En Las tres hermanas de Chéjov, el teniente coronel Vershinin, agobiado por un matrimonio terriblemente disfuncional, revela una fantasía: “Con frecuencia se me ocurre pensar si sería posible empezar otra vida en la que supiéramos exactamente lo que estamos haciendo… La vida ya vivida sería el borrador y la nueva una hoja en blanco… Todos pondríamos nuestros mayores afanes en no repetirnos a nosotros mismos.” Renunciar a nuestra vida para reinventarnos, dejando todo atrás. Los personajes de Chéjov, aunque añoran esta posibilidad, no logran nunca romper las cadenas de su sofocante cotidianidad. Si al menos pudiera ensayar un miércoles, o repetir un jueves, se lamenta Wislawa Szymborska en un poema. La vida es, dice ella, una improvisación obligada, una función sin ensayo, donde tenemos que adivinar de qué va la obra sobre el escenario.
La segunda oportunidad, imposible, quimérica, contra natura, pero objeto de fantasía común, es el privilegio de los personajes de Muerte parcial de Juan Villoro. Un agente de bienes raíces, una alpinista, un vendedor de mascotas, un cronista deportivo y un político conforman el pintoresco ensamble que pacta la simulación de su muerte para empezar de nuevo, con otra identidad, otros sueños, otras ilusiones. Hay algo indudablemente fáustico en esta empresa: hacer un contrato que nos permite borrar de golpe nuestros problemas a cambio de dejar de ser quienes somos. En apariencia astuta, esta conducta siempre deja mucho que desear en el plano ético. Y es que Fausto nunca ha sido una gran institución moral, sino un escéptico, alimentado por la desilusión, que obedece las reglas del placer, el deseo, la frivolidad, el capricho. En el amplio e ingenioso catálogo de la corrupción nacional, la fantasía fáustica de Muerte parcial hace su aportación, explorando los terrenos del fraude ontológico.
Novelista, periodista, cuentista, Juan Villoro ostenta una trayectoria importante, que no está exenta de premios y reconocimientos. Muerte parcial, sin embargo, es su primera pieza teatral. Debut tardío, aunque ya había colaborado para las tablas haciendo varias traducciones. Recuerdo especialmente la de Cuarteto de Heiner Müller, que utilizó Ludwik Margules en su memorable montaje. Villoro se suma a la lista de los escritores que, desde la veteranía, invaden el celoso feudo de los dramaturgos. Algunos han salido bien librados, otros no. Y es que la palabra escrita no exige la verosimilitud de la palabra hablada. La página impresa no vocifera en los teatros, denunciado: “este parlamento está mal escrito”, “¿quién puede decir eso?”
Pese a sus excesos, los actores son y serán siempre el mejor termómetro para medir la eficacia de un texto teatral. En este sentido, Muerte parcial nos descubre un dramaturgo con un sentido propio del lenguaje. Partiendo de un tono realista, Villoro estiliza sus parlamentos, subrayando el absurdo de las situaciones. La estructura de diálogo es dinámica, seductora, ágil. Sus mejores momentos le pertenecen al personaje consentido del autor, el viejo cronista deportivo Bruno Cardeli, quien le reclama airadamente a su amante: “Los humanos somos distintos a los perros, querido Roy: sabemos cómo tratar a las aceitunas.” Como en el teatro de David Mamet o Tom Stoppard, Villoro construye intercambios ingeniosos que sorprenden al espectador. Para ello, recurre a distintas fuentes. Una de ellas, la televisión, sobre todo la televisión de finales de los sesenta y principios de los setenta, donde abundaban programas doblados en otros países. Desplegando un español macarrónico, Bonanza, Supermán, Viaje al fondo del mar, Perdidos en el espacio, contenían momentos dignos de Ionesco. “Ey, forastero, ¿adónde se dirige con ese jamelgo?”, dice Bruno mientras recuerda su época como actor de doblaje, “la ilusión del mundo, Roy”. Leyendo esta obra, me da la impresión de que el teatro mexicano no se ha preocupado demasiado por el impacto enorme de ese español absurdo, irreal, deliberadamente falso de la televisión. Salvo algunas obras tempranas de Luis Mario Moncada, no tenemos un texto como La estupidez del argentino Rafael Spregelburd, que trate sobre la falsedad del lenguaje y el set de televisión.
