reyes con Henríquez Ureña.
Lo más notable del mural literario de José Luis Martínez es su incesante renovación. Año tras año lo iba corrigiendo (hasta de erratas, ¡ay!, demasiado frecuentes), aumentando (en temas, autores), enriqueciendo (en profundidad y amplitud de tratamiento). Un solo ejemplo: La expresión nacional (en su edición de 1993) incluye estudios que no existían en la edición primera, como el que dedica al admirable liberal José María Vigil (tan similar a él, en varios aspectos, como ha señalado Emmanuel Carballo) y a Manuel Payno. Otro aporte son sus semblanzas de miembros de la Academia Mexicana de la Lengua, relegados por la historia oficial de la literatura a causa de haber pertenecido al bando conservador. José Luis fue siempre su propio editor: sabía que la historia de la literatura mexicana es un lienzo abierto y era preciso tenerlo al día, pulirlo en sus detalles, librarlo de desequilibrios, distorsiones y omisiones. ¿Quién si no él –como ha señalado Gabriel Zaid– podía advertir el olvido de la novela cristera? Para subsanarlo, la adquirió toda, la leyó toda y la incorporó a su mural. Ése y otros cuidados eran característicos de José Luis. Se sentía responsable de preservar –incluso físicamente, sobre todo físicamente– el legado literario de México. Por eso el propio Zaid lo bautizó con el título perfecto: “El curador de la literatura mexicana.”
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Cargando siempre el bagaje vivo de sus estaciones anteriores, su siguiente estación fue la historia antigua de México.
“Como no es posible abarcarlo todo –explicaba en 1986 a Marco Antonio Campos, en una larga y cuidadosa entrevista– me fui alejando, no con el corazón, pero sí materialmente, de la literatura. Empecé a estudiar con cuidado nuestra historia antigua y escribí monografías detalladas de todos los aspectos. Mi ambición era llegar a escribir un libro en varios tomos donde pudiera averiguarse lo mismo de Cervantes de Salazar, de […] Bernal y Cortés, de los Cantares mexicanos o de la Crónica mexicáyotl.” Pero antes de adentrarse de lleno en el siglo de la Conquista, debió sentir una deuda con el México anterior, y la saldó del mejor modo, con un libro, Nezahualcóyotl, que terminó en 1972, siendo ya embajador en Grecia. “El estudio de Nezahualcóyotl determinó que mi interés sustancial pasara al siglo inicial de nuestra historia mestiza, el XVI, en que todo lo nuestro surge y se debate.”
Esa inmersión creativa, de por sí sorprendente, lo es más porque ocurrió en paralelo con su estudio del remoto pasado universal. “El mundo europeo y el acceso a libros, ideas, instituciones, bibliotecas, museos, academias, fue una experiencia importante. Traté de comprender ese mundo y explicármelo […] Traté también de comprender su geografía.” Recorriendo con su familia esos caminos, monumentos, santuarios, monasterios, oráculos, concibió la idea de una colección que culminaría, él solo, a su regreso a México. Los seis volúmenes de El mundo antiguo, hermosos tomos ilustrados que no sólo continúan la pasión helénica de Alfonso Reyes sino que retoman el espíritu educativo de Vasconcelos: la cultura universal al alcance del pueblo.
En Atenas comenzó a estudiar los tomos de Sahagún de la Biblioteca Porrúa. “Recuerdo –apunta su hijo Rodrigo– que allí me enseñó un esquema […] dibujó una serie de círculos con los nombres de los diferentes cronistas y cómo unos aportaban y otros recibían información de otros.” Trabajaba en ese proyecto –son sus palabras– con “una fascinación inagotable”. Finalmente escribió cerca de mil páginas sobre los cronistas e historiadores: Mendieta, Bernal Díaz del Castillo, Cervantes de Salazar, González de Oviedo, Alonso de Zorita, López de Gómara, Andrés de Tapia y, por supuesto, sus dos estudios sobre “la obra magnética” de Bernardino de Sahagún. Una parte de esos estudios permanecen inéditos; otros fueron publicándose a lo largo de los años ochenta y noventa.
