En algún ensayo, George Steiner señaló el periodismo como el monarca cultural de nuestros tiempos. Debe notarse que se trata de la preocupación de un crítico literario, no la denuncia de un crítico de la política. Que la prensa es el gran poder lo han dicho muchos, desde hace mucho tiempo. Los profesionales de las apariencias, los órganos de la opinión, los manipuladores de lo aparente han sido vistos desde hace siglos como los verdaderos regentes. Pero que el periodismo reine también en el clima del arte, la música, la literatura es una aseveración más grave, más inquietante aún que la que expresa la vieja querella contra el Único Poder. Para Steiner, el periodismo es un caldo espeso que llena cada grieta de nuestra conciencia con su trivialidad, su ética de lo desechable y su rencor. No se trata de un simple oficio, no es un mero instrumento técnico que retrata y divulga hechos, una empresa comercial, entre otras. Que sus mensajes produzcan graves consecuencias políticas es apenas la expresión superficial de su poder profundo. Se trata del definidor de lo socialmente verdadero. El periodismo es el jurado supremo que no solamente reparte veredictos de valor (eso cuenta, esto es bueno, aquello inaceptable), sino que también entrega certificados de existencia (esto es, eso está sucediendo, aquello no existe).
El imperio periodístico no es político: es metafísico. Impone una forma de conocer y establece una báscula ética. La representación periodística del mundo “genera una temporalidad de una instantaneidad igualadora”, dice Steiner. El tamaño de los titulares asigna el criterio de valor. La importancia del evento queda sellada por los puntos que conquista su tipografía. Lo rutinario necesita ser rutinariamente enaltecido como gesta magnífica. Así, cuando lo insólito aparece, nadie lo advierte. El relevo constante de la noticia anestesia. El lector queda aturdido por esta sucesión de eventos donde el crimen de la bocacalle, la hazaña deportiva, los hallazgos de la ciencia, los relieves y depresiones de los números económicos y los conflictos políticos reciben el mismo trato. Hoy la fotografía de los héroes de Operación Triunfo, mañana la estampa sangrienta del terrorista exitoso, después la gráfica de la simpatía presidencial. El impacto es devastador: la quijada de las rotativas lamenta Steiner tritura el arte. Es que la temporalidad de la música, de la poesía, choca con el apremio del periodista que termina por ser las urgencias de todos. Pero el periodismo no pisa solamente el arte sino también la política, que pretende asir lo yugular. Bailando a su ritmo, no le queda más actividad que la producción (en el sentido teatral) de pseudoeventos.
El periodismo se enrama así con los apremios y las miserias de la democracia. Frágiles sustentos de la civilización, la democracia y el periodismo viven en el tiempo presente, sólo en el presente, apenas para él. Por eso ambos favorecen lo efímero, lo precario. Ambos se alimentan por la mañana de lo que defecan por la noche. Jacques Attalli se ha preocupado por esta estrechez cronométrica de la democracia liberal: la política de la democracia es una manipuladora del presente que evade tercamente las responsabilidades del largo plazo, ese horizonte que es el cementerio de la humanidad, según Keynes. Cierto. Las dos comunidades de lo inmediato son ciegas al futuro. El inconformismo que el periodismo y la democracia estimulan queda siempre encerrado en los confines de lo inmediato: el escándalo de la estación, la campaña del momento, el simpático de moda, el pleito o la boda de la semana. El mundo del periodismo y el mundo de la democracia condenan al ridículo cualquier apuesta por la durabilidad.
Hay otra derivación relevante de este imperio cultural del periodismo: la imposición de un tono. La prensa ha optado desde hace algún tiempo por un entretenimiento rijoso que hace pasatiempo del rito de la hostilidad. Hace algunos años, Adam Gopnik publicaba en el New Yorker una crítica interesante a la prensa norteamericana que bien podría extenderse a la prensa a secas. Si el periodista antes buscaba acceder a la información para difundirla, ahora la busca para imponer un castigo. Pasea con pose de neutralidad, pero se ejercita a diario en la gimnasia de la indignación: denunciar las torceduras del mundo es la misión del periodista. De este modo, la agresión se ha convertido en una especie de imperativo ético del gremio. Si antes era crucial el acceso del periodista a los centros de decisión, ahora el éxito del reportero depende de su disposición a escenificar despliegues de agresión. Antes, dice Gopnik, el periodista cenaba con el político; hoy se lo cena. Como la política democrática contemporánea, el periodismo ha de ser entretenido y, para lograrlo, sabe que debe mostrar los dientes.
La coloratura de la política contemporánea proviene del reinado periodístico. De él procede el encogimiento de su horizonte temporal, su aplicación a la industria del entretenimiento y sus afanes punitivos. ~
(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).