Relecturas de Gabriel Zaid: 3. Los demasiados libros

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Lo sabe el poeta que reclama atención para sus versos pero se niega a prestársela a los de un colega; lo sabe el lector novato ante la empinada lomita de los clásicos; lo sabe usted cuando agota el último anaquel de casa y no encuentra dónde acomodar sus compras recientes; lo sabe el editor que se dispone, una vez más, a sondear el mercado con una novedad literaria de pronóstico incierto; lo sabe el librero que a menudo carece del título que le pide su clientela y en cambio tiene existencias de otros que a él, y tal vez sólo a él, le interesaron hace ya mucho tiempo; lo sabe el responsable del almacén cuando, horrorizado, calcula la rotación de inventario: hay demasiados libros.

Tan atroz certidumbre es distinta en cada uno de estos casos, pues las muchas acepciones de libro dan un significado propio, dependiendo de quien la pronuncie, a la expresión con que Gabriel Zaid calificó estas exuberancias; esa variedad de sentidos, y lo mucho que dice a propósito de cada uno, es lo que permitió a Los demasiados libros estrenar un modo de abordar eso que el propio autor llama “el problema del libro”. En los ensayos que lo constituyen se pasa revista al exceso de originales, de lecturas posibles, de ejemplares, de proyectos editoriales, de mercancías, de productos obsoletos, pero con un vocabulario y un tono refrescante e inesperado, en el que la contundencia de las cifras, las explicaciones financieras, los alegatos comerciales se magnifican gracias a una prosa contenidamente mordaz y a un decidido afán por derruir ideas preconcebidas, como la de que todo libro debería tener miles de lectores, y por dotar de contenido algunas certezas que suelen aceptarse sin más, como la de que el libro es un portento tecnológico aun si lo comparamos con otros dispositivos de reciente invención.

Si uno de los aciertos de todo poeta es engarzar las palabras exactas que describen un sentimiento (o una idea, una intuición), al bautizar su obra sobre la inabarcable abundancia de libros Zaid acertó con la precisión de quien pare lo que habrá de ser un lugar común. Le ocurre a esa sentencia lo que él mismo describe en el ensayo inicial de El secreto de la fama: “Hay frases que llaman la atención sobre sí mismas, distraen del tema sobre el cual se hablaba y sorprenden incluso al que las dijo, como una revelación, por lo que dicen y lo bien que lo dicen.” Como en México librerías y lectores están convirtiéndose en rarezas, podría esperarse que del matrimonio de demasiados y libros surgiera un oxímoron o al menos un sarcasmo; brotó, en cambio, una fórmula con la riqueza semántica de un aforismo.

No es exagerado decir que Los demasiados libros es sólo un membrete, debajo del cual se han acomodado distintos textos, concebidos en su origen como entidades autónomas (al punto de que algunos, entre ellos “¿Adivinos o libreros”, fueron difundidos primero como artículos en publicaciones periódicas y aun como partes de otros libros). Con cada una de sus ediciones, en sellos tan dispares como Carlos Lohlé, Océano, Anagrama, Diana, El Colegio Nacional y ahora Lumen, esta obra es otra, con cambios que van desde lo meramente cosmético hasta la eliminación o incorporación de ensayos, desde la puesta al día de algunas cifras hasta el análisis de las nuevas tecnologías y los nuevos modos de leer. Así, por ejemplo, en el esbelto volumen con portada en rosa mexicano que vio la luz en Buenos Aires a comienzos de los años setenta, se leía: “un libro no leído es un proyecto no cumplido. Tener a la vista libros no leídos es como girar cheques sin fondos: un fraude a las visitas”, apotegmas levemente reelaborados en las frases que aparecen en la Antología general preparada en 2005 por Eduardo Mejía, y que muestra las manías del redactor nunca satisfecho con sus oraciones y que recombina conceptos y palabras una y otra vez: “un libro a la vista es una obligación al portador. Un libro no leído es un deber no cumplido. Tener a la vista libros no leídos, es un fraude a las visitas” (nótese, al menos entre paréntesis, cómo el anodino proyecto se transforma en un oneroso deber). Entre las adiciones sucesivas puede contarse la incorporación, desde la edición de El Colegio Nacional, de “¿Por qué no hay todavía una ley del libro”, que vio la luz en 1997 y que, ay, por su naturaleza interrogativa aún viene a cuento.