A fines de los setenta tenía listo, además, un trabajo de cien páginas sobre Cortés. No sólo lo atraía la prodigiosa vida del conquistador. Lo movía –de nueva cuenta– la voluntad de “establecer” su lugar en la historia. Sentía, con razón, que a Cortés se le “había visto a la ligera” y, sobre todo, se le había desfigurado: “No pretendo demostrar nada ni tomar partido en la inútil disputa entre hispanistas e indigenistas. Quiero iluminar cuanto es posible saber sobre Cortés y su época con una luz imparcial, que nos ayude a conocernos mejor.” El modo en que acometió la biografía fue, en sí mismo, una lección de gerencia intelectual. En primer lugar trabajó en las fuentes. Se dio cuenta de que los escritos de Cortés y los vinculados a él estaban dispersos, inéditos, y que los publicados eran muy escasos. La labor de compilar, anotar o resumir los documentos cortesianos le llevó varios años.
Don Alfonso Reyes recomendaba “tener varias obras al mismo tiempo en el fogón”. José Luis siguió el consejo a pies juntillas. Mientras avanzaba en sus afanes cortesianos, dio a luz uno de sus libros más entretenidos y originales: Pasajeros de indias, Viajes trasatlánticos en el siglo XVI. Basado, en alguna medida, en ciertos libros argentinos sobre el tema que le proporcionó la viuda de José Rojas Garcidueñas, el libro no sólo es deudor de la curiosidad de José Luis por averiguar los afanes y miserias de soldados, frailes, comerciantes y aventureros que viajaban a las provincias y reinos de ultramar, sino de una de sus pasiones secretas y constantes, la lectura de Moby Dick. De allí proviene el gusto por el detalle de la vida marinera que atraviesa el libro. (A este género viajero corresponden también ensayos u obras pequeñas que llegó a publicar tiempo después: Expediciones a Filipinas y El mundo privado de los emigrantes en Indias). A la postre, retomó el estudio original sobre Cortés para hacer una introducción general a las Cartas y Documentos Cortesianos, pero pronto advirtió que su ánimo y el inmenso material reunido daban para más. Y así comenzó a escribir, a menudo en Cuernavaca (en casa de Ana Misrachi, madre de sus queridas amigas Ruth Davidoff y Aline Soni, a la sombra de los laureles y a la vista del Palacio de Cortés), capítulo por capítulo, el Hernán Cortés.
Los Documentos Cortesianos contienen algunos valiosos materiales inéditos –una parte del Juicio de Residencia de Cortés, por ejemplo–, pero el valor de la obra radica en la edición misma que congrega, ordena, depura y anota lo disperso. La biografía de Cortés aprovechó esos y otros documentos. Es un libro de 1,009 páginas, riguroso y erudito, comprensivo y bello. Decía Luis González que hay dos tipos de historiadores, los del verbo y los del sustantivo. José Luis era un historiador del sustantivo. Lo suyo no es tanto la acción misma de la Conquista sino la reflexión sobre los temas y momentos centrales en la vida de aquel héroe y villano, “el hombre que nos hizo, que determinó lo que somos”. Su método recuerda mucho el de Manuel Orozco y Berra, que para recrear un episodio no lo narraba propiamente sino que exponía las diversas versiones (españolas e indígenas, favorables o adversas), ponderaba su respectiva verosimilitud, y finalmente arribaba a un juicio sobre lo que en verdad ocurrió o pudo haber ocurrido.
