Cuando me enteré de la muerte de Mauricio Achar, el creador de las librerías Gandhi, recordé aquel lugar de los años ochenta con sus pasillos de un solo carril, donde el sabor era encontrar un ejemplar único, esconderlo, ir por el dinero necesario a casa, y salir con la promesa de una lectura extraordinaria. La Gandhi, en el subdesarrollo de contar con una sola librería decente en la ciudad de México, era entonces un espacio extraño, con el toque sesentero de una fotografía del Mahatma en blanco y negro entre los libros y la escalera que te llevaba al café. Una vez arriba, se entendía la idea de Mauricio Achar: ahí estaba él, barbado y con el infaltable cigarro entre los dedos, observando una partida de ajedrez. Era un lugar para estar, hablar de lecturas, tomar el amargo y espeso café que nos exaltaba hasta el párkinson. Abajo, las más insólitas joyas venidas de la lejana España o de Argentina, esperaban a ser descubiertas. Los acetatos se apilaban en el lado contiguo con el sonido de las portadas cayendo una a una. Ahí compramos a Cortázar y a Borges y nos enteramos de que el estructuralismo había dado paso al deconstructivismo. Y nos deconstruimos los bolsillos con textos que se admiraban más que comprenderse. Ahí fue donde no nos alcanzaba para la antología de Lou Reed y veíamos cómo el vejete con empleo estable nos lo ganaba con una tarjeta de crédito. Y, además, se había comprado un disco del Silvio Rodríguez ése. Pero, sin duda, la Gandhi antigua no era sobre comprar y vender sino sobre agacharse durante toda una tarde buscando en lo más recóndito de los libreros, hojear, revisar, sopesar el precio con respecto a la comida de mañana, anhelar la posesión del tomo, soñar con sus contenidos insólitos. Era la novedad de la lectura en un país sin librerías y con bibliotecas que cerraban por las tardes. Un lugar insólito donde se podía hojear un libro y fumar en los pasillos y hasta pisar las colillas en el suelo.
Ya que el país se abrió, Gandhi continuó siendo un lugar donde siempre lo había todo. Tenían a un anciano librero que podía decir de memoria el año y la editorial, si no la sabías. Era casi un personaje de culto. Pregúntenle al Señor de Gandhi. Y el tipo, con parsimonia, mandaba a gente “a la bodega” que uno imaginaba como el Paraíso de lo Inagotable y el libro se manifestaba ante el misterio de su propia existencia. Todos éramos Heidegger en el instante: “El Ser es el ser”, qué carajos. En la parte de música, existía una contraparte opuesta: el empleado podía pasarse horas tratando de encontrar un simple disco de Bach. Y comenzaron las bromas:
Me puede decir si tiene el disco “Mariachi de Tecalitlán, un homenaje a George Gershwin”.
Y el tipo buscaba afanosamente para decir:
Nos llega en una semana.
Pero era esa imagen de inagotabilidad lo que más me recordó la muerte de Achar. A lo largo de varios años tuve este sueño recurrente: de noche me introducía por la coladera de Miguel Ángel de Quevedo y emergía por una alcantarilla del estrechísimo baño de Gandhi. Con una linterna y dos maletas, arrasaba con los estantes de libros. Pero siempre me ponía codicioso y, tras vaciar las maletas junto a la coladera, volvía por más. Lo que tenía al final era una pila enorme de libros que no podía cargar. Y entonces llegaba la policía y me despertaba. El sueño de robarle a Achar fue llevado a la práctica por otros mucho más audaces. Sé de la biblioteca de una escuela privada que se hizo a costillas de Gandhi: un alumno en silla de ruedas y con una mantita sobre las piernas, era paseado por otro estudiante entre el laberinto de estantes. Nadie sospechaba que bajo la mantita iban tres tomos de Dialéctica del iluminismo una tarde; otra, El reino de este mundo y El pozo. Los hubo más profesionales. Ya en la universidad, un sujeto abiertamente criminal se empleaba como “mula” para extraer libros de Gandhi y vendértelos a la mitad de precio. Lo hacía por lucro, sin pasión alguna, salvo cuando lo correteaban hasta Insurgentes y más allá. Pero el dueño final del libro se lo agradecía. Y aun así, Gandhi comenzó a desplazarse por la ciudad, se fue a Guadalajara y a Monterrey y se estableció en Buenos Aires. La merma, quiero pensar, fue su acicate.
Desde hace unos pocos años, la Gandhi original desapareció para dar paso a dos malls donde los libros están limpiamente arreglados y sacudidos. La gente depende de una computadora para buscar su título. No hay nada realmente único que encontrar. Como la idea misma de la transparencia liberal, todo está a la vista. Tampoco se vale fumar. Perdida entre los muchos libros, la generación que creció con Gandhi nos hicimos relectores de nuestras propias bibliotecas, asombrados de las etiquetas cochambrosas donde los precios están en viejos pesos (15,000 por La arquelogía del saber), tratando de encontrar en los subrayados del pasado el motivo original de la adicción. Rara vez lo he encontrado. Releer es como seguir fumando: en cada mil cigarros encuentras a veces el sabor del primero. Dura un segundo y se extingue sin remedio. Pero no del todo. Tengo todavía en mi memoria el primer Gandhi y la figura santaclosina de Mauricio Achar encendiendo un cigarro. Y, tras las mermas de amigos, conocidos y parejas, la mitad de mi biblioteca. –
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