¿Piedra o polvo? Escenas del consumo de a pie

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Recuento de los años
Hace apenas veinte años, "conectar" era una tarea para alguien que tuviera una mezcla de audacia, irresponsabilidad y desdén por la autoridad. Se hacía en una esquina de la semiabandonada Plaza Universidad de la ciudad de México. Te parabas en un pilar, el dealer te divisaba, se acercaba con parsimonia, y no preguntabaqué querías porque la única droga disponible era la mariguana. Le dabas el dinero y se desaparecía. Podía ser que nunca regresara o que un policía ubicara la operación y acabaras dándole a él tu dinero para que te dejara en libertad. Todo para reírte de nada. Un día no muy lejano la mariguana ya no era graciosa y el famoso perro que provocaba carcajadas cuando entraba a la sala era aburrido, con la cadera vencida, la mirada turbia. Ya teníamos treinta años.

Luego apareció la cocaína. Lo hizo en las mesas de quienes querían demostrar algo. Fue una droga de estatus durante los primeros años de la modernización salinista. Sensación de poder para quienes de por sí ya lo tenían. Esta concurrencia la surtía un personaje extravagante llamado "El Hechizo", muy parecido a Dennis Hopper en Apocalypse Now: con el cabello largo, lleno de collares, trabajaba como algún tipo de agente en la pgr. Y de los decomisos sacaba una parte para vender en las fiestas sofisticadas. Llegó hasta la casa de San Angel Inn, subió la escalera y bajó en menos de un minuto. Un diplomático mexicano hoy retirado se sentó junto a mí en la escalera. Era octubre de 1990.

—Nunca pensé que vería a mis amigos cortando cocaína —dijo mirando fijamente su whiskey como si en el piso de arriba se estuviera cometiendo un asesinato y destazando a la víctima para ocultarla.

Y bajaban los invitados, de seda y frac, aceleradísimos y con las mandíbulas apretadas. Los excesos no fueron tolerados: se decía de una actriz que se metía tanta coca que podía formar un cártel con su nariz. Pasó la moda, y de su breve trayecto sólo quedaron algunas facturas en la clínica de rehabilitación Oceánica, reconstrucciones de tabique en Houston, y visitas culposas al cardiólogo.

Pero en el foxismo la cocaína y las drogas de diseño son de los pobres y de los chavos de las secundarias públicas. Y se conecta por teléfono celular. Dejas un mensaje de texto como éste: "Tres nieves y dos Simpsons", lo que el dealer descifra como tres grapas de coca y dos tachas con la cara de Bart Simpson, que están mezcladas con efedrina. Ya no esperas en la calle sino que es a domicilio. Los narcomenudistas se mueven en flotillas de taxis que trabajan sólo para ellos, para evitar el secuestro exprés. Y llega un muchacho que las más de las veces no tiene ni veinte años y que trata de colocarte, además, unos tenis Nike:

—Son originales. Yo no le hago al pirataje, qué pasó.

Y seguro son de un asalto en el que la víctima tuvo que caminar descalzo hasta su casa. Imaginas la escena y te preguntas si este muchacho es sólo el distribuidor de los tenis o también participó en el atraco. Y te das cuenta: está en la puerta de tu casa. La próxima, mejor tú ve a Mahoma.


Platero se intoxica

Los "burritos" —narcomenudistas para la mayoría— tienen historias similares en todo el país. Estudiar ya no es un signo de ascenso y las historias de éxito a la mano —lo épico en un país donde sospechamos del triunfo y exaltamos el esfuerzo— son las de los narcocorridos. En la calle ese espacio se hace pertenencia.

En la colonia Ocho de Julio en Piedras Negras o en la Avenida Revolución de Tijuana hay un ejército de adolescentes que pasean en bicicleta. Son los vigilantes de los narcomenudistas que avisan que ya llegó un cliente —te estacionas y apagas las luces para dar la señal— o que viene la policía. En algunos puntos del mercado de a pie, estos vigilantes pueden abarcar cuatro o cinco cuadras a la redonda. Es un radar con llantas de hule. A cambio de sus servicios se les paga con drogas o con protección: son el eslabón más débil del narcotráfico, pero ya pertenecen a algo, ya les dan un apodo, ya les dan entrada en la pandilla del barrio. Muchos de ellos jamás llegarán siquiera a sospechar para qué capo de la droga trabajan y jamás serán grandes traficantes. Cuando pasen de vigilantes a "burritos" serán asalariados: 4,500 pesos por ofrecer drogas —la primera prueba es gratis, como en la salchichonería— en las escuelas secundarias. A veces tomarán ese salario para comprar sustancias y empezar un pequeño mercado propio; pero si son descubiertos por sus jefes, saben las consecuencias. Así que la mayor parte de ellos trafica durante los años de la secundaria y son reemplazados cuando pasan a las prepas, donde el negocio ya es externo y a mayor escala.