La obra de Hugh Thomas que apareció al poco tiempo, Moctezuma y La Conquista de México, es superior como narración de la Conquista por la cantidad de peripecias y la minucia cotidiana, deslumbrante y atroz, que el historiador inglés –historiador del verbo– rescata de los inéditos juicios de residencia de otros conquistadores. Estos documentos originales le permitieron a Thomas corregir errores habituales en los que el propio José Luis incurre, como la fecha del nacimiento de Cortés. Pero Thomas detiene la historia hacia 1522, mientras que Martínez dedica dos terceras partes de su obra a acompañar a su protagonista hasta su muerte en 1547, y aun después, en el azaroso peregrinar de sus huesos que constituye uno de los capítulos más intrigantes del libro. Los pasajes sobre la obra de Cortés en este país que – como él decía– “hilé y tejí” parecen una continuación, no hagiográfica sino clásica, de las Disertaciones de Alamán. Las notas sapientísimas, las reflexiones sobre la figura y el carácter del conquistador, el examen sobre sus ideas y escritos, el recuento delicioso de los poemas épicos y narrativos que a través de los siglos se le han dedicado, completan la muy meritoria pintura biográfica que José Luis publicó poco después de cumplir los 70 años de edad.
En los tres lustros finales de su vida volvió a su primer amor, la historia literaria. En 1998 la Colección Archivos publicó su tercera, definitiva y, por todos motivos, ejemplar versión de las Obras de Ramón López Velarde, edición que no sólo aumentaba, anotaba y corregía las anteriores de 1971 y 1990, sino que incluía –entre otras novedades– un análisis sobre las correcciones que había hecho el poeta a “La suave patria” de acuerdo con el manuscrito que conserva la Academia Mexicana de la Lengua. En esos años, José Luis concluyó también al menos cinco nuevos volúmenes de las Obras completas de Alfonso Reyes y su Guía para la navegación de Alfonso Reyes. El Fondo de Cultura Económica, su querida casa editorial, publicó varias Iconografías suyas (una de Altamirano y dos más de sus amigos Agustín Yáñez y Max Aub), las Obras de Gutiérrez Nájera y, en febrero de este año, el Repertorio de Guillermo Prieto. Por si fuera poco, José Luis dirigía al grupo que editaba el compendioso e inédito Diario de Reyes. En una memorable sesión de la Academia Mexicana de la Historia, nos expuso el proyecto con detalle, desde los aspectos más formales (cronologías, temas, arquitectura, estilo, afinidades con obras universales o nacionales del mismo género) hasta las pequeñas y grandes revelaciones que contiene el diario, encriptadas bajo siglas misteriosas que el paciente José Luis pudo, en su mayoría, descifrar. Sus herederos literarios tienen ahora la responsabilidad de llevar a buen puerto ese magno proyecto.
En 1998 saludó con generosidad la aparición de Letras Libres, y en ella publicó muchos de sus últimos ensayos: sobre Reyes, Vasconcelos y Paz, vistos como “caciques culturales”, evocaciones sobre “los Contemporáneos” y Juan José Arreola, una afectuosa “Bienvenida a Adolfo Castañón” con ocasión del ingreso de ese querido discípulo suyo a la Academia Mexicana de la Lengua y, como un acto de justicia poética o, mejor dicho, de justicia editorial, su elegante despedida, que tituló “Repaso de mis libros”, donde admitió, casi con rubor, que “objetivamente algo había hecho en el campo de los estudios literarios”.
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Desde sus años tempranos en Guadalajara, cuando junto con Alí Chumacero copiaba libros que no podían adquirir, hasta sus días postreros en que acudía puntualmente a las subastas de libros antiguos, la larga y fructífera vida de José Luis Martínez transcurrió ante, para, por, desde, hacia… los libros. De joven aprendió los secretos del oficio de tipógrafo y el arte de hacer libros. Más tarde los procuró, los compró, los valoró y, sobre todo, los leyó. Su biblioteca personal fue una de sus obras magnas, quizá la mayor, porque, a diferencia de todos los acervos –algunos muy numerosos o apreciables–, que se llegaron a formar en el siglo xx, la suya estaba construida, no como una agregación de obras valiosas, sino como una arquitectura editorial. No es una biblioteca de incunables –aunque contiene obras valiosísimas y raras. Es una biblioteca de colecciones, de conjuntos que José Luis Martínez fue integrando con infinita paciencia a lo largo de siete décadas para servir, en el mejor espíritu de educación vasconceliano, al lector mexicano interesado en la literatura, la historia y la historia literaria. No en balde, una de sus primeras adquisiciones en Guadalajara habían sido algunos de los tomos verdes universitarios de Vasconcelos: “yo pienso en él como la primavera –decía en 2005–, la primavera cultural; Vasconcelos editaba los clásicos por miles y dejaba que los robaran, que se los llevaran […] [confiaba en] que la gente quería los libros y los sabría aprovechar”.
