Cuando se escriba un libro acerca de las relaciones de amor y odio entre España y México, semejante al que hizo Stephen Spender para Inglaterra y los Estados Unidos, corresponderá un lugar central a José Zorrilla (1817-1893). Pablo Mora rescata parte de sus textos en Memorias del tiempo mexicano y en México y los mexicanos (Dirección de Publicaciones, Conaculta). Tal vez añadirá pronto a la serie Un drama del alma (1867), los versos doloridos y feroces que Zorrilla publicó tras el fusilamiento de Maximiliano.
Salvo prueba en contrario, aquí están por vez primera las ideas de México, "paraíso infernal", atribuida a Malcolm Lowry; y país de la "eterna primavera", adjudicada a la publicidad turística. Este vínculo no es desconocido. Andrés Henestrosa rescató en 1955 México y los mexicanos, que a casi medio siglo de distancia ha vuelto a ser un libro nuevo, y Vicente Leñero ha escrito una obra teatral sobre la amistad de Zorrilla y Maximiliano. El otro nexo es la extraña perduración del Tenorio en nuestra escena. Febrero de 1844: en 21 días Zorrilla escribe Don Juan Tenorio, concluido la fecha en que cumple 27 años. Por tres mil pesetas lo vende a perpetuidad al editor Manuel Delgado antes de su estreno el 28 de marzo. En diciembre del mismo año se representa en México.
La sacralización y la parodia
Sin embargo, la costumbre de escenificarlo la noche de Todos los Santos y la noche de Difuntos no empieza hasta 1860 en España y 1863 entre nosotros. En 1893, comienzan las parodias en un teatro de rompe y rasga, el María Guerrero, más conocido como "María Tepache". Es una función trasvestista en que el seductor lleva un hábito de monja.
Desde entonces hasta noviembre del 2000 el Tenorio se ha representado año tras año como drama y como farsa. La parodia desde luego nunca es la misma y puede variar noche tras noche. Una Doña Inés con velo y bikini escucha al cómico de moda decirle por ejemplo: "Yo a los pobres les robé/ y a los ricos exprimí./ Yo mil millones hurté/ y en todas partes dejé/ memoria amarga del PRI". La gente se ríe porque tiene presente el original. Se desacraliza el Tenorio porque lo consideramos un texto sagrado. Parodiarte para odiarte, sí, pero sólo se parodia lo que compartimos y admiramos.
Para muchas generaciones mexicanas ha sido casi su única relación con la poesía. Fue el Nintendo de los niños anteriores al radio y la televisión: los títeres con que jugaban al teatrito incluían vestuario y escenografía del Tenorio. Los versos de Zorrilla son tan plásticos que se acomodaban a las burlas contra los condiscípulos, los profesores, las autoridades, la familia y sobre todo a los juegos sexuales. En las escuelas circulaban pornoversiones clandestinas basadas en las sugerencias eróticas del original. Así, Don Juan Tenorio es poesía popular y teatro del pueblo. Zorrilla se ha vuelto un escritor mexicano sin que compita con él nadie de esta tierra. Si en su persona fue el antidonjuán, como poeta es el gran seductor: con sus versos ha seducido a mucha gente durante mucho tiempo.
El carnaval del conquistador
¿Cómo entender la razón de este triunfo?: tal vez la extrema teatralidad de la obra, o el ser la comedia del deseo en que la sexualidad arde por presencia o ausencia en cada línea; o el hecho de estar escrita en versos de once sílabas que, según Alfonso Reyes, constituyen la única medida que el oído de los pueblos hispánicos reconoce como poesía. No se puede omitir, en fin, la apoteosis de la rima como encuentro nupcial de las palabras. En brazos de la rima el castellano del Tenorio vive, bulle, danza, canta, vuela, flexible como la hoja de una espada.
Don Juan Tenorio guarda algo para todos, contiene un personaje con el cual alguien siempre puede identificarse. Más allá de su conciencia moral y su respeto por las mujeres, será difícil encontrar un hombre que ante lo que llamó López Velarde la infinidad de su deseo no envidie en secreto a Don Juan. En la guerra de los sexos Don Juan es el mariscal Rommel: donde otros emplean caballería, él embiste con Panzers y Stukas.