La edición porteña apareció en la serie Cuadernos Latinoamericanos, publicada por Carlos Lohlé, un editor holandés que “ascendió [al pasar] de alto ejecutivo de una editorial europea a editor marginal en Buenos Aires”, y que le enseñó a Zaid que “no estamos organizados para leer, sino para alcanzar metas de crecimiento, producción, ventas, rentabilidad. Si yo leyera personalmente todos los libros que publico, ¿cuántos podría publicar?” Esa cándida pregunta, detrás de la que se esconde una ética del oficio de editor, lo llevó a “poner una editorial donde pudiera responder de cada libro como lector, no como ejecutivo que confiesa: ¿Lo leíste? No personalmente”. Paradojas de ese tipo, en las que el humor no oculta el meollo moral, abundan en una obra cuyo capítulo más extenso explora el conflicto técnico entre otras dos fuerzas opuestas: el costo unitario de impresión, que se reduce al incrementarse el tiraje, y el costo unitario de almacenamiento, que por el contrario crece junto con el tiraje.

Ya en su juventud, con su tesis de licenciatura, Zaid se había propuesto “conocer las provechosas posibilidades de aplicación de la ingeniería industrial en la industria del libro”. Entonces trazó un sencillo y hasta esquemático retrato del modo en que se organiza “la manufactura en talleres de impresión”, pero su incursión en la trastienda editorial nutrió y ensanchó su ánimo analítico, es decir la gana de desarmar un todo en las partes que lo constituyen, mas no por el mero gusto de hacerlo. Como ingeniero –es decir, como alguien que “baraja estructuras formales [con] rigor y facilidad”, según ha dicho de sus colegas–, Zaid no parece sentir aprecio por la especulación vacua, enroscada sobre sí misma, y prefiere el pensamiento que prepara el camino de las acciones, sean hipotéticas e irónicas, como la del establecimiento de un “servicio nacional de geishas literarias […] que trabajara a tiempo completo en leer, escuchar, elogiar y consolar a todos los autores no leídos”, o decididamente prácticas, como las que propuso en “Por una ley del libro”, incluido en Los demasiados libros a partir de la edición de Océano, y que, a manera de faro, siguen orientando la navegación en el agitado mar de las normas jurídicas.

Por ser una obra que, reescrituras mediante, no ha dejado de atender la realidad de la que se ocupa, podría resultar tramposo detectar en ella una de las cualidades que Italo Calvino atribuye a los clásicos: Los demasiados libros no ha terminado de decir lo que tiene que decir en parte porque sus tesis –por ejemplo las que se refieren a la fijación del precio de venta al público o a la búsqueda del tiraje óptimo– siguen siendo vigentes, acaso porque los editores no hemos sabido incorporarlas a la práctica cotidiana, pero sobre todo es una referencia inagotable porque introdujo en nuestra conversación una voz muchas veces imitada y, me temo, aún no igualada. No me refiero tanto a la versátil tesitura de Zaid, que lo mismo entona una teoría poética que un modelo de desarrollo basado en las microfinanzas, sino al desparpajo con que niega la división entre las “dos culturas”, según reza el título de otro libro devenido en cliché, escrito hace medio siglo por C.P. Snow.

En la advertencia “Al lector impenitente”, el autor lamenta que su grafomanía lo haya llevado a “añadir uno más a los demasiados libros”. Como ha quedado dicho, no se trata de uno sino de varios, pero es injusto considerarlo tan sólo “uno más”. Las dos definiciones que el diccionario de la Academia atribuye al adjetivo demasiado ayudan a describir la obra aquí comentada, que, por una parte, es algo que rebasa sus propios límites, o sea “Que es en demasía”, y por otra, es algo “Que habla o dice con libertad lo que siente”. Al hurgar con gracia y soltura en la esencia de ese plural, Gabriel Zaid produjo la singularidad de este, el demasiado libro. ~

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