¿Cómo explicar semejante vocación? ¿Qué secreto embrión se gestaba en la cultura de Occidente, en particular la cultura de Jalisco, y de esa zona de Jalisco, para aportar a la literatura mexicana figuras como Yáñez, Arreola, Rulfo, Alatorre y el propio José Luis Martínez, entre otros? Quizá la religiosidad específica de la región comenzó a transferirse en algún momento del siglo XIX a la vida secular, impregnando la cultura y sus vehículos específicos, los libros, de un carácter sacramental. No parecen explicarse de otro modo las excelentes bibliotecas particulares y las buenas librerías que José Luis Martínez frecuentaba en su juventud.
En este sentido, la bibliofilia de José Luis Martínez fue una devoción, y su biblioteca un santuario.
Esa semilla traída de Jalisco encontró la mejor tierra donde germinar. El viajero había llegado a la capital en los años cuarenta, cuando aquella familia cultural mexicana empezaba apenas a integrarse en un crisol de generaciones, todas vivas, todas activas: el Modernismo, representado por el poeta Enrique González Martínez, casi todos los Ateneístas, los impetuosos fundadores de la Generación de 1915, los Transterrados de España, los “Contemporáneos”, y los contemporáneos del propio José Luis: Chumacero, Revueltas, Huerta, Juan Soriano, Edmundo O’Gorman, Octavio Paz. México era una fiesta, una fiesta de la cultura.
José Luis fue perfilando su vocación en un nicho de la literatura que tenía pocos oficiantes. Fue más sistemático que el genial Torri, más imaginativo que Castro Leal, menos académico que Julio Jiménez Rueda y Francisco Monterde. Como su amado Marco Aurelio, llegó a agradecer los dones que recibió de sus maestros. De Reyes, “la curiosidad infinita y la perseverancia”. De José Gaos, el espíritu de sistema y la precisión de análisis. De Enrique Díez Canedo, el saber que se tiene y se da “de una manera suave y sin mayor énfasis”. De su jefe Torres Bodet, su seriedad y laboriosidad. Pero su búsqueda era solitaria e individual y sus mejores maestros sobre qué hacer con los libros o qué libros hacer, eran los libros: “En una época en que Alí y yo nos quedamos sin escuela íbamos a la Biblioteca Nacional. Desde que la abrían hasta que la cerraban. Me leí casi todo Menéndez Pelayo, a los poetas españoles del siglo XVI, a Feijoo, a Ibsen, a muchos otros. Leí estudios fundamentales para la comprensión de la literatura española y mexicana, que siempre me han sido familiares. Quería hacerme entonces un erudito sin más”. Fue mucho más que un erudito. ¿A quién se parece? ¿Qué vida pasada y paralela iluminaba, a la manera de Plutarco, la suya?
