Desde el resurgimiento (o la reinvención) de los nacionalismos étnicos y la recomposición del continente europeo, tanto por fragmentación como por unificación como siempre, la una implica a la otra, se tiende a olvidar que Sudáfrica ha sido, república en 1961 hasta la liberación de Nelson Mandela en 1990, uno de los nudos más duros de la tensión mundial.
Un país en conflicto permanente, que conjunta por lo menos tres tipos de guerras. Una guerra civil, primero, contra una de las dominaciones sociales más brutales del mundo. Una guerra colonial también, y muy compleja, ya que los mismos colonos (descendientes de los holandeses y de los hugonotes instalados en el Cabo desde el siglo xvii, y que, desde antes de la guerra de los Boers, se consideran como un pueblo, los afrikaners) se legitimaban por haber sido oprimidos por otro colonizador, el Imperio Británico; en cuanto a los autóctonos (bushmen u "hotentotes"), ya estaban en vías de desaparición, mientras que una parte importante de los futuros colonizados (en particular los zulúes) llegaba del norte en el siglo XVIII, y esto hasta las grandes guerras anglo-zulúes de los años veinte del siglo pasado. Finalmente, una guerra potencialmente mundial, ya que ahí se enfrentaban las dos grandes potencias mediante secuaces regionales, en una zona que concentra algunas de las reservas de oro, diamantes y uranio más ricas del planeta. Se olvidan ya los miles de hombres enviados por Cuba para hacer en Angola la guerra de los rusos, los Mirages que Francia entregó al régimen de P.W. Botha, apoyado en lo sucesivo por la Inglaterra thatcheriana, en particular contra el Commonwealth, y luego el desarrollo de armas nucleares por parte de las fuerzas armadas sudafricanas,armas que no se sabe muy bien a quién le apuntaban. Esta situación parecía tanto más inextricable cuanto que, eludiendo como siempre el curso de la historia, esa sociedad había inscrito en su Constitución al racismo o, mejor dicho, a la biopolítica justo después de la Segunda Guerra Mundial.
Cada detalle de la vida cotidiana estaba regido por la legislación racial, incluyendo la sangre de las transfusiones de emergencia, cuya mezcla no se concebía más que de blanco a negro. Hacía décadas que el 80% de la población se encontraba excluida, por su nacimiento, de los ámbitos de decisión del país, deliberadamente empobrecida por las restricciones económicas y por un sistema educativo inferior, forzada al exilio en suburbios o en tierras interiores subdesarrolladas, o peor aún, en "bantustanes", estados inventados de cabo a rabo, en los que no sólo era encerrada, sino de facto "desnacionalizada" y por lo tanto despojada incluso de los magros derechos que le concedía la Constitución sudafricana. Un país en el que millones de habitantes vivían en exilio interno, en escenarios y paisajes de obras becketianas, en lugares invisibles en los mapas, pero permanentemente divididos en zonas por las fuerzas de seguridad.
