La subversión de Iván Illich

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La obra de Iván Illich es un sismo que ha sacudido una a una las certezas de la cosmovisión de nuestra época, y ha ambicionado despertar a las buenas conciencias del mundo de un prolongado letargo mental. Nadie como él supo desmantelar la colección entera de fetiches que paralizan la imaginación contemporánea, y cada uno de los axiomas con los que se construyen todos los teoremas sociales de nuestro tiempo. Lo mismo en Florencia que en Cuernavaca o Nueva York, estudiando oscuros manuscritos medievales, diseccionando olvidados textos sobre la historicidad del espacio o constatando las posibilidades creadoras de la pobreza en los barrios marginados, Iván Illich llevó a cabo una reflexión itinerante y forjó un pensamiento de una extraña radicalidad. A lo largo de toda su vida edificó laboriosamente una de las críticas más subversivas de nuestra época, esparciendo las semillas de una rebeldía mucho más vasta y penetrante que la propuesta por los manifiestos y revoluciones de su siglo.
     La originalidad de su obra reside en una desacostumbrada habilidad para descubrir dimensiones inesperadas de las discusiones políticas e intelectuales, lo que le permitió realizar un ejercicio de arqueología de la civilización contemporánea capaz de hacer volar en pedazos cualquiera de nuestras certidumbres. En su pensamiento se encuentra una radical puesta en duda de la mayoría de las instituciones que rigen el mundo moderno, fundadas sobre la inhabilitación absoluta de las facultades más elementales y sobre el extravío que significa transformar a los individuos para insertarlos en un medio enteramente artificial. El proyecto de la escolarización universal y obligatoria, por ejemplo, transmuta el aprendizaje en una mercancía llamada educación, y no sólo inutiliza las capacidades innatas de aprender, sino que, por medio del sometimiento a procesos escalonados de formación certificada, constituye la más perfecta máquina de discriminación jamás creada. La escolarización, como el crecimiento desmedido de la institución médica o los transportes motorizados, es un ritual creador de mitos: al constituirse como el monopolio radical de la satisfacción de una necesidad previamente construida, no produce conocimiento ni igualdad, sino sus inversos: convierte a los individuos en artefactos y desfavorece a más personas de las que puede beneficiar.
     De Némesis médica a El género vernáculo, Illich muestra la factibilidad de extender su crítica a otros ámbitos del mundo industrial: la salud, los transportes, las comunicaciones y la tentativa prometeica del desarrollo. En todos los casos se trata de una indicación de los límites de la tecnología: más allá de cierto umbral de crecimiento, los utensilios de una sociedad —lo mismo una máquina que un aparato administrativo— generan lo opuesto de sus objetivos y se vuelven fines en sí mismos. La tecnología fuera de control, al crear ambientes donde es imposible vivir sin ciertos artefactos —ya sea los automóviles, las escuelas o los
     hospitales—, deteriora la naturaleza, degrada las relaciones sociales, instaura una tiranía de expertos, incapacita a las personas y las vuelve adictas de sus herramientas. De ahí su llamado a favorecer las tecnologías que —como el libro, el teléfono o la bicicleta— no suponen un consumo obligatorio ni imponen sus propios fines, sino que son puras conductoras de intencionalidad.
     Además de los efectos del crecimiento ilimitado de las herramientas sobre una sociedad, Illich señaló las consecuencias simbólicas de esta expansión: la técnica modifica el funcionamiento de los sentidos y engendra cierta concepción de las relaciones personales. El hombre recibe de sus artefactos un dictado acerca de la imagen de sí mismo y de la realidad: por eso una imaginación tecnológica de la personalidad ha hecho posible la transición a una imagen cibernética del ego, donde la computadora ha reemplazado al libro como “metáfora primordial” de nuestra época. Para concebirse como un ordenador no es necesario, sin embargo, tener contacto con una pantalla: basta con el uso extendido de términos como “interacción” o “comunicación” para referirse al encuentro con otra persona.
     Mediante la elaboración de la crítica y la historia de algunos fenómenos que han dibujado el rostro de nuestro tiempo, Illich fue dejando caer, como discretas gemas intelectuales, una serie de indicios para elaborar una interpretación, no sólo del siglo xx, sino del significado de la civilización occidental. Sin deber nada a las vulgatas en boga, Illich encontró en la destrucción de los ámbitos comunitarios, debida al consumo intensivo de mercancías, la manera de desentrañar el sentido de la desincrustación de la esfera de la economía respecto de la trama de las relaciones sociales, y la posterior invasión de todos los ámbitos de la existencia por la lógica económica. En la subversión del mensaje evangélico por las tentativas de traducirlo en un conjunto de instituciones, eclesiásticas o seculares, identificó la fuente histórica de los cuidados médicos, la educación y otras transmutaciones pervertidas del mismo mensaje cristiano. En la primacía de la percepción económica, observó la pérdida del sentido de la proporción y el advenimiento del lenguaje de los valores, una lógica que no otorga ningún lugar a la práctica de aquello que es simplemente apropiado y que aniquila la posibilidad misma del bien.
     En sus libros, conferencias y ensayos, Iván Illich mostró que las piedras angulares de la mirada contemporánea —las nociones de educación, economía o velocidad— no constituyen más que una insidiosa colección de lugares comunes, un panteón de ídolos mudos inmunes en apariencia al razonamiento y la evidencia. De sus cuestionamientos no se desprende una apología de la reacción ni una utopía nostálgica, sino la develación del pasado como un espejo en el cual debemos confrontar nuestras certidumbres. Pero más allá de su labor de demolición, su obra es el testimonio de una fe indomable en la Encarnación y un acto de reverencia hacia la naturaleza irreductible del prójimo: una celebración constante de los sentidos y la vivacidad, un llamado al ejercicio de la libertad creadora y una inquietante invitación a pensar. ~

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es ensayista.


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