Tengo para mí que esa alma gemela a través de los siglos fue don Joaquín García Icazbalceta, a quien veneraba y con quien, seguramente, le habría ruborizado cualquier comparación. “De todos mis proyectos de libros –dijo con voz apenas audible, el día de su homenaje– el favorito es el de García Icazbalceta.” En el prólogo al precioso libro Escritos infantiles de don Joaquín que José Luis publicó en 1978, transcribió un párrafo de una carta en la que el joven García Icazbalceta, de sólo 25 años, había confiado a su amigo y maestro, José Fernando Ramírez, su programa de vida, un programa –dice José Luis– de “orgullosa humildad”: “No escribir nada nuevo sino acopiar materiales para que otros lo hicieran […] un destino de peón.” García Icazbalceta fue, por supuesto, mucho más que un laborioso acopiador de materiales, pero aquí el primer paralelo llamativo es la modestia. Refiriéndose a los años juveniles, José Luis Martínez confesó: “Descubrí que no tenía imaginación y menos imaginación creadora. En cambio sí sabía reconocer qué era literatura y me daba cuenta que tenía cierta capacidad analítica para deshacer los relojes. Fue una buena decisión aprovechar mis limitaciones y defectos.”
Ambos ejercieron el sacerdocio de los libros. Ambos se sintieron responsables de localizar, rescatar, preservar, catalogar, depurar, analizar, editar y publicar el acervo cultural de México. El mérito de don Joaquín en este aspecto (su rescate documental del siglo XVI) es por supuesto insuperable, y José Luis era el primero en reconocerlo y celebrarlo. Pero la semejanza de actitud se sostiene. José Luis tuvo el mismo aliento en sus Documentos Cortesianos y en su edición facsimilar de las revistas literarias del siglo xx, que dio a luz cuando fue director del Fondo de Cultura Económica. Con excepción de los asuntos religiosos, sus temas monográficos fueron similares: viajes y viajeros, instituciones culturales, libros, libreros, bibliotecas. El primero cultivó géneros acotados, como los prólogos, las pequeñas o medianas monografías, las biografías de personajes del siglo XVI y XVII. El segundo siguió la misma pauta con el reino de la literatura en los siglos XIX y XX. La única gran biografía escrita por don Joaquín fue su magistral vida de Don Fray Juan de Zumárraga; el Hernán Cortés de José Luis es también un libro único, hermano de aquél en su voluntad de precisión y objetividad, y hasta en los utilísimos encabezados que aluden al contenido de cada página.
Ambos vivieron para sus vocaciones (la historia, la literatura, y el cruce de ambas), pero no vivieron de ellas. Don Joaquín manejaba su gran hacienda azucarera en Morelos; ese “modus vivendi” –escribió– alimentaba a su familia y le daba para sus “calaveradas literarias”. Hijo del modesto médico y boticario de Atoyac, Zapotlán y Tequila, que en tiempos de Ávila Camacho llegó a tener un puesto intermedio en la Secretaría de Salubridad, José Luis Martínez se desempeñó en una serie de puestos públicos (embajadas, la dirección del INBA, la del FCE) en los que sirvió con dignidad y ganó una vida confortable que daba, si no para sus “calaveradas”, sí para sus empeños literarios y sus divertimentos, como la originalísima compilación de textos sobre la Luna que editó con motivo del alunizaje de los primeros astronautas. Aunque don Joaquín parece haber tenido un carácter fuerte mientras que José Luis era un hombre particularmente suave, ambos esquivaron las polémicas y sólo tangencialmente se involucraron en la política. Ambos eran católicos, devotísimo el primero, más íntimo el segundo. Aunque José Luis se definía a sí mismo como “un cristiano frío”, respetaba los rituales de la fe: quiso que un sacerdote bendijera la nueva sede de la Academia.
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Un paralelo más, insospechado y triste, hermana las dos vidas.
Ambos sufrieron la muerte de sus mujeres, que amaron mucho: don Joaquín no tan joven, José Luis no tan viejo. Ambos mitigaron su pena en el consuelo de los libros. En unos apuntes inéditos de Martínez se lee: “Don Joaquín escribió e imprimió su propio devocionario o libro de horas al que tituló El alma en el templo, cuya segunda edición dedicó a la memoria de su mujer, doña Filomena Pimentel de García Icazbalceta, que murió en 1862 y no logró ver el precioso librito.” José Luis –que adquirió la quinta edición de esa obra de “discreta belleza”, elaborada con sus propias manos por aquel sabio que tanto admiraba– dio a su duelo una expresión similar: a diez años de la muerte de Lydia Baracs escribió y publicó –en recuerdo de ella y en corta edición privada– una pequeña y hermosa plaquette: una biografía matrimonial.