Cinco años después, todo parece haber vuelto a la normalidad, por lo menos la normalidad de esas antiguas naciones coloniales en las que, ciertamente, la miseria y la criminalidad rivalizan con el lujo de las élites, pero en las que los enfrentamientos ya rara vez parecen tragedias políticas. ¿Qué ocurrió para explicar esta transición no demasiado dolorosa, cuando al mismo tiempo se elaboraba, a treinta kilómetros de Italia, una guerra motivada por una empresa de "purificación étnica" que implicaba a la parte esencial de las naciones europeas, y cuando en el antiguo Congo belga ocurría un nuevo genocidio? El relativo silencio alrededor de esta transición ¿no indicará precisamente que vale la pena observar de cerca el éxito de este otro modo de tratar los conflictos? ¿Y cómo se superará esa transición, ese proceso finalmente tan breve que va de la liberación de Mandela a las primeras elecciones libres (abril de 1994), y luego a las primeras elecciones "ordinarias" (junio de 1999) periodo que logró saldar políticamente al pasado para lograr la construcción de una sociedad nueva, mas no amnésica? La acumulación de violencia había engendrado una frustración tan profunda, cada comunidad estaba tan convencida de que la única salida era un baño de sangre, que no sorprende que la transición hacia la democracia se haya percibido popularmente como un milagro, verdadero leitmotiv del periodo postapartheid. Pero hay que matizar este mito de la transición pacífica: entre 1990, año de la legislación de los partidos políticos de oposición, y el principio de las elecciones democráticas de abril de 1994, Sudáfrica conoció una verdadera explosión de violencia urbana y social. Durante ese periodo, decenas de asesinatos cotidianos tenían en realidad motivos políticos. El aparente espíritu de convivio de las negociaciones entre el NP (Partido Nacional, en el poder desde 1948), el ANC y el IFP (Inkatha Freedom Party, partido "zulú", dirigido por Mangosuthu Buthelezi) y las demás formaciones políticas implicadas en las negociaciones, sufría sin cesar la amenaza de violentas manifestaciones políticas en las calles de Johanesburgo y de operativos terroristas dirigidos por las facciones rivales del ANC y del IFP en la provincia de Natal. La campaña revolucionaria en el seno de la juventud, que desde los años setenta apuntaba a crear un estado de ingobernabilidad, aunada al rápido desmoronamiento de las justificaciones ideológicas de la contrarrevolución orquestada por las fuerzas de seguridad, desencadenaron una espiral que gira aún y que quizá convierta a Sudáfrica en el país en paz más peligroso del mundo.
Sin embargo, múltiples factores, tanto externos como internos, conspiraban para mantener el rumbo de la transición. En primer lugar, era claro que después de varias décadas dedicadas a buscar una solución militar para el conflicto político, los dirigentes de los tres grandes partidos consideraban desde entonces que la única opción válida era la negociación. Desde los años setenta, el gobierno había multiplicado considerablemente los recursos y las responsabilidades de los militares: primero para bloquear el "asalto total" que según él preparaban los rebeldes instalados en el exterior, y luego para aplastar cualquier insurrección interna. Capaz de enfrentar ambas amenazas, el ejército sudafricano, sin embargo, no podía desarraigar a la oposición política. El costo del apartheid subía sin cesar, tanto desde el punto de vista político como desde el económico, y las sanciones impuestas por la comunidad internacional convertían al país en un paria. De un modo más profundo, la condena universal al sistema institucionalizado por las leyes raciales de 1950 socavaba la confianza y la unidad que caracterizaban a la nación afrikaner en su cenit. El ANC, por su parte, tenía que reconocer el fracaso de la campaña general guerrillera lanzada en 1979, y cuyos resultados (como la voladura con plástico de las instalaciones nucleares de Koeberg, que no logró interrumpir su funcionamiento) eran muy débiles. Esta opción se hacía tanto menos realista cuanto que durante la resolución de la cuestión de la independencia de Namibia, Sudáfrica negoció un retiro de sus tropas estacionadas en ese país a cambio de un retiro de las fuerzas cubanas de Angola y de un desmantelamiento de las bases guerrilleras del ANC. Por eso, su parte armada ya sólo pudo conducir sus campañas de infiltración a partir de Tanzania y de Uganda, demasiado lejanas. En el interior, inicialmente la insurrección de las townships de 1984 había marcado puntos y abierto "zonas liberadas" en el tejido urbano, pero la represión sangrienta que siguió a la instauración del estado de emergencia le había quitado a sus mejores miembros, presos o asesinados. Finalmente, los dirigentes del ANC y del NP no podían ignorar la evolución del entorno geoestratégico global, el fin de la guerra fría y el compromiso explícito de la Unión Soviética y de los Estados Unidos, en favor de un reglamento negociado de los diversos conflictos que oponían a sus aliados y representantes en el tercer mundo. El agotamiento de las subvenciones militares les permitió muy pronto a los diplomáticos de las grandes potencias frenar las fuerzas que habían lanzado la víspera al servicio de la revolución o de la contrarrevolución.