Por otra parte, representa, de acuerdo con Salvador Novo, la "tenoricidad" mexicana: no el placer ni el amor sino la procreación irresponsable sin el lastre de la boda. La muchacha acosada por los "tenorios" encuentra en Doña Inés la ilusión de que el bien triunfa sobre el mal y la inocencia puede más que la perversidad. Confía en que podrá regenerar al pillo y hacer gente de bien al malvado. La pureza derrota a la lujuria, el enemigo del matrimonio quiere casarse, el seductor es seducido, el satanista resulta angelicado, el altivo cae de rodillas implorante. El padre se ve enaltecido en el Comendador que defiende de la cacería sexual a sus hijas y logra el castigo eterno para el estupro y la seducción.
Obra católica, se transforma, de comedia de capa y espada, en auto sacramental y hasta en pastorela. Dios no es el Jehová terrible sino el Señor de la Misericordia y el Perdón. Se puede hacer lo que se quiera en este mundo: para ganar el cielo basta un instante de arrepentimiento. No importa que el donjuanismo implique la opresión, sea como una cacería humana de venados y una forma de narcisismo en que seducir cuenta más que fornicar. Se olvida la estela de destrucción que deja el "conquistador" una sola palabra para quien somete pueblos y seduce mujeres: tragedias que pasan de generación en generación, abortos de los que nunca se culpa al hombre, suicidios. Y en primer lugar, el nacimiento de quienes designamos sin que tengan culpa alguna bastardos, como Tirso de Molina que inició todo esto con El burlador de Sevilla (1530).
A imagen del carnaval que es su materia misma, Don Juan Tenorio desafía el orden con el escándalo de la sexualidad para terminar con un final feliz que apuntala los valores familiares y cristianos. Zorrilla no podía hacer otra cosa. Llevó siempre en su interior un convidado de piedra: el padre a quien trató de exorcizar en vano con sus obras y sus éxitos. José Zorrilla y Caballero fue el jefe de la policía que pacificó a la España de Fernando vii mediante su política de cero tolerancia y su lema: "Ladrón prendido, ladrón ahorcado". Militante ultrarrealista, actuó como segundo del ministro Tadeo Calomarde, el que cerró las universidades para convertirlas en escuelas de tauromaquia y quiso reencender las hogueras de la Inquisición y quemar en ellas a liberales y masones.
Don Juan devora al Tenorio
Tan español como el Quijote, la Celestina y Carmen (obsequiada a Merimée por la madre de Eugenia de Montijo, la emperatriz responsable de la intervención francesa en México), Don Juan es un mito universal. Y no obstante, Zorrilla existe nada más para el mundo hispánico y quizá ya sólo para los mexicanos. Podríamos decir que el "Tenorio" es nuestro; "Don Juan" es de todos. "Don Juan" es hoy el Don Giovanni de Mozart-Da Ponte. En la lista de nombres universales Molière, Goldoni, Hoffman, Byron, Pushkin, Dumas, Musset, Sand, Gautier, Gobineau, Baudelaire, Shaw, el primer Milosz, Rostand, Apollinaire, Lenormand, Colette, Capek, Ghelderode, Brecht, Frisch, Jouhandeau, Anouilh, Monterlant Zorrilla no figura.
¿Escribió demasiado? 22 obras teatrales, trece volúmenes (no simples libros) de poemas antes de los treinta años. Siguió mucho más. ¿Se le desprecia por ser tan popular? ¿Fue devorado por su personaje? ¿Su poesía se vuelve intraducible al depender tanto del metro y la rima? No se suicida como Larra (apareció en las letras con un poema leído ante su tumba), ni muere joven como Espronceda o Bécquer. En cierto sentido, es un personaje mucho más trágico, una especie de antihéroe romántico. Zorrilla contribuye a su hundimiento al hacer pública una autocrítica que debió reservarse. Niega todo valor a su obra ("lo inútil de mis versos, el vacío de mi poesía") y a su frágil persona (sietemesino, epiléptico, sonámbulo). Es un best seller pero su obra circula en ediciones piratas. No soporta que otros se enriquezcan con su trabajo en tanto que él arrastra una existencia mendicante, sólo aliviada en parte por la coronación de que es objeto en 1889.
