Las exigencias del arte

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Héctor Manjarrez escribe poemas, cuentos, ensayos, artículos y principalmente novelas. ¿Por qué escribe novelas? ¿Por qué se escriben novelas? Lo más fácil es decir que uno no escribe novelas sino que las novelas lo escriben a uno. Decir esto es sencillo, cumplirlo es una tarea en verdad endemoniada. Sembrar unos personajes en la página y dejar que ellos cobren vida propia puede atentar contra la propia seguridad del novelista, que renuncia a creerse dios total para sentirse, acaso, un travieso demiurgo menor, una especie de dios gnóstico: no eres fruto de mi voluntad sino hijo de un mal sueño, de una pesadilla.
     Evidentemente Manjarrez cree ser un novelista de esta clase, romántico que se sabe romántico, artista que retrata el “fracaso” del arte a través de una forma artística: La maldita pintura, novela que se inicia realista y asciende, ¿desciende?, al delirio; que comienza costumbrista (el artista en una familia de artistas) y se vuelve simbólica (el arte “agotado”, vuelto espectáculo y mercancía, que se reinventa de sus propias ruinas).
     ¿Hay más? La maldita pintura —a diferencia de Rainey el asesino, su anterior novela— no parece un libro racionalmente planeado y resuelto, es algo así como una metáfora enfermiza de nuestro tiempo, una historia perturbadora con un desenlace patético.
     Aunque es una novela tan breve como las de César Aira (también publicadas por Era), la de Manjarrez es una novela sin humor, grave, porque su asunto —el Arte— le importa demasiado a su autor, cree en sus potencias, deriva de él una moral severa —la del Creador—; no es tampoco —como las del novelista argentino, su contemporáneo— una novela aérea, al contrario, es dura y densa, intensa y tensa, provoca al lector con sus rupturas y desplantes. Es una novela sobre artistas que se toman muy en serio el arte, como en serio se toma Héctor Manjarrez su arte de novelar pasiones e ideas.
     La generación de Manjarrez, que en 1968 tenía poco más de veinte años, creció creyendo que la Revolución todavía era posible, una revolución, claro, que implicaba más cosas que la mera transformación social: implicaba un cambio espiritual, sexual, artístico. El desengaño fue muy rudo. ¿Si no se puede cambiar todo, entonces qué? Se preocupó entonces por la moral. Manjarrez es un escritor desencantado y moral, porque si ya no se puede creer en el Gran Cambio, ¿a qué se aferra uno para seguir andando? Moral como crítica de los sentimientos. Moralismo riguroso derivado del arte y sus exigencias. Pero ¿qué pasa si el arte pierde la brújula, si el arte abandona su exigencia y los artistas ingresan al mercado, a la superchería, a la moda, al fácil delirio del happening planeado? Si del arte deriva una moral, ¿qué pensar de los artistas que se prostituyen, que se repiten, que no buscan, que no intentan romper con su arte para llevarlo más allá? El desencanto ante el Gran Cambio revolucionario es ahora, también, el desencanto ante el arte disminuido. ¿Para qué sirve el arte si ya no sirve para plantear otra realidad? La pintura, al entrar en contacto estrecho con el mundo, terminó devorada por éste. La oreja de Vincent se vende hoy como souvenir. La literatura, al contar con pocos lectores, se ha preservado. La poesía desde luego. La novela menos. Pero el peligro es evidente, dado el derrotero que ha seguido la pintura: el arte queda triturado en su comercio con el mundo, se banaliza. Pero La maldita pintura no es una novela sobre el callejón sin salida en el que parece acorralada la pintura, porque las ideas que maneja no son originales y, trasplantadas a otro ámbito —el del ensayo—, serían meros lugares comunes.
     La maldita pintura es una novela sobre artistas que se toman en serio, que pretenden vivir a fondo el arte, aunque ello los conduzca primero a un calabozo autoimpuesto y luego, naturalmente, a un nuevo show. Así, las ideas —más o menos obvias— del autor sobre el “fracaso” del arte no son lo que más interesa de esta novela. Más interesante resulta preguntarse por el significado profundo del arte novelístico de Héctor Manjarrez, cuestionarse sobre la salud de su propio demonio literario.
     Hay que intentar mirar a través de la superficie de su tema —la mercantilización del arte confrontada con la aspiración romántica del artista— y cuestionarse si Héctor Manjarrez es tan exigente con su propio arte como le pide a su protagonista —Seix— que lo sea con el suyo. El joven pintor de su novela rompió con su familia adoptiva, abandonó a su mujer (porque “no se puede razonar, menos aún se puede vivir, con alguien que sólo ofrece la belleza, la juventud y la virtud como argumentos”) para mejor concentrarse en sí mismo y en el desarrollo de sus posibilidades expresivas; se aisló del mundo y allí, en medio de una soledad ascética, “pinté dentro de los lienzos”, “radicalmente seguro de que había entendido algo incomprensible”. Seix pintaba “por y para La Pintura”, “pintaba para ser mi Otro Yo”.
     Manjarrez escribió una novela depurada de elementos ancilares, aspiró a escribir —aquí sí como las de Aira— una novela pura, en el sentido de que buscó alcanzar una máxima expresividad con pocos y obvios elementos; escribió una novela que cuestiona al Arte (incluyendo su propio arte), elevando con ese solo gesto el nivel de su exigencia literaria. Quiso escribir una gran obra (según Conolly, ésa es la aspiración de todo escritor), y si no lo logró plenamente es porque su propia exigencia artística no corrió pareja con la severa moral que le impuso a sus personajes, porque el delirio final de su trama parece demasiado controlado, porque no se aventuró a soltar del todo a sus personajes sino que los dispuso en actitudes grotescas para mejor sorprender al lector, porque no pudo sostener la intensidad de la pesadilla piranesiana que él mismo creó y nos obsequió en cambio un final desesperanzador, claro está, pero previsible, como esas películas que incluyen escenas fantásticas y que luego nos muestran al personaje al momento de despertar, haciéndonos ver que todo el delirio no fue sino una pesadilla, que lo real no peligra, que el sueño del arte terminará fatalmente convertido en un nuevo espectáculo.
     La maldita pintura es una metáfora engañosa. Lo que no quita que sea una de las mejores novelas mexicanas de los últimos años. ¡Qué maravilloso habría sido ver a Manjarrez escribir por y para La Literatura, escribir realmente para ser “mi Otro Yo”!
     Llevar a la novela las exigencias de la poesía.
     Así, hasta la moral en la novela sería algo interesante. –

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