Juan Goytisolo:El último principista

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¿Se lo quería mucho, poco o nada? La pregunta, me di cuenta pronto, admitía tantas respuestas como interlocutores, fueran próximos o lejanos a Juan Goytisolo. Pocos como él, efectivamente, para provocar en el gremio literario y sus aledaños resistencias tan enérgicas o adhesiones tan ruidosas. En el círculo cercano, por ejemplo, Carlos Barral no disimulaba el fastidio que le inspiraban la persona y más aún la obra, aunque en tren de hablar en serio se le colaban raptos de crédito y un poso de afecto indeciso, afilado. Y Jaime Gil de Biedma, siempre de pocas pulgas y siempre sentimental, sentía por Juan un cariño casi de arraigo fraterno, generacional, que la común correría homosexual caldeaba y quizás acentuaba. Juan Marsé, por su parte, lo estimaba de veras y lo respetaba, y Pere Gimferrer lo defendía con razones convincentes y algo exaltadas. Y Luis, su hermano, sin asomo de talante agresivo, prefería, creo, ser parco, ladear el tema con puntos suspensivos. Yo lo vi muy poco en mis fechas catalanas, seguramente porque sus estadías en Barcelona eran escasas y de paso breve. Pero tuvo hacia mí un gesto digno de esa generosidad que despunta en él acerada y valiente ante las canalladas políticas. Una tarde me llamó por teléfono a mi casa y, enterado, pienso que por Luis, de que el gobierno militar uruguayo se había negado a renovar mi pasaporte, me ofreció su ayuda incondicional: podíamos, me dijo, mover influencias para regularizar mi situación legal en España. Fue un acto conmovedor que no olvidaré, un acto que en aquel mal momento me tonificó. Años después, en 1989, en Buenos Aires, y esta vez en clave irónica, tuvo otra ocurrencia solidaria. El semanario Brecha, de Montevideo, le mandó un fotógrafo para que le hiciera unas fotos que ilustrarían una entrevista con él; y, a sabiendas de que en esa publicación yo no era bien visto, me situó a su lado en todas las tomas. “¡A ver si me vetan!” —repetía, riéndose, entre las palmeras alzadas de la Plaza San Martín.
     Lo cierto es que, en la curva pronunciada de los setenta, las reacciones sinuosas que motivaba podían encontrar un aval en el carácter de su obra y en su propio temperamento. Juan era entonces (y es todavía) una figura de trazos mezclados y linealmente fiel a sí misma, a sus fuentes más íntimas y sus manías más tenaces, a pesar de (¿o gracias a?) las numerosas fracturas y quiebros que, como cuñas, se ha afanado en instigar aquí y allá. El franquismo, los 40 años de franquismo, convirtieron a los escritores, se sabe, en exiliados. Juan se unció a ese exilio desde vertientes múltiples y desafiantes, hasta volverlo el centro de conjugación e irradiación de sus hechos y sus palabras, hasta promoverlo a estatuto perdurable. La restauración democrática, la restitución de la legalidad institucional, el regreso a un curso social normal y civilizado, aunque saludados por él como pasos útiles, no enjuagaron ni atemperaron su convicción, intelectualmente razonada y vitalmente arrogada, de extranjero impenitente, de trasterrado pertinaz. Su vínculo eventual con la cadena de preocupaciones de la Generación del 98 (la salud pública del país, las lacras nacionales, el destino histórico, la denuncia de las hipocresías: el repertorio urgente y quejumbroso del manoseado “me duele España”), sin quedar abolido, se ensancha en ramificaciones igualmente afligidas de desvelo pero que entroncan con mucha mayor derechura en la tradición heterodoxa y el linaje sedicioso —”libertino y tabernario”, según Menéndez y Pelayo— de Fernando Rojas, Francisco Delicado, san Juan de la Cruz, Quevedo y de aquel Blanco White, sevillano de nacimiento y anglófilo por adopción, al que Juan, muy en trance de identificaciones, le dedica una antología estupenda en 1972. Una familia de disidentes y marginales, de abogados del diablo y tábanos incoercibles, una familia que arropa y sirve ejemplos y garantías. El exilio, entonces, se transmuta en una forma de ser; en un ideario imperialista que, en círculos concéntricos, trastoca y redefine una a una las capas de la personalidad; también, en una bandera, una bandera que Juan, el último de los principistas, no cesa de agitar. Es una opción congruente con una trayectoria personal y creadora. Hay un texto de Coto vedado —libro al que volveré más adelante— que es, en este sentido, elocuente:
      
