Nueva crudeza mexicana

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Ya formados sobre el cruce de cebra frente al edificio del PRI, en Insurgentes Norte, cuentan “uno, dos, tres”, y se bajan los calzones. El desnudo, descarado o a regañadientes —pues algunos nunca bajan del todo la ropa interior—, dura los dos minutos del semáforo en rojo y la fila se rompe con el siga.
     El espectáculo, justo al mediodía, es un tanto chocante porque no se trata de los desnudos del cine o del porno, que se producen como una fotografía publicitaria, sino de las carnes colgantes, estriadas y flacas de los campesinos de Veracruz que reclaman desde el año pasado unas tierras que les despojaron hace mucho tiempo.
     No importa que el de los 400 Pueblos sea un movimiento vagamente huidizo, dirigido desde hace décadas por la familia Del Ángel, encabezada por César, líder del extinto Partido Socialista de los Trabajadores, que en su formación apoyó al gobierno de Luis Echeverría. Tampoco importa que sus reclamos sean contra un ex gobernador y un funcionario del PRI en plena campaña electoral ni que se acuse a funcionarios de la Secretaría de Gobernación de estar manipulando a los campesinos.
     Lo que importa es el desnudo: El hombre en trusa roja o blanca quien, con una guitarrita, crea coplas propiciatorias; el desnudo para llamar la atención de ciudadanos, televisión, y autoridades. Ése es el mensaje.
     En la contundencia de su crudeza, el desnudo elimina demandas e intereses. Sólo quedan esos cuerpos en cueros, vistos con sorna por los taxistas que cruzan Insurgentes, cuyas líneas más íntimas evitan las empleadas que nunca quisieron llegar tan rápido a sus oficinas, que se convierten en parte de las fotografías que mostrará el turista a su regreso a Omaha.
     El desnudo es la protesta y, aunque tratamos de llenarlo con palabras (“lo que tienen que hacer para que les hagan caso”; “es indignante lo flacos que están”; “los jarochos siempre han sido más liberales”), ninguna de ellas logra captar el hecho de que el desnudismo parece ser una forma de entender la transparencia: alguien que se desnuda en la calle demuestra que es muy leal a su causa. Antes, para probar eso, había que dejarse morir en una huelga de hambre.
      
     Mi casa nunca será tu casa, pero te dejo verla en fotos
Uno de los cambios más notorios ha tenido a la intimidad como sustento. En el libro de Daniela Rossell, Ricas y famosas, una millonaria se deja fotografiar dentro de su mansión con la estatua de un esclavo negro de fondo.
     El escándalo es instantáneo para los ojos pobres y anónimos, como los míos: el esclavo somos todos los que tenemos que trabajar para vivir. Pero no resulta así para la millonaria quien explica a quien le pregunte por la presencia de la estatua:
     —En una de mis otras vidas fui una negra de África traída a América como esclava.
     Sus razones íntimas renuevan la sensación de que, al abrir las puertas de sus casas, propiedades, y vidas familiares, los ricos nos parecen a los demás como extraterrestres. “El primer avistamiento de Marte”, oí alguna vez decir a Pascal Beltrán del Río, mientras hojeaba una revista Quién en su escritorio de Proceso. Esas fotos y otras similares que exhiben a los dueños en sus propiedades, con caballos, cebras disecadas, candelabros de los que hipnotizaban a Madame Bovary, sintetizan un cambio en la idea que los ricos mexicanos tuvieron durante décadas de la intimidad. Antes, la suma total de sus activos, sus viajes, y sus colecciones de arte y artesanía, eran secretos que algo cercano al decoro en un país pobre impedía revelar. Hoy, las fortunas viejas y nuevas exhiben con relativo desparpajo en qué última instancia quedan algunas de sus utilidades: el lujo.
     Y parte de ese desparpajo o de su carácter marciano es que su lujo es, para el resto, mal gusto, extravagancia, vil rococó de la simple ostentación. En medio de su exceso, la mujer millonaria, desapegada del sentido, e incluso de la posibilidad del ridículo, posa para los espectadores. Al igual que en los desnudos veracruzanos, el interés de las mujeres millonarias por exhibirse en su propio hábitat evade nuestras interpretaciones que van de la tristeza en sus rostros hasta la indignación por gastarse tanto en algo tan estorboso y de mal gusto. El mensaje es, otra vez, hacer público algo que no hace mucho era íntimo. La crudeza del acto: aparecer en Quién es poseer la membresía en el grupo de las que ya salieron en Quién.