En los años cuarenta, tras haber sido un respetable Don Juan –su apostura fue legendaria–, José Luis había casado con la gran coreógrafa Amalia Hernández, de quien tuvo a su primogénito, José Luis, que heredó cumplidamente su vertiente de diplomático y promotor cultural. Tras el divorcio conoció a Lydia, judía húngara –bella y talentosa– que había sobrevivido el Holocausto en Budapest, refugiándose primero en Italia, más tarde en El Salvador, y finalmente en México. Se casaron en 1954 y vivieron juntos hasta la muerte de ella, en 1986. En agradecimiento al triple milagro en su vida: la salvación de la guerra, el azar del encuentro con ella y su amor, José Luis la llevó a la Villa y la puso bajo la advocación de la Virgen de Guadalupe y comenzó a llamarla Lupita. Por eso el librito se titula Recuerdo de Lupita.
Lydia aparece no sólo como su ángel guardián sino como la mujer europea –práctica, valerosa y sabia– que lo ordenó en todo aquello que quedaba fuera de la gravitación de los libros, y en los libros también: “Entonces comenzó mi educación” –apunta José Luis, en las primeras páginas– y procede a describir la pedagogía de su mujer. Doña Rosa Isabel Martínez, hermana de José Luis, recuerda que fue Lupita la que “lo centró, le enseñó economía, le dio el ambiente agradable para que se desarrollara”. “Gracias a su visión y a su inteligencia –reconocía José Luis– tenemos la casa en que vivimos y en donde aún escribo.”
Notable por su decoro, el libro recobra escenas extraídas de una fuente que no fue, como era usual, la biblioteca de José Luis:
Desde su infancia, Lupita llevaba una especie de diario, en húngaro, en el que anotaba cuanto le y nos ocurría. Yo le había pedido que lo tradujera al español, y se puso a hacerlo desde el día en que nos conocimos, en 1954, y lo interrumpió el 6 de mayo de 1986, fecha en que nuestra hija Andrea Guadalupe se graduó de socióloga. El viernes 23 de mayo siguiente, Lupita me entregó estos apuntes que registran lo más importante que hicimos a lo largo de 32 años: viajes, premios, alegrías y penas, invitaciones, lo que ha pasado con nuestros hijos y nuestros amigos. Gracias a estos apuntes, a mí que soy tan olvidadizo, me ha sido posible recordar cuanto ha sido nuestra vida.
Tenían una forma rara de tutearse: se hablaban de usted. Hasta el final de sus días, en recuerdo de Lydia-Lupita, José Luis usó corbata negra. Sus cenizas descansan con las de ella en Catedral.
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Lo conocí hace treinta años, pero sólo lo traté en su vejez. Mi visión de él adolecerá siempre de esa distorsión. Sus fotografías familiares dan cuenta de una vida plena y, en largos tramos, feliz, pero desde los años de su pérdida comenzó a guiarse por la máxima de Virgilio “et nunc manet in te” (“y ahora quédate en ti”). Su soledad no era misantropía: frecuentaba a sus viejos y nuevos amigos, no faltaba a las reuniones de las Academias de la Lengua y de la Historia, viajaba a España o al interior de la República a la primera provocación, aunque viajar le costara los trabajos de Hércules. Le gustaba con moderación el tequila –que recibía de Jalisco–, era muy goloso, se reía entre dientes, sabía preguntar y escuchar, no pontificaba nunca. Sobrellevaba “sus males” –que no eran pocos o indoloros– con estoicismo y hasta con buen humor. Era, ante todo, un hombre bueno. También era apacible, afable, caballeroso, elegante, delicado, reflexivo, parco y ocasionalmente pícaro. Contestaba el teléfono con voz apenas audible y pronunciando su apellido. Era un tecolote de la literatura: dormía hasta mediodía y trabajaba en las altas horas de la noche, en su estudio (con sus libros predilectos y música de Bach) o, cuando ya no fue posible, en el invernadero contiguo a su recámara, el sitio preferido de Lydia, rodeado de imágenes familiares y con vista al jardín arbolado. Marcaba con lápiz, suavemente, en los márgenes. Corregía las erratas, propias y ajenas. Tomaba apuntes sobre los libros, les hacía índices temáticos y señalaba errores u observaciones en pequeños papeles que dejaba entre las pastas. Una alegría lo acompañó hasta el final: “Llenarse la cabeza con curiosidad.”