En la galería de personajes destaca también la alpinista Sandra, único personaje femenino de la pieza. Poseedora del discurso erótico más avezado del drama, brilla por su seguridad y sus certezas. Encuentro en ella cierta idealización, algo de mujer fatal en plan sporty. Ondeando su cola de caballo, afirma convencida: “Tu pelo huele a farmacia naturista pero me gusta. A esas pastillas de hierbabuena que no curan nada, pero dan optimismo.” Su amante es un paradigma del hombre común. Vendedor de bienes raíces, Samuel es un joven sensato y amable que intenta huir de un pasado que lo atormenta. Tal vez mi única objeción con él sean sus brotes melodramáticos, cuyo tono contrasta con el resto de la obra. No obstante, es en Ernesto Velarde donde encuentro la mayor debilidad, ya que aquí pienso que se asoman varios lugares comunes: el hombre poderoso, corrupto, abusivo, simpático, egoísta, artero, manipulador es lo que todos esperamos de un político mexicano. En general, encuentro cierta indolencia cuando el gran culpable de nuestras desgracias es un político malvado.
Me parece que el mérito mayor de Muerte parcial es la invención de Bruno. En el resto de los personajes, hay momentos donde se alcanza a ver la mano del dramaturgo acomodando, corrigiendo, dibujando. En el caso de Bruno, el espectador convive con la persona, con la criatura decadente, anacrónica, ridícula, que, aun en su patetismo, preserva intacta su humanidad. Con todos sus vicios, el personaje conmueve y provoca una enorme simpatía.
A mi juicio, lo más difícil de escribir teatro no es otorgarle a los personajes una voz propia, sino lograr un desarrollo contundente del conflicto. La progresión dramática de la acción debe ir escalando, utilizando cada escena como peldaño para preparar lo que viene. Es común que, conforme una pieza teatral avanza, vayan quedando cabos sueltos, existan tensiones que no se desarrollan o haya momentos de los que se podría prescindir sin afectar la trama. Al final debe quedar puro músculo, fibra, nada de grasa, suele decir Hugo Hiriart.
Muerte parcial es una comedia muy divertida. Tiene algo de las viejas obras de misterio, donde la necesidad de saber lo que va a ocurrir nos impide despegarnos de la butaca. Hay algo de thriller con una buena dosis de humor negro. Es, sin duda, un divertimento muy eficaz. Sin embargo, creo que en la última recta las piezas parecen acomodarse a la fuerza. Tal vez esto se deba a que, como espectadores, no acabamos de entender por completo la necesidad de los personajes de desechar sus vidas. Conforme el clímax se acerca, hay algo que no termina de apretar. Los giros argumentales del final tienen una resonancia cinematográfica, pero no acaban por impactar al espectador. Pienso en la obra Sizwe Banzi está muerto del sudafricano Athol Fugard, donde un inmigrante ilegal renuncia a sí mismo para asumir la identidad de un hombre muerto que sí cuenta con un permiso de trabajo. Aquí el conflicto está muy equilibrado: entendemos por qué el protagonista no puede seguir siendo él mismo, pero vemos también el gran dolor que le produce renunciar a su nombre y a su identidad. De cualquier forma, el saldo de Muerte parcial es muy positivo y espero que marque el inicio en la obra de Juan Villoro, el dramaturgo. ~
Muerte parcial se presenta en el Teatro Orientación, del Centro Cultural del Bosque (Reforma y Campo Marte), del 17 de enero al 9 de marzo. Jueves y viernes a las 20:00 horas, sábados a las 19:00 horas, domingos a las 18:00 horas.
(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.