Jóvenes narradores norteamericanos

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CARTA DE WASHINGTON

Jóvenes narradores

Cada antología consiste en la superposición de dos mapas: el del prestigio literario —más un acuerdo sobre lo que se considera decente que un voto al genio— y el de las ilusiones del antologador —lo que le gusta imaginar sobre el territorio que abarca su muestrario. En este sentido, la suma de textos y autores —el volumen mismo de una antología— es también una ficción: la mejor cara de una literatura, tocada con un sombrero que se pretende revelador. El fenómeno se agudiza cuando lo editado son relatos de jóvenes: tierra fértil para el diseño de un futuro que acomode a cierta sensibilidad. Si la antología de David Miklós en Tusquets quiso tener —me imagino— un delicado albornoz, la de Alberto Fuguet y Sergio Gómez en Mondadori un casco de motociclista, y la de Leonardo da Jandra en Joaquín Mortiz una visera de cartón, otra de proyecto similar que apareció recientemente en los Estados Unidos lleva más bien una gorra de beisbol.
     El número especial de narrativa de la revista New Yorker fue dedicado este verano a los autores gringos más jóvenes, y se llama, con saludable arrogancia: "Veinte escritores para el siglo XXI: el futuro de la narrativa estadounidense". Los amplios parámetros de selección por prestigio están expuestos en una nota introductoria de Bill Bufford, responsable a la vista del compendio: menores de cuarenta años, con obra de alguna resonancia publicada. La mayoría de los relatos que llegaron a letra impresa —18 de veinte— tienen como tema y paisaje la soledad estadounidense en varias de sus presentaciones: el inmigrante satisfecho y el melancólico, la vida campesina como depositaria final de la inocencia americana, la tecnología como droga, la rabia juvenil y el drama del divorcio; versiones conocidas del viejo motivo de la desolación americana —a veces demasiado conocidas— para quien haya frecuentado la extraordinaria producción narrativa de los Estados Unidos en el siglo xx.
     Hay algunas cifras interesantes para la lectura del mapa ilusionado de la antología: de todos los autores, cinco —la cuarta parte— pertenecen a minorías: un chino, una haitiana, un dominicano, un hindú y un indio. La proporción adquiere interés si se considera que entre los veinte relatos se pueden contar ocho de buena calidad, cuatro de los cuales pertenecen a narradores no blancos. Junot Díaz —el dominicano— y Sherman Alexie —el indio— escribieron las únicas obras realmente memorables —"Otra vida, otra vez" y "The Toughest Indian in the World"—, junto con George Saunders —él sí gringo clavado—, que ha publicado una pieza —"I CAN SPEAK!™"— notablemente parecida a las ironías de ficción tecnológica que escribía Juan José Arreola a principios de los años cincuenta. Otro cuento, también de los mejores —"The Saviors", de William T. Vollmann—, utiliza un recurso que Alejandro Rossi casi ha patentado para nuestra lengua: la imposición de distancia entre el relato y el narrador por medio de la inserción de reflexiones en torno al método que el autor está siguiendo para escribir. En este tenor, el trabajo de Junot Díaz remite en el tratamiento de ciertas imágenes fantasmales al del Juan Rulfo cuentista. Señalo las coincidencias por lo que tienen de curioso: es tristemente improbable que alguno de estos escritores haya leído o vaya a leer en su vida a un autor mexicano.
     Hay otras generalidades interesantes: 18 de los relatos son realistas; los veinte están planteados con un lenguaje directo y eficiente; todos narran una sola historia, situada en una sola geografía, y siguiendo una lógica temporal que va del pasado al futuro; como en la vida real, la memoria supone la única flexibilidad en la flecha del tiempo. Las variaciones estructurales entre un cuento y otro radican principalmente en la voz del narrador: a veces una primera persona memoriosa e íntima, otras una tercera universal —en ocasiones alucinada—, en dos casos un par de personajes dialogando. Una lectura atenta de los temas, lenguajes y sistemas narrativos utilizados por los autores de la selección revela que la tasa contra la que miden su escritura es la del profesionalismo: buena factura, poca imaginación, miedo a incursionar en territorios no validados por los prestigios del pasado; resulta fácil rastrear en ellos al narrador reputado que imitan.
     Si nos atenemos a la apuesta del New Yorker, la literatura estadounidense por venir será cautelosa y convencional; nada que ver con lo que hicieron en su momento Melville, Faulkner, Ellison o Carver.
     La lectura obvia de este balance —que, por cierto, no arrojaría resultados muy distintos en el caso de las antologías de narradores jóvenes mexicanos e hispanoamericanos mencionadas al principio— es deprimente y pasa por la queja perpetua e indemostrable sobre la dependencia del mercado: el siglo de las revoluciones literarias concluye con un gracioso retiro hacia las formas tradicionales, los temas seguros y la total rendición de los esfuerzos renovadores de la prosa al poder del argumento; los últimos escritores del centenario que vio pasar a Joyce, Kafka y Borges prefieren simplemente contar una historia.
     También está la posibilidad de que al leer la antología del New Yorker suceda lo que Christopher Domínguez ha llamado la presbicia de la crítica: debido a que los referentes literarios están siempre en el pasado, es casi imposible que el lector de un texto reciente descubra lo que hay en él de novedoso; toda innovación, necesariamente, refiere sólo a sí misma. Pudiera ser, entonces, que los escritores estadounidenses más jóvenes se encuentren absortos en el intento de restaurar al arte antiguo y elemental de la narración, liberándose de los estruendos de la reforma secular, pero anotando sutilmente sus lecciones. Si tal es el caso, estamos ante una reacción afortunada que todavía guarda su secreto. –

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