John Fante, La hermandad de la uva, Anagrama, 2004, 207 pp.
El escritor italiano Alessandro Baricco se pregunta (en el prólogo de la edición italiana de Ask the Dust) por qué todo el mundo se identifica con Holden Caufield, el joven protagonista de El guardián entre el centeno, y por qué nadie recuerda a Arturo Bandini, el alter ego de John Fante. El héroe de Salinger, el rebelde sin causa, el niño listo en medio de un mundo estúpido, el impulsivo Holden Caufield es la viva imagen de nuestra impetuosa adolescencia. Y de eso nadie se escapa. Sin embargo Arturo Bandini representa algo muy específico, muy lejos de ser experimentado por el común de la gente. El héroe de Fante es un muchacho italoamericano católico enamorado que quiere ser escritor y se debate en una lucha cruenta por hacer que el universo sea como él quiere. El guardián entre el centeno es la historia de un viaje alucinante a través de un mundo equivocado, mientras Pregúntale al polvo es un choque entre dos trenes.
Hay además un problema con el estilo de Fante. Ciertamente sus historias tienen una fuerza brutal que sacude al lector. Justamente la que percibió Charles Bulowski y le hizo poner esta dedicatoria al principio de Love is a Dog from Hell. Poems 1974-1977: “A John Fante quien me enseñó cómo hacerlo. Hank.” Pero esas dosis de adrenalina narrativa que Fante imprime en algunos pasajes se mezclan con otros que carecen por completo de sustancia literaria. Situaciones imposibles de creer o necedades de un personaje que no podrían corresponder con ningún sentimiento real. A veces se antoja saltarse páginas para ver si la cosa se compone y volvemos a encontrar a ese Fante brutal, de sentimientos vivos y a flor de piel más adelante.
En el caso del nuevo libro que edita Anagrama, La hermandad de la uva, los primeros capítulos son magistrales. Perfectos. El protagonista, Henry Molise, recibe una llamada. Su hermano Mario no sabe qué hacer con su madre, quien ha hecho un escándalo que ha llegado hasta la comisaría. Quiere el divorcio. No puede soportar más la infidelidad del viejo Nick Molise, quien con casi ochenta años a cuestas se presenta en casa con los calzones llenos de lápiz labial. Aunque esa insignificante tragedia familiar le parece de lo más normal, Henry se embarca en un viaje de regreso a sus orígenes con el pretexto de resolver este pleito doméstico entre sus padres. Volverá al pueblo de San Elmo, en donde pasó su infancia y del que se alejó en la adolescencia para perseguir la carrera de escritor. Volverá, aunque no lo sabe todavía, para ver morir a su padre. Y ése será el cierre del libro: la muerte del padre y, sobre todo, la actitud de la madre ante ese hecho rotundo. Un final espléndido. Tanto los hermanos como el pueblo y sus personajes han sido delineados por Fante con pinceladas maestras. No se diga sus padres, quienes son un reflejo inmejorable de los de Arturo Bandini en Espera a la primavera, Bandini. La madre, una sobreprotectora madre italiana, con el pelo impregnado del olor de las especias de Italia, se la pasa preguntándole a Henry si ya comió y, sea cual sea la respuesta, ofreciendo suculentos manjares caseros (de hecho así concluye la escena final). La imagen del taconeo solitario de la madre en mitad de la media noche, con sus mejores ropas y el pelo recogido caminando con firme determinación rumbo a la iglesia para orar por su marido que está en el hospital, es de las más bellas del libro. Y qué decir del padre, ese pequeño y furioso patriarca italiano que camina por la calle cantando O sole mio a grito pelado. Y los vecinos en vez de enojarse sólo dicen: Ahí va el viejo Nick, y sonríen, “como si fuera parte de sus vidas”. No cabe duda de que la parte central del libro se sustenta en una piedra angular: Nicholas Molise. Momentos antes de morir, Nick, que es diabético, se escapa del hospital y se reúne con otros pícaros italianos como él para comer y beber (“¡La hermandad de la uva! Los ves en cada villa. Estos viejos bribones, holgazaneando fuera de los cafés, bebiendo vino y volteando después de cada playerita que pasa”, dice el epígrafe de libro), mientras, como un orador griego declara: “Es mejor morir bebiendo que morir de sed” y luego “Es mejor morir rodeado de un grupo de amigos que entre uno de médicos”. Luego llama por teléfono a la enfermera que lo cuidaba momentos antes, quien por cierto se divierte del otro lado de la línea, para que le venga a hacer sexo oral. Minutos después Nick sufre un coma fulminante, y cuando está tirado en el pasto mientras llaman una ambulancia sus amigos se despiden: “Ciao Niccola. Buona fortuna. / Addio, amico mio. / Coraggio, Nick. / Coraggioso, Niccola.” Dice Fante que hay una paradoja en los italianos: celebran la vida, pero a veces parece que celebran más la muerte. Nosotros sabemos, sin embargo, que Nick no murió en ese momento, sino unos días antes, cuando construía con su hijo mayor una casa de piedra en la montaña: “Miré su cara dice Henry y ahí estaba escrito. Sus ojos estaban abiertos, sus manos se movían, esparcía la mezcla, pero él estaba muerto y desde su muerte no tenía nada qué decir.”