Soy la que soy y no me parezco a nadie
La construcción de uno mismo para consumo masivo implica inventarse, además, una intimidad exhibible. El fondo que une los reality shows mexicanos con las confesiones de los funcionarios públicos sobre sus vidas amorosas y familiares es que son aburridos.
     En esa intimidad para consumo de todos, el sexo casi siempre está excluido. No importa cuántas horas veas Big Brother, lo más que llegarás a ver son fricciones en pijama mucho menos atrevidas que las que uno tiene en la niñez con una prima. Lo demás será parloteo y, por supuesto, el cuento de mi vida sobre la víctima que he sido.
     Afuera de la casa de Big Brother, el disputado espacio público de la víctima privada ha sido ocupado por muchos en estos primeros años de alternancia: por la esposa del gobernador de Quintana Roo que desplegó la infidelidad de su pareja ante los medios, por Elba Esther Gordillo hablando sobre su padre negligente, por la misma esposa del presidente Fox hablando de violencia intrafamiliar con su primera pareja, por esa pareja hablando de “la paloma que voló” y “los cuadernos rayados”…
     La crudeza del lenguaje, la voz tembleque, la lágrima a flor de globo ocular son ya clásicos de la intimidad creada para que usted goce. Lo que conmueve se convierte en un acontecimiento para ser transmitido.
     En el viejo régimen la vida privada de los hombres públicos sólo era un rumor. Ahora, contar con una intimidad publicitable es parte de ser un hombre público. La pareja debe ser, también, reconocida: una actriz, una personalidad mediática (Jorge G. Castañeda y Adela Micha). Es la duplicación de la fama lo que llega al lenguaje de los clientes. Y se triplica si es una actriz joven y guapa: la conquista de la bella antecede, de una forma extraña, a la conquista del poder. La habilidad para seducir al electorado comienza con la seducción de la pantalla de tele.
     Durante la larga lucha democratizadora que comenzó en 1958 con la huelga ferrocarrilera y sus descendencias en 1968, 1988 y el 2000, la demanda unificadora era “escúchennos”. Ahora, sin que esta demanda haya sido cumplida, las élites demandan: “véannos”.
     Lo mismo si es el ultrasonido del nieto del presidente, que si es un diputado cantando en un bar, que el diputado gordo sin más prenda que el logotipo de su partido, la crudeza de la competencia política se despliega en la lucha por minutos al aire: no existen explicaciones para estas conductas sino por la conmoción, los análisis son sustituidos por el testimonio. La competencia por ser querido, creído, y reconocido se ha convertido en una carrera sin fin hacia la crudeza.
      

El destape a la mexicana
El destape que acompaña a las transiciones democráticas normalmente es sexual. En España los primeros desnudos en la televisión abierta despertaron conciencias sobre la equidad, el cuerpo, y los derechos de las mujeres al mismo tiempo que el lenguaje en las canciones del radio se volvía más explícito.
     En México, los primeros desnudos en televisión abierta ocurrieron en Canal 40 y fueron captados por cámaras de seguridad en el penal de Almoloya. Cuerpos obesos practicando sexo sin mucha inventiva en el veloz y espiado cuarto de una visita conyugal: ése fue nuestro destape. Más voyeurista que práctico, el destape mexicano es, sobre todo, el cambio que, a diferencia del cambio de régimen, un día ya estaba ahí y tenía que ver, no con la sexualidad, sino con la necesidad de generar intimidades publicitables. Con frecuencia, éstas no se contienen a sí mismas y es entonces cuando vemos al diputado ebrio pegándole al policía.
     El destape voyeurista y asexual: al ser entrevistado en su parroquia en Tijuana, un sacerdote se niega a declarar; toma un bote de basura y se lo pone en la cara. El bote de basura es una metáfora de sí mismo. Exasperado por la insistencia del reportero sobre si el cura cometió o no delitos electorales a llamar a no votar por ciertos partidos que promueven el condón, el párroco toma una escoba y la emprende a golpes contra el comunicador: “Ya lárgate”, repite. Lo que no supo el sacerdote es que ese acto se unía con más vigor a la estética de la crudeza que hemos venido construyendo en estos tres años, que cualquier declaración que hubiera dado.
     Pero, al igual que su acto, sus palabras, pasarán y con ellas lo que sentimos cuando las vimos por primera vez. Y, entonces, no lo habremos perdonado. Sólo olvidado. –

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