Con una sola persona conservó intacto el filo crítico de su juventud: consigo mismo. Era severísimo para juzgar su propia obra, lo cual resalta su temple. No por casualidad atesoraba el famoso grabado autobiográfico La crítica, de Julio Ruelas, en un cuartito secreto de su estudio. También a José Luis le sorbía el cerebro el insidioso y doctoral escarabajo de la crítica. Se definía como “un forzado de la pluma y las indagaciones”. Había buscado la claridad y la precisión; se sabía tesonero y constante; pero lamentaba “no tener mucho que enseñar a los jóvenes”; se decía “falto de gracia e imaginación creadora” y sólo quería “afinar la débil huella que [sería, según él] su legado”:
[…] a pesar de que me haya empeñado en tantas noches solitarias en aclarar mis nociones, en ignorar menos y en hacer la tarea del momento con todas mis luces posibles y sin ahorrarme fatigas, nunca he quedado satisfecho; no he escrito aún la página luminosa que me justifique.
Describía su vocación por las tareas intelectuales como “una servidumbre voluntaria […] [una] pelea nunca agotada con los fantasmas del pensamiento, que [eran] su condena pero también su salvación”.
Ya en la vejez aquella condición de “servidumbre” adquirió un sentido adicional: su compensación “no es la gloria ni el éxito, fugaces y deleznables, sino un amparo en los años tristes de la senectud”. También en este tramo lo inspiró don Joaquín. Solía recordar la inscripción latina en el modesto monumento mortuorio de García Icazbalceta en el interior de la Parroquia de los Santos Cosme y Damián, en el barrio de San Cosme, donde el sabio comulgaba: “El ocio sin letras es la muerte.”
Letras escritas por él y letras escritas por otros. Hasta donde pude vislumbrarla, la vejez de José Luis fue serena por la mezcla de resignación y alegría creativa que normaba sus días. Nunca dejó de tener proyectos vivos, delineados en libretas blancas con letra diminuta y tinta azul, apartados rigurosamente en grandes carpetas color papel manila, llenos de papelitos: las 2,500 páginas de la correspondencia entre Reyes y Henríquez Ureña, aquella historiografía del siglo xvi de mil páginas, la obra sobre García Icazbalceta, y varias otras que mencionó en su homenaje en la Academia de la Lengua, aunque quizá fueran meros esbozos: Vida y obra de Herman Melville, Selección del Doctor Johnson, Guía de mexicanistas, etcétera.