Castellano en Cataluña, afrancesado en España, español en Francia, latino en Norteamérica, nesrani en Marruecos y moro en todas partes, no tardaría en volverme a consecuencia de mi nomadeo y viajes en ese raro especimen de escritor no reivindicado por nadie, ajeno y reacio a agrupaciones y categorías. El conflicto familiar entre dos culturas fue el primer indicativo, pienso ahora, de un proceso futuro de rupturas y tensiones dinámicas que me pondría extramuros de ideologías, sistemas o entidades abstractas caracterizados siempre por su autosuficiencia y circularidad. La fecundidad de cuanto permanece fuera de las murallas y campos atrincherados, el vasto dominio de las aspiraciones latentes y preguntas mudas, los pensamientos nuevos e inacabados, el intercambio y ósmosis de culturas crearían poco a poco el ámbito en el que se desenvolverían mi vida y escritura, al margen de valores e ideas, menos estériles que castradores, ligados a las nociones de credo, patria, Estado, doctrina o civilización. Hoy día, cuando la fanfarria hispana reproduce a diario celebraciones de las patrias chicas, medianas o grandes a nuestras glorias literarias y artísticas, el silencio, la extrañeza y vacío que envuelven a mí y a unos cuantos, lejos de entristecerme, me convence de que el binomio fidelidad/desarraigo tocante a la lengua y país de origen es el mejor indicativo de un valor estético y moral en cuya hondura no cala por fortuna el dador de homenajes. La libertad y aislamiento serán la recompensa del creador inmerso hasta las cejas en una cultura múltiple y sin fronteras capaz de trashumar a su aire el pasto que le convenga y sin aquerenciarse a ninguno. La guerra civil íntima de mi sexo y lengua, preludio quizá de mi futura oralidad fálica y literaria, se dirimió de forma subterránea a través del conflicto cultural protagonizado por mi familia.
      
Muecas de desamor, ademanes repelentes, alegoría de la mofa, orgullosa orfandad transterritorial —y un obstinado retumbo recriminatorio. Una reivindicación de la singularidad y el radicalismo, un elogio del exilio y la errancia como fraguas liberadoras, de sello cuasi ácrata, y un alegato a favor de una moral inclaudicante y una estética bastarda. El despliegue, en fin, de una bandería soberbia. Va de suyo que, en el personal espacio de inquisición que Juan diseñó a lo largo de su obra, estas defensas (en el doble sentido de la palabra) encajan como claves de bóveda y piezas maestras de una arquitectura intelectual que denuncia una continuidad zigzagueante y empecinada. Me explico. En sus primeras armas, la mala conciencia social, aquella mala conciencia que según Jaime Gil empujó a casi todos los de su generación a convertirse en pésimos escritores de literatura social, activó los mecanismos de la creación, proporcionó pautas éticas y políticas y promulgó una formulación más o menos esquemática del arte de la escritura. Ese conjunto de rasgos se amparó —y el dato importa en este contexto— en una intensidad empática, cómplice, que transmitía al lector una experiencia de vida propia y cercana, y en la que la mala conciencia social (más unas gotas de autoconmiseración en la cadencia sufrida) era alimento y estímulo de la imaginación. Pues bien: desde Señas de identidad (1996), desde sus páginas finales para ser exactos, Juan se pone a describir una aventura personal y creadora que, a la vez que entraña una ruptura con lo anterior, se le encadena de un modo persuasivo, resonador. Procede, por etapas, a una serie de sustituciones sintomáticas. Así, por ejemplo, de los remordimientos porque los ancestros explotaron esclavos en una Cuba remota (Señas de identidad), o de la indignación ante una geografía dejada de la mano de los hombres (Campos de Níjar), se pasa a la cólera por una expulsión secular que se conserva vigente (Reivindicación del conde don Julián), a la abjuración de una mitología y unos prejuicios sociales, políticos y sexuales a los que se descubre mentirosos (Juan sin Tierra) y a la repulsa furiosa de la institución occidental (Makbara). Así, también, la visión ideológica gana complejidad y se desembaraza de la indigencia primeriza, el universo literario renuncia al registro documental y pega un salto al abismo, la oscura seducción del andaluz se trasmuta en la no menos oscura del árabe… Por un lado, sacudimiento de las tutelas contingentes fastidiosas, adentramiento en la historia no oficial, apropiación de una sensualidad otra, encrucijada y mezcla de culturas; por otro, iconización del lenguaje, códigos que descoyuntan y ayuntan los géneros poéticos, concentración en la realidad material del texto y ya no en la verosimilitud de la trama o la psicología de los personajes, una estructura serial salmódica que se apoya en la fragmentación de los discursos. He ahí, en síntesis, las variadas secuencias de un desplazamiento fuerte de intereses que compromete por igual el fondo y la forma. Lector inteligente y perspicaz, y muy responsable ante sus tradiciones, Juan recrea a su modo el flujo renovador que acerca a la literatura latinoamericana de la época el cuestionamiento de la obra, de la escritura, del papel del escritor, del medio, del libro y hasta de la tipografía. Se aventura, de paso, con Makbara, en esa corriente de las letras europeas que trabajará, de más en más, en una política transcultural encaminada a recoger, con distintos grados de originalidad, el fresco heterogéneo y plebeyo de la tribu moderna. Y franquea estas mutaciones con la entrega eufórica del converso, con esa capacidad tan suya para abrazar las enseñas, para comerciar apasionadamente con las ideas y arrastrarlas hasta sus extremos.
     Se trata, es claro, de la fundación de un nuevo pacto literario-ideológico, que se extiende entre 1970 y 1982 y que acaso se corona en 1988 con Las virtudes del pájaro solitario. No hay dudas de que Juan logra, con esta abultada suma de trámites y tránsitos, un horizonte autónomo congruente que crece de forma orgánica, una polifonía literaria abierta y circular al mismo tiempo y una dicción poética que fía en la oralidad, más que en el silencio, recursos retóricos que le sientan muy bien a sus piezas, que las caracterizan con rasgos propios y les avecinan un reconocible aire de familia. No creo que Juan, empleado con tanta resolución en un itinerario que debió depararle enseñanzas y provechos, llegue a preocuparse si digo que, a mi entender, en este ciclo sacrifica mucho la temperatura dramática y renuncia en buena medida a la legibilidad, que exige al lector un esfuerzo de intelección añadido y una componenda cooperativa. Tengo la impresión de que aquí él se aleja de su propia experiencia humana y habla de otra, racionalmente meditada y como impuesta por las obligaciones intrínsecas de una órbita singular de afanes. Un argumento imponderable de su parte, y también con su costo propio. ¿Lectura convencional y reaccionaria de mi parte? Puedo admitirlo.