—¿Polvo o piedra? —preguntan en la colonia Cumbres, en Piedras Negras, o en Chimalhuacán, o en Mérida. Y ésa será tu única opción en el país de las oportunidades: coca o crack. Casi como en la literatura mexicana de estos años.

Narcorretrato: "El Águila"
A Carlos Morales lo llamaban "El Águila" porque siempre se enteraba si la policía andaba cazando a su banda, la de "Má Baker" en Ciudad Neza. Era como si mirara desde las alturas. Y lo hacía, de alguna manera. Su padre, Carlos Morales Correa, era el Primer Inspector en Jefe del sector Buenavista de la policía de la capital, y su hermano, Agustín, era un agente de asuntos internos de la policía auxiliar del DF. A veces se enteraban de algunos operativos. Desde el 2000, la banda de Delia Patricia Buendía, conocida como "Má Baker", en referencia a la mafiosa de la canción, comenzó a ampliar su venta de Ciudad Neza hacia la Unidad Ejército de Oriente en Iztapalapa, ya en el DF, y de ahí a la Popular Ermita Zaragoza, Santa Marta Acatitla, Agrícola Oriental y Santa Cruz Meyehualco, varias de las colonias más pobres de la ciudad. "El Águila" había presentado a "Má Baker" con César Vidal, "El Cabras", un menorista vagamente ligado a los Arellano Félix de Tijuana: fingía un acento norteño. Entre sus socios, "El Águila" contaba con un fisicoculturista al que conoció en un gimnasio, Rubén Lara Romero, apodado con justeza como "El Apolo" —era el cobrador fortachón que intimidaba a los "burritos"—, y a la familia entera de los Buendía. La cocaína y el crack resultaron negocio familiar y el narcotráfico mostró su rostro de changarro. Para el 2002, la banda movía media tonelada de cocaína al mes y la repartía a trescientos puntos de venta dentro de unidades habitacionales. Cada tienda entregaba 35,000 pesos diarios, es decir, dos millones y medio en total. En esa dorada época vendían cada grapa en cuarenta pesos.

Tras un breve paso por la cárcel, "El Águila" salió convencido de que debía diversificarse. Una noche vio cómo un comando, llamado de los "Ojos Rojos", encañonaba un tráiler en la carretera Texcoco-Los Reyes y decidió asociarse con su jefe, José de Jesús Díaz, "El Tata". No se involucró en los asaltos, sino sólo en la compra de los tráilers. Los almacenaban en una de las bodegas de "Má Baker" justo a un costado de la sede de la policía estatal en Chimalhuacán, Estado de México. Bajaban la mercancía y utilizaban la misma red de narcomenudeo para colocarla en el mercado de a pie. Luego enviaban el tráiler para que lo deshuesara Alejandro Flores Gutiérrez en un taller de Santa Cruz Meyehualco. Pero, después de un tiempo, "Má Baker" comenzó a quejarse del precio de los tráilers:

—No sé para qué seguimos pagando —le dijo al "Águila" una noche en que esperaban, desvelados, frente a la bodega— si nosotros podríamos hacer toda la operación.

En la madrugada, "El Tata" apareció ejecutado en la carretera México-Puebla.

La caída del "Águila"
Pero las cosas se empezaron a salir de control en el 2003. Cada vez que sus familiares le decían al "Águila" que tal o cual corporación andaban tras la pista de su banda, a pesar de que pagaban sus sobornos con puntualidad, "Má Baker" daba una orden incuestionable: ejecutar. Así, "El Águila" asesinó a Mario Roldán Quirino, director de Enlace de la Fiscalía de Delitos contra la Salud (FEADS) de la Procuraduría General; dos semanas después dieron cuenta de Arturo Pérez Estrada, responsable de la base "plata" en Iztapalapa, y de Guillermo Robles Liceaga, Director de Operaciones Mixtas de la Secretaría de Seguridad del DF. Y tres meses después, en agosto, acribillaron en la puerta de su casa al subdirector de la policía auxiliar, Jorge Fernández Vázquez. Su familia salió para ver un reguero de sangre y sesos, y los vidrios polarizados de las ventanillas cerrándose mientras el coche aceleraba. Los días del "Águila" estaban contados.