¿Qué significaba la lectura para ese lector omnívoro? En un momento de rara confesión introspectiva, se refirió a su natural “timidez, reconcentración y tristeza” y al modo en que la lectura las compensaba creando “mundos sustitutivos”. “Con el tiempo –explicaba en una de sus últimas entrevistas– perdí a mi mujer, mis hijos se fueron, vivo solo y mi compañía son los libros, mi compañía y mi amor son los libros.” Cuidaba su biblioteca como un organismo vivo. Su empeño era enriquecerla y mantenerla al día. En sus últimos años adquirió L’Ésprit de l’Enciclopédie, 15 o 16 tomos que disfrutó como un juguete nuevo. Varias veces recibí sus papelitos de reclamo sobre libros de Clío que le faltaban. Y sobra decir que conocía su santuario como la palma de su mano, o mejor. Hablando de Pedro Henríquez Ureña, me preguntó: “¿Sabías que en algún momento fue comunista?” Y a continuación sacó un volumen pequeño titulado Sangre roja de Carlos González Cruz, publicado en 1924, con un inverosímil prólogo leninista de Henríquez Ureña. Cuando no pudo leer hacía que le leyeran. Así hizo Lupita –la tercera Lupita– su hija, con el tomazo de Bioy Casares sobre Borges, que disfrutó. La última palabra que le escuché fue “lectura”.
A mediados de 2005 preparó un largo texto que permanece inédito con el título (escueto, como todos los suyos) de “Mis libros”. Era el mapa del tesoro. Describía las diversas secciones de la biblioteca: literatura mexicana y literaturas del mundo, historia mexicana de todas las épocas y géneros, historia universal y de países particulares, libros de arte y de formato mayor, enciclopedias, diccionarios, libros de consulta, de filosofía, estudios literarios, las colecciones completas de revistas y suplementos, etcétera. La narración fluye con naturalidad sin detenerse en las obras predilectas, ya valoradas en su obra Bibliofilia (publicada en 2002). Pero, de pronto, se desvía y se asienta en una zona sorprendente: su colección de libros sobre plantas medicinales. Con deliciosa minucia describe el formato, las ilustraciones, la tipografía, el contenido y utilidad de obras del siglo XVIII que atesoraba, como la Historia natural de Nueva España de Francisco Hernández, protomédico de Felipe ii; los libros españoles sobre plantas medicinales y venenosas europeas, en especial griegas; la luminosa Trujillo del Perú, de Baltasar Jaime Martínez de Compañón (con el grabado de una indígena parturienta que lo conmueve); los trabajos de José Celestino Mutis en Colombia, que aprovechó Humboldt, y los diversos atlas, colecciones y bibliotecas de la medicina tradicional mexicana editados en el siglo XX. A quienes lo leímos nos extrañó el excurso, pero no es difícil entender su sentido. El propio José Luis lo alude en parte. Esas obras entrañables, que ojeaba para averiguar –dice– “la índole de mis males”, lo remitían a sus estudios de medicina. Pero tal vez también a tiempos más remotos que no menciona, los de la Farmacia Pasteur, la botica itinerante establecida sucesivamente por el doctor Martínez en Atoyac, Zapotlán y Tequila, con sus frascos de porcelana y vidrio que guardaban pócimas, fórmulas, ácidos; sus balanzas de precisión, pinzas y morteros, y sus rigurosos recetarios. Dos años antes había tenido otro encuentro significativo, “un sueño extraño” que apuntó de inmediato, sin interpretarlo. Sus hermanas lo conducían a ver el cuerpo inerte de su “mamá Julita”. Era una imagen desnuda, en un ataúd abierto, cubierta por un velo transparente, que el hijo va recorriendo, reconociendo, en su tersura y delicadeza. “Mi visión –concluye– era más bien estética que erótica, y no tenía nada de filial”, pero al ver el sexo “como una sombra fina” piensa que “por ahí salí al mundo”. En sueños y ensueños había vuelto a las dos claves de su vida: los anaqueles de sabiduría curativa, de que sus libros eran trasunto, y el amor maternal, reproducido en sus “Lupitas”.
“Espero –dijo en su homenaje– que en los pocos años que me queden de vida pueda cerrar ciclos y escribir obras útiles para el conocimiento de nuestras letras.” La muerte, queda claro, no estaba entre sus proyectos. Pero la muerte llegó y él no la rehuyó. Ahora nos queda a nosotros, y a los que quizá vengan detrás, seguir la huella de su fecunda vida. ~
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.