En un periodo de apenas dos generaciones, el ritmo de migración hacia Estados Unidos se triplicó hasta alcanzar la cifra de cerca de un millón de inmigrantes por año. El mapa sociodemográfico de ese país se ha transformado gradual, pero profundamente. Ha cambiado la composición de la fuerza laboral en ciertas actividades y sectores, a la vez que han surgido nuevas elites regionales o locales. En particular, la presencia histórica de los mexicanos (y de los descendientes de mexicanos) ha adquirido un sentido social y cultural distinto, tanto en lugares de antigua presencia histórica como California y Chicago, como en las nuevas zonas de moderno desarrollo económico como las dos Carolinas.
En el 2000, los hispanos llegaron a representar la mitad de los inmigrantes en Estados Unidos. Y mientras correspondía ya al 12% de la población total de ese país a principios de este siglo, crecieron en un 10% en los últimos dos años, y rebasaron ya a la población negra como “la minoría étnica” más grande en el país. En cincuenta años se calcula representarán el 25% de la población total.
En forma paralela, en este mismo periodo, los migrantes mexicanos han aumentado el envío de remesas a nuestro país, convirtiéndolas en la segunda fuente de ingresos no tributarios. En el 2003, las remesas alcanzaron los 14,000 millones de dólares en las cuentas externas nacionales. Para México, además, el flujo de migrantes permanentes o temporales, que alcanza ya una cifra de cerca de 350,000 trabajadores cada año, se ha convertido en la principal “válvula de escape” de una economía que registra los más altos índices de desempleo en más de media década, y un crecimiento marginal o prácticamente nulo en lo que va del siglo.
De esta forma, los mexicanos en Estados Unidos (como parte de una población hispana más amplia) han aumentado en presencia y fuerza. Su nuevo peso demográfico, social y económico los ha hecho exigir en forma individual o colectiva, a través de organizaciones hispanas, mexicanoestadounidenses o bien de “mexicanos en el extranjero” una mayor participación y representación política en ambos lados de la frontera. Un sector indeterminado en el número específico, pero proveniente de un universo potencial de cerca de diez millones de mexicanos en Estados Unidos, exige desde hace por lo menos diez años votar en la política de México.
La lucha jurídica y política que se ha dado en los últimos años a favor del voto de los mexicanos en el extranjero forma, sin embargo, parte de un complejo fenómeno social. La posibilidad de que los mexicanos que residen fuera del territorio nacional ejerzan sus derechos políticos por lo que toca a nuestro país, y voten en las elecciones, entra de hecho en conflicto con la intención de muchos de formar parte integrante de la sociedad estadounidense. La posibilidad de que ejerzan su derecho a votar en las elecciones de México estrecha y reafirma los vínculos con su país de origen, al tiempo que los constituye como una fuerza (al menos moral) de presión permanente para la defensa y protección de sus intereses.
La oportunidad de votar en las elecciones presidenciales (e incluso en las elecciones legislativas) del 2006 implica, pues, un dilema difícil de abordar y resolver. Los mexicanos que radican en Estados Unidos viven en forma cotidiana un proceso de aculturación e integración social, que no significa que siempre (o de manera inmediata) se desprendan de su identidad propia como hispanos o mexicanos. En muchos casos existe un movimiento en sentido contrario incluso: de reafirmación de dicha identidad. Ya en los setentas, durante el apogeo del movimiento chicano, los intelectuales de origen mexicano en Estados Unidos (véase Ed Ludwig y James Santibáñez, editores, The Chicanos, Mexican American Voices, Baltimore, Penguin Books, 1971) se planteaban las maneras de conservar una cultura propia dentro del melting pot estadounidense.
Para muchos mexicanos o mexicanoestadounidenses, la participación en la política de México ocupa de hecho un segundo plano: su principal objetivo por necesidad o voluntad está encaminado a la integración en la vida social de su nuevo país de residencia. Al mismo tiempo, sin embargo, un número de ciudadanos mexicanos residentes en Estados Unidos tienen interés en votar en las elecciones de su país de origen. Además, debido a las reformas a la Constitución mexicana en materia de doble nacionalidad, un grupo reducido de ciudadanos mexicanos ha optado por adquirir ese estatus jurídico, haciendo explícita su doble lealtad.
La lealtad compartida genera en las mentes conservadoras un verdadero conflicto. Recogiendo conceptos arcaicos de la Nación o el nacionalismo, que más tienen que ver con las nociones reaccionarias de Michael Dibidin (Dead Lagoon) que con las reflexiones progresistas de Benedict Anderson (Imagined Communities) en esta materia, consideran que “para los pueblos buscando identidad y reiventando su etnicidad, los enemigos son esenciales”. Esto es lo que pretende Samuel Huntington,1 politólogo de Harvard y ex asesor de Seguridad Nacional, frente a la nueva realidad sociodemográfica que representa la creciente presencia de los hispanos y mexicanos en Estados Unidos: crear un enemigo interno.
Frente a la posibilidad real de que los mexicanos en el extranjero voten para México, la respuesta aquí de algunos intelectuales ha seguido una línea de argumentación igualmente criticable que la anterior. Para algunos juristas, por ejemplo, el ejercicio del derecho constitucional de sufragar en el extranjero significa que se abriría la posibilidad de que millones de ciudadanos norteamericanos intervinieran en la elección del presidente de México.
Ni dichos juristas, ni Huntington están dispuestos a actualizar su concepción tradicionalista (y ahistórica del nacionalismo). Para el segundo, al no encajar en la lógica del American Dream, los hispanos “amenaza[n] con dividir Estados Unidos en dos pueblos, dos culturas, y dos lenguas. De manera distinta a los antiguos grupos inmigrantes, los mexicanos y otros latinos no han logrado asimilarse a la cultura de Estados Unidos, conformando, por otra parte, sus propios enclaves políticos y lingüísticos”.2 Hay quienes se rehúsan a aceptar que el Estado nacional conserva una deuda moral con los mexicanos que salieron (porque tuvieron que salir) de nuestro país debido a las carencias y limitaciones en el desarrollo económico. A lo más los consideran ciudadanos de segunda y, por lo mismo, que se les deben restringir los derechos que la Constitución les otorga.
En la realidad contemporánea, el nacionalismo, como explica Hobsbawm, significa una excusa para negar las nuevas configuraciones sociodemográficas y, por ende, políticas. “[La] vaguedad y falta de contexto programático [a la definición del nacionalismo] le confiere un potencial apoyo universal dentro de su propia comunidad.” Pero, por ello, se vuelve excluyente y discriminatoria.3 En contraposición, debemos preguntarnos, ¿a quién le corresponde definir los límites de la nación en un mundo globalizado, donde los derechos humanos son universales, y las fronteras políticas no separan a las comunidades? El voto de los mexicanos en el extranjero debe entenderse, en este contexto, como el reconocimiento de que la nación mexicana está integrada por millones de ciudadanos que, por razones históricas, geográficas y económicas, no radican todos dentro del territorio nacional; pero que ello no significa o debe significar que los que estén fuera quedan excluidos de sus derechos políticoelectorales. ~
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