El 16 de febrero del 2004 se desató una balacera entre la policía federal y los habitantes de una casa en la colonia Floresta de Los Reyes-La Paz, en el Estado de México, que salieron a defenderse. La capacidad de fuego del Estado sigue siendo mayor que la de cualquier narcotraficante, y más en el caso de este pequeño ejército de "burritos" y ejecutores de policías. "Má Baker" fue aprehendida junto con una buena parte de la banda familiar. Fue llevada al penal de máxima seguridad de La Palma. Pero no "El Águila", quien tenía más información.

Durante tres meses, "El Águila" y Norma Patricia Bustos, "La Pequeña", se escondieron donde nadie podría buscarlos: en su propia casa. Había sido asegurada desde febrero, pero la policía no dejó guardia. Así que los dos se metieron e hicieron su vida: los vecinos del número 44 de la calle Poniente 22 en Ciudad Neza veían luz y pensaron durante tres meses que adentro había policías. La autoridad se tardó un poco en entender semejante audacia y los aprehendió el 5 de mayo del 2004. "El Águila" fue a parar a La Palma, junto con "Má Baker". Una vez dentro, todavía mandaron ejecutar al comandante del Cuerpo Especial de Investigaciones de Alto Riesgo del Estado de México, José Jiménez Lecuona, por "traidor". Y es que afuera, los "Águilas" potenciales estaban ya tomando sus nuevos espacios en el aire.

El tamaño es lo importante
Es un negocio familiar, "burrero", de a poquitos, desde el barrio y la escuela, pero representa un mercado importante. La Cámara de Diputados ha calculado que existen más de treinta mil tienditas en el país —en apariencia venden papas, pastelitos, veladoras, latas de chiles, pero en una ventana a un costado se lleva a cabo el tráfico— que distribuyen las 78 toneladas de cocaína que los narcos colombianos dejan como garantía a sus socios mexicanos. En todos los puntos de venta se llegan a mover, como hormigas, 1,092 millones de grapas en sus bolsitas de plástico transparente, con una ganancia total de veintisiete mil millones de pesos al año.

Pero si bien es la escala más local a la que el narcotráfico puede aspirar —la esquina de la casa, la señora que te vende la crema en vaso, el compañero del patio—, las detenciones no van hacia los distribuidores que están justo en medio de los capos y los minoristas. De cada veinte aprehendidos por delitos contra la salud, sólo uno es por comercio. El resto es por consumo. Por cada cincuenta productores arrestados en el campo, sólo uno es aprehendido en las ciudades por comercio. La autoridad se ensaña con los campesinos y los pachequines de banqueta, y deja suelto el eslabón del comercio semiminorista. Después de todo, si esas treinta mil familias no estuvieran vendiendo bolsitas de drogas, ¿a qué podrían dedicarse? En el foxismo hasta el narcotráfico se changarrizó.

No somos animales
Tony "El Huevito" recibe cargamentos que son depositados en la isla de Holbox, en la península de Yucatán. Desde ahí vende a distintos distribuidores en Mérida y Valladolid. Como "El Huevito" es de Tizimín, ahí no hay venta de drogas. Hay que tener respeto por los conocidos de la infancia. El eslabón más débil de la cadena que empieza en Yucatán con "El Huevito" —después del consumidor maya que es el más desprotegido—, trabajaba en una tiendita en la colonia Mulsay de Mérida. Un día de junio del 2004 llegó a una clínica con un cuadro de infarto. Se salvó. Tras algunas preguntas sobre su edad y sus hábitos alimenticios, herencia genética y molestias anteriores, lo mandaron a su casa. Y regresó a su tiendita en la calle 67 entre la 94 y 96. Un mes después este infartado, José Hernán Bermejo, fue arrestado por la policía. De nuevo se le debilitó el corazón y terminó en la misma clínica. Con la información de que vendía cocaína, se le practicaron análisis de sangre. Bermejo se estaba metiendo la mitad de lo que debía estar vendiendo. El médico de guardia lo increpó. Bermejo sólo atinó a contestar:

—También soy humano, doc. Y soy débil.~

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