Perspectiva y manifiesto

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Curioso es tener entre las manos un libro que hace 71 años representó un bombazo literario y que hoy, además de ser una importantísima recapitulación del escenario poético mexicano entonces moderno, es un conjunto de poemas notablemente desigual. Pero eso no es lo que realmente importa, sino la comprobación de que ese desplante, la Antología de poesía mexicana moderna, sería corroborado por el tiempo como una apuesta ganada, rotundamente, por los Contemporáneos, que hoy son nuestro canon más visible.
     Si bien las reacciones inmediatamente posteriores a la aparición de la Antología dirigieron su interés a su polémica nómina, la crítica que ha venido después ha preferido centrar su atención en el modus operandi de los antologadores y en el misterio que todavía —aunque cada vez menos— la rodea (intenciones, autorías, contradicciones). Hoy es posible y necesario leer la antología firmada por Jorge Cuesta como un libro en sí mismo, liberado de su cauda bio-bibliográfica y sostenido tan sólo de lo que hoy podemos llamar, sin titubear, "el orgullo de su índice".
     Presentada por Cuesta como una "perspectiva de la poesía mexicana", la Antología cumple con el doble objetivo de releer críticamente su ascendencia y de situar a los jóvenes en el lugar que les correspondía. Pero nada es tan sencillo. Para lograr lo primero, tuvieron que "olvidar" nombres tan importantes como el de Manuel Gutiérrez Nájera y que tratar con rigor no pocas veces arrogante a quienes sí formaron parte de la selección. Para lograr lo segundo, tuvieron que resignarse a la difícil tarea de antologarse ellos mismos —salvo Cuesta— sin la dureza crítica con que trataron a sus antecesores (hablo del propio Cuesta, autor del prólogo y probablemente coautor de la selección, y de Jaime Torres Bodet, Xavier Villaurrutia y Enrique González Rojo, coautores de la selección —¿también Ortiz de Montellano?— y de las notas introductorias a cada poeta). Vista desde esta perspectiva, la antología es parcial e injusta, pero llevarla a juicio por esas acusaciones es una estrechez. Los Contemporáneos que participaron en su factura eran avispadamente conscientes de la tradición poética mexicana, que no aceptaron con docilidad y que incluso transformaron con sus lecturas a contrapelo de las convenciones heredadas y con su propia inclusión en el índice. Vista así, la Antología adquiere una relevancia que rebasa por mucho su patente pedantería. Es hora de hacer la revisión de aquella revisión, y de conocer de qué manera ha sido depurada, como el vino de Enrique González Martínez, por el tiempo.
     En el prólogo, cuya inteligencia retórica lo hace casi un gran sofisma, Jorge Cuesta esclarece el criterio de selección usado, que se puede resumir en dos puntos centrales: se privilegiaron las "diferencias necesarias" sobre las "repeticiones ociosas", es decir que si se incluían tres poetas buenos pero parecidos, la perspectiva perdía "economía"; y se privilegiaron los poetas sobre las escuelas, y los poemas sobre la obra de los poetas, es decir que cada poema antologado debía sostenerse por sí mismo, sin necesariamente ser representativo ni de la trayectoria de su autor ni de la corriente a la que éste estaba inscrito. Sin embargo, adelanta Cuesta, de los poetas más jóvenes sí se atendió al carácter general de la obra, para permitir que su personalidad naciente "se desprendiera sola de sus poemas, [y] que la individualidad de cada poema se desprendiera sola de su personalidad", lo que explica que se reprodujera de cada uno parecido número de poemas (para que tales desprendimientos se dieran en igualdad de circunstancias). Atendiendo a estas premisas, la antología debía, o debe, funcionar como una fotografía (siguiendo el conocido símil de Cuesta) que mostrara, en un espacio equilibrado, una diversidad de objetos que fuera a la vez un paisaje coherente y una suma de individualidades. O al menos había que intentarlo. El paisaje de la poesía mexicana, sospechamos, no tenía planeado posar sumisamente para los experimentos del fotógrafo. ¿Salió movida la foto? Sin duda no, porque nadie había mejor para tomarla, ni con mejor ojo, que los Contemporáneos, pero tampoco es la proporcionada postal pretendida por Cuesta (ni sobrevive, a 71 años de distancia, la decepción —cuya intención era irritar a los contemporáneos de los Contemporáneospretendida por él mismo y tan bien vista por Guillermo Sheridan, probablemente quien mejor conozca el cuerpo y circunstancia de la Antología).