En este contexto, y con el favor de ciertos acontecimientos propicios, como la oportuna embolia del presidente Botha, pudo emerger un grupo de dirigentes moderados; en particular, para el ANC, Nelson Mandela y Cyril Ramaphosa y, para el NP, Frederik de Klerk y Roelf Meyer. Todos estaban impregnados de un formalismo legalista (aun si sus tradiciones legales divergían radicalmente), y todos pensaban que el porvenir de Sudáfrica se basaría en un reglamento meticulosamente negociado y fundado en un constitucionalismo democrático. Las negociaciones públicas prolongaron así de modo natural las discusiones más o menos secretas que habían tenido lugar en Europa y en África desde mediados de los años ochenta, y fue sorprendentemente fácil construir un marco de negociaciones común. Un poco como durante los procesos de transición política que habían tenido lugar en Sudamérica, la convergencia de esos moderados permitió definir compromisos fundamentales, o el referente de base acerca de las reglas de la competencia política, la evolución de la economía, y la desmilitarización. Mandela y De Klerk, abogados ambos, se sintieron atraídos por el pensamiento constitucional que emergía poco a poco de las innumerables discusiones que tuvieron lugar durante más de un año en el World Trade Centre local. A lo largo de esta empresa de división y desactivación sistemática de los problemas, se dibujaba un sistema de garantía para los intereses de las minorías, las libertades civiles y la propiedad, así como un federalismo moderado susceptible de atraer al partido legal regional que era el IFP (y también a aquél en el que se convertiría el NP). El acuerdo acerca del objetivo era tal, que incluso durante los choques, muy violentos, entre la policía y los movimientos opuestos al apartheid, o durante las masacres de Boipatong en 1992, las discusiones sólo se interrumpieron de modo momentáneo.
Finalmente, un factor crítico para el éxito de la transición fue la coptación inmediata del nacionalismo afrikaner mediante la incorporación de la aspiración a una "parte blanca" (white homeland) en la Constitución. Por este motivo, los generales, uno de los cuales era Constant Viljoen, antiguo jefe de estado mayor de los ejércitos y dirigente del Frente para la Libertad (Vryheidsfront) organización que apuntaba a promover el nacionalismo afrikaner, decidieron no utilizar su considerable influencia en los medios militares para que fracasara la transición. Algunos comandos de la extrema derecha blanca sí lo hicieron, en el bantustán del Bophtatswana, pero la operación, que se convirtió en broma sangrienta a sus expensas, tuvo el efecto de desacreditar aún más la idea misma de un intento de insurrección blanca. En abril de 1994, las primeras elecciones en el sufragio universal instalaron a la cabeza en un mismo Gobierno de Unidad Nacional a Mandela y el ANC (62% de los sufragios), seguidos de De Klerk y del NP (20%) así como de Buthelezi y el IFP (10%).
En junio del 99, las segundas elecciones democráticas estuvieron marcadas por un éxito excepcional para el ANC. ¿Qué partido con cinco años en el poder en una democracia puede jactarse de obtener dos tercios de las voces y casi 65% de los escaños, durante unas elecciones con un escrutinio casi proporcional? Esta elección marcaba el fin de la primera transición. ¿Consolidarán a esta democracia naciente las condiciones que la hicieron posible? El arzobispo del Cabo, Desmond Tutu, titular del Nobel de la Paz, declaraba en el 94 que las elecciones democráticas marcaban el nacimiento de una "nación arco iris". Se piensa, claro, en la famosa bandera policroma cuyos colores múltiples convergen hacia la unidad. Pero conviene recordar que esa bandera es invento no del pueblo, sino de un genio singular de la heráldica, que había combinado los colores de todas las banderas jamás utilizadas en ese territorio tumultuoso, incluyendo la de la república del Transvaal, y también que su triángulo negro fue objeto de un compromiso de último minuto. De hecho, se observará que el reciente voto confirmó la división racial del país, quizás aún más que en 1994. El electorado del ANC es negro en su gran mayoría, y los demás partidos recogen las voces de los blancos, mestizos e indios, con la única excepción del IFP, que consolida su postura ante los zulúes, en particular en el Kwazulu-Natal. De hecho, la sociedad conserva la huella de los conflictos pasados, aún vivos en ese interregno en el que, como escribía Gramsci, "lo antiguo se muere mientras que lo nuevo nace con trabajos". – Traducción de Aurelia Álvarez Urbajtel