Permítaseme agregar, sin demoras, que Coto vedado y En los reinos de taifa, de 1985 y 1986, respectivamente, me trajeron al Juan que tengo por más próximo a mí, el que me dice más cosas al oído. Libros autobiográficos, recuentan y revisan una trayectoria rica y afiebrada que, en el primero, es búsqueda impaciente de amor y refugio, de equilibrio entre la inclemencia del exterior y el pánico teatro interior, y, en el segundo, militante propósito desmitificador acunado en las ilusiones perdidas y las convicciones aseguradas. Libros en los que sobrenada una insobornable indagación ética que se refuerza por un lenguaje tenso, intrépido, vigoroso, sujeto de modulaciones delicadas o recias que se acuerdan a los requerimientos de las texturas. Libros en los que se dibuja una figura incómoda, divergente, de bicho raro subido al espantapájaros de algunos actos y pareceres libérrimos y de terco retintín ofuscado, sermoneador. Libros, por tanto, en los que la voz de Juan percute íntegra, desenvuelta, y en los que su exilio y su nomadismo se yerguen, banderas al fin exentas de autoconmiseración y rencor, en su destino y acaso en su triunfo.
     Fue allá, en el Buenos Aires de 1989, al participar en un homenaje que le dedicó el Instituto de Cooperación Iberoamericana, y al conversar con él en demorados paseos por La Recoleta, cuando más me le acerqué. Menudo, a caballo de una armazón desmedrada, con los grandes ojos encajados sobre la nariz prominente, comparecía un Juan de mecánica doble: por momentos, una melancolía furtiva, de repliegues adustos y tintes tiesos; por momentos, ganando el espacio central, una capacidad de burla y una sesgadura desconfiada a las que atiza una rebuscada vocación por trizar cuanto huela a acomodos y transacciones. Mecánica doble, sí, como si se tratara de la convivencia de dos genios enemigos, y que, en otro plano, lo conducía a considerar con celo lo que sobre él se afirmaba en el homenaje, o a reclamar en filigrana virtuosa un mejor reconocimiento de sus paisanos, y a renglón seguido, sin apenas transición, en súbita asunción de conciencia reactiva, a desentenderse de alcahueterías y sacralizaciones, a recostarse en su papel de errante empedernido. Una dialéctica de correctivos que se suceden y se escalonan, una estrategia de avanzadas y retrocesos, ambas regeneradas por el plante socarrón que, concluyente, se imponía.
     Pero, ante todo y sobre todo, la imagen que más me transmitía, la que llegó a monopolizarlo y resumirlo, una imagen tal vez lastrada literariamente por mí, fue la de un Juan habitante de ninguna parte, desafiliado, precario, glauco. Allí estaba, a mi lado o frente a mí, en carne y hueso, y sin embargo, de repente, se extraviaba, huía, dejaba de ser. No perdía cuerpo ni rotundidad pero su nervio, la sangre de sus venas, estaban como en otro lugar. Parecía auténticamente el ciudadano tránsfuga de un país ignoto. ¿Un caso clásico de mimetismo y devoración, de esos que funden y confunden a la persona y a su personaje? Quizás. –

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(Rocha, Uruguay, 1947) es escritor y fue redactor de Plural. En 2007 publicó la antología Octavio Paz en España, 1937 (FCE).


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