Hasta aquí, todo parece marchar a la perfección. El problema del libro, el bache que encontramos a la mitad (cuando empezamos a querer saltarnos páginas), radica en el protagonista. Henry es escritor. Vuelve al pueblo para tomar las riendas de un problema que ya estaba solucionado antes de que él llegara y está consciente de ello: “No pueden divorciarse. Si se separan se mueren, y lo saben.” Se la pasa hablando de que Dostoievski le cambió la vida (pero ninguna sombra dostoievskiana aparece) y antepone su condición de escritor como un pretexto permanente. Pero Henry Molise no actúa como un escritor, sino como una señorita con las uñas recién pintadas. En cambio el viejo Nick es un toro viril. Algo que se le sale de las manos a Fante es escribir acerca de la obsesión literaria. Lo mejor de su escritura se sitúa lejos de la referencia a la literatura; su mejor personaje es la gente común que siente, no los escritores o los que quieren ser escritores (que se empeñan en interpretar el sentimiento de los demás). Esta declaración sitúa su novela más celebrada, Pregúntale al polvo, en segundo plano, y eleva la primera que publicó, Espera a la primavera, Bandini, a la cumbre de la literatura fantiana. Incluso Fante conocía el poder de Espera a la primavera, Bandini. En el prólogo de una reedición confiesa: “Tengo la certeza de que no volveré a leer ese libro. Pero de algo estoy seguro: toda la gente de mi vida de escritor, todos mis personajes, pueden ser encontrados en esa obra temprana. No guardo de esa época sino el recuerdo de esas viejas habitaciones y el sonido de las pantuflas de mi madre rumbo a la cocina.” Quizá esas imágenes minimalistas sean las catapultas fantianas que mueven las fibras más profundas: un tipo salvaje que cada noche rompe sus agujetas de impaciencia, una mujer que se desplaza en la oscuridad arrastrando sus pantuflas, un juego de beisbol imposible porque el campo está cubierto de nieve.
Henry sólo va a la casa materna por un par de días, pero sucede algo: su padre lo necesita para construir una cabaña de piedra en las montañas. Nadie puede ayudarlo más que él. Su padre, por cierto, es albañil, y uno de los mejores. Henry recuerda que cuando era niño el viejo Nick lo llevaba de paseo por el pueblo y se detenían en cada construcción importante (la iglesia, la escuela, la casa de gobierno) para contemplarla (en cinco minutos de silencio ritual) para después ser interrogado: “¿por qué es tan hermosa?” Y el niño debía contestar: “porque tú la construiste, papá.” Ahora, cincuenta años después, el viejo Nick le pide otro tipo de reconocimiento a su hijo: quiere ayuda para morir. Porque ésta será la última cosa que construya.
Hay una cosa que intriga, más aún cuando sabemos que se trata de algo completamente consciente. Todos los escritores tienen temas recurrentes, y Fante, como sabemos, no es la excepción. Pero por qué contar exactamente el mismo pasaje treinta y cinco años después. En los capítulos 8, 9 y 10 de La hermandad de la uva podemos encontrar exactamente la misma crónica del deambular en los muelles de Los Ángeles, pasar penurias y finalmente conseguir un trabajo en una compañía de pescado después de insistir varias veces que forma la parte central de Pregúntale al polvo. Y en esos capítulos también se incluye una cruenta lucha contra cientos de cangrejos bajo un puente que ya se contó en Camino a Los Ángeles. Para qué contarlo de nuevo, y además para qué en medio de una historia que hasta este punto luce perfecta. Parece un capricho, porque esos fueron justamente los pasajes que Fante ya había reescrito para el cine, a encargo expreso de Francis Ford Coppola, quien se encontraba en esos momentos filmando Apocalypse Now, pero que ya había hecho tratos con Fante para filmar La hermandad de la uva. Incluso se pensaba en Robert de Niro para el papel de Henry Molise. Por desgracia ese proyecto jamás se concretó. Apocalypse Now resultó más ambiciosa que lo planeado y en esa época comenzaron las amputaciones parciales que dejaron a Fante sin piernas, y poco después sobrevino la ceguera.
La hermandad de la uva, el libro en el que cuenta la muerte de su padre, se publicó en 1977, veinticinco años después de que salieran de la imprenta los ejemplares de Full of life, en ese entonces su trabajo más reciente, en el que narraba el nacimiento de su hijo. Dos extremos de un círculo que se cierra. Inquietante ajuste de cuentas, porque después de este libro Fante ya no publicó nada más en vida. Poco antes de su muerte se publicaría Sueños de Bunker Hill, pero para ese momento Fante convalecía delirante. –