     ¿Se reconoce un lector joven en la tradición que significa la Antología de la poesía mexicana moderna, que incluye nombres como Francisco A. de Icaza, Luis G. Urbina, Rafael López y Manuel de la Parra? La pregunta es tramposa, por un lado, porque destaca de la nómina a los poetas hoy menos conocidos o peor leídos, y por el otro porque, ante una respuesta negativa, tal vez la culpa sea del lector y no de la selección de los poetas o de sus poemas. Sin embargo, nos sirve para enfrentarnos al libro como tal: una oferta de poesía mexicana que es tradición. Aquí hay que hacer un matiz de importancia: con seguridad —dado el trato que le dan a muchos de los antologados—, los propios antologadores hubieran respondido "sí, me reconozco, pero ese juicio no responde necesariamente a mi gusto". El libro, al fin y al cabo, es una perspectiva que es un manifiesto: no pocos de los nombres incluidos están ahí para ser puestos en evidencia (a Maples Arce lo dejan pasar tan sólo para pegarle). La tradición se reorganiza y se violenta en manos de los antologadores: es mucho más fácil reconocerse en ese temple crítico que en el cuerpo que diseccionan; sin embargo, hay que leer los poemas para saber abandonarlos. Y no hay que alarmarse mucho al descubrir un panorama caduco: "Leer, inevitablemente, es leer con los ojos de la poesía de nuestro tiempo", ha escrito Gabriel Zaid. La poesía de Othón tal vez no nos sorprende demasiado, pero sí la vigencia de su soltura. Nuestras dioptrías finiseculares no encuentran nada en Icaza ni en Urbina, y muy poco en la "vanidad artística" del propio Nervo (de la nota introductoria a sus poemas, por cierto, rescatamos estas falsamente recatadas líneas que nos hacen comprender la ira de Pellicer al conocer la Antología: "El progreso de su poesía se termina en la desnudez; pero así que se ha desnudado por completo, tenemos que cerrar, púdicos, los ojos"), pero se admiran de la fiebre formal, sintomática, de Díaz Mirón. Rafael López y Manuel de la Parra son nombres que, habiéndolos conocido, podemos olvidar sin mayor pérdida, pero descubrimos en Tablada a nuestro contemporáneo y en Rebolledo a un poeta de viva temperatura. Sospechamos del buen trato que recibe Enrique González Martínez, y al leerlo confirmamos el reparo: al torcerle el cuello al cisne se quedó impregnado de su canto agónico. Ricardo Arenal, en el poema "Los desposados de la muerte", hace buen uso de unos versículos y un prosaísmo que siguen siendo herramientas de uso frecuente. López Velarde ocupa un lugar central en la antología, como central es su lugar en nuestra poesía, pero no evade el escalpelo cosmopolita de los antologadores: "…logra engañarse cuando mira una especie de originalidad en repetir lo propio y lo cercano en vez de lo lejano y ajeno". Muchos lectores nos seguimos engañando, felizmente, ante esa especie de originalidad. La presencia de Reyes es modesta y reconfortante como una moneda en el bolsillo. La polémica tercera sección de la Antología, acusada, no sin razón, de ser el lugar de los elogios mutuos, comienza entonces. La primera sorpresa es que Torres Bodet, con quien uno estaría predispuesto a pelearse, se presenta con un puñado de poemas de extraordinaria factura (pero, ¿por qué escribir, en una misma estrofa y redundantemente, que la dulzura de la manzana no tiene dobleces y luego que es sincera?). Del estridentismo de Maples Arce se dice que "le ha producido los beneficios de una popularidad inferior, pero intensa", y sólo algunos temerarios (además de él mismo, en una intentona de vendetta muy tardía y muy conmovedora —su propia Antología de la poesía mexicana moderna, publicada en 1939) se han lanzado a defenderlo. Pellicer es pura vista y poco oído, pero "Estudio", "Deseos" y "Grupos de palomas" son tres de sus mejores poemas. Ortiz de Montellano casi pasa inadvertido, pero hay días serenos que así transcurren. González Rojo presenta un buen poema muy a la Reyes, "Guijarros". De Novo son mejores las ocurrencias que la poesía, y Gorostiza descuella con sus Canciones para cantar en las barcas, no con los poemas que aparecen como "no coleccionados". Villaurrutia es sólo un anuncio de lo que será, pero este casi haikú es memorable:

Alba
      
     Lenta y morada
     pone ojeras en los cristales
     y en la mirada.
 
     Y las prosas de Owen, ni tan sueño ni tan vigilia, también nos dejan con ojeras en la indecisa mirada.
     La colección de poemas es ciertamente un recorrido de altibajos pronunciados, pero cumple una función que cada cierto tiempo es urgencia para una tradición poética: la de la higiene crítica, no exenta de violencia ni de yerros, pero cuya sacudida hace caer siempre a los que estaban mal agarrados y despertar y afianzarse a los adormilados. La Antología de la poesía mexicana moderna cosechó importantes frutos con esa oportuna solvencia: consolidó, como manifiesto que fue, al "grupo sin grupo" como un grupo real; desperezó al ámbito poético que apenas despertaba de la siesta posrevolucionaria; propuso una relectura novedosa del canon e insertó, de una vez y para siempre, a los Contemporáneos en la tradición que es nuestra y que nos toca releer con los ojos de hoy. –

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(ciudad de México, 1969) es poeta. Es autor, entre otros títulos, de 'Bipolar' (Pre-Textos, 2008), 'Pitecántropo' (Almadía, 2009) y 'Ex profeso' (Taller Ditoria, 2010).


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