Su posteridad: Ortega y Gasset lo desprecia. Unamuno (entre cuyas grandes cualidades no figura el oído poético) siente por él "repulsión máxima" y lo persigue porque le recuerda al indio Rubén Darío y a los odiados modernistas. En cambio, García Lorca lo admira. Borges en su Antología de la literatura fantástica vuelve microrrelato los versos 3716-3719 del Tenorio ("¿Y aquel entierro que pasa?/ Es el tuyo./ ¿Muerto yo?/ El capitán te mató/ a las puertas de la casa.") Darío lo venera como a Víctor Hugo y Verlaine. Al adolescente de Managua Zorrilla le enseña en principio las posibilidades rítmicas, musicales y colorísticas de la lengua española. En México, antes de la aparición de Bécquer, es el modelo absoluto de nuestros poetas. Todo el romanticismo hispanoamericano deriva de Zorrilla. Su influjo es tan grande como después el de Lorca y Neruda. Hoy la multitud de los imitadores no deja ver lo que fue nuevo y original en sus versos.
La desgracia crítica de Zorrilla se debe a que es un poeta narrativo y dramático. Sus leyendas cantan, cuentan, mezclan los recursos del poema con los del drama y el relato. Su reino fue conquistado por la novela, el verso se volvió vehículo casi exclusivo de la lírica. Zorrilla queda a la intemperie. En la liquidación del siglo XX, el XXI tendrá que ajustar cuentas con él y pasarnos la factura de nuestros desdenes y cegueras.
El mejor valle del mundo
Quiere huir de sí mismo, de su inmenso triunfo que sólo enriquece a otros, de sus mujeres y del espectro de su padre. Hace una pésima travesía, llega a Veracruz en 1855 y le atribuyen unas quintillas escritas por su amigo Antonio García Gutiérrez (el de El Trovador que inmortalizó Verdi). En ellas el grotesco Tirano Banderas, el general-presidente Santa Anna, es ridiculizado como "un mono vestido de Napoleón". Los poetas mexicanos lo reciben con toda clase de homenajes. Para afianzar la amistad entre ambos países publica México y los mexicanos. Por razones que aún aparecen oscuras se queda aquí once años y medio. Se encierra sin libros ni papel en una hacienda pulquera de Apan. Intenta negocios que fracasan, como una línea de vapores capaz de arrebatar a los ingleses el monopolio del transporte comercial. Y vive en lugares que subsisten en una ciudad tan arrasada como si hubiera sufrido el bombardeo de la Luftwaffe: la casa del conde de la Cortina en Tacubaya, la hacienda de Goicoechea que desde hace cien años, como para cumplir la maldición de Zorrilla contra este país ("ojalá seas yanqui y yo te vea"), se llama San Ángel Inn, no Posada de San Ángel. También desde entonces el nombre es mexicanizado y jibarizado como "San Angelín".
Desde allí escribe una descripción del valle de México que más tarde debe de haber tenido presente el pintor José María Velasco. Las montañas, los bosques, los lagos, la transparencia del aire, la abundancia y variedad de las flores le hacen juzgar todo aquello como "el panorama más risueño y más espléndidamente iluminado que existe en el universo". Una y otra vez compara la capital con una de esas ciudades "que el primor chinesco/labra sobre el marfil de un abanico". La visión de México desde el castillo de Chapultepec le parece edénica. Si viera hoy en qué hemos convertido su paraíso…
Escrito en forma de cartas al Duque de Rivas, México y los mexicanos es sobre todo una obra de crítica literaria, la primera que escribió un europeo sobre nuestros poetas. Zorrilla se muestra no como el inconsciente que decía ser sino como un artífice y un técnico. Le reprocha a José Joaquín Pesado errores métricos cuyo origen atribuye a la "mala pronunciación"; es decir, a que en tres siglos se originó aquí una inevitablemente distinta de la española. (Pero hoy ya nadie dice "páis" ni "máiz"). Como es natural, ni el propio Zorrilla se salva de un verso cojo. En el Tenorio encontramos "me vuelve a traer a Sevilla" (tendría que pronunciarse "me vuelve a trar"), o "confiando en que mentía" (habría que usar la licencia de partir el gerundio: confiando). Pero la crítica de Zorrilla es inteligente y generosa y establece el primer canon poético del México independiente.
El poeta en la guerra
Odia la política, "vieja prostituta/ que los crímenes todos apadrina". Le encantan las mexicanas, el paisaje, la destreza de los jinetes, las costumbres y los eufemismos, como llamar "los mañosos" a los bandidos que asolaban caminos y ciudades. Reconoce "errores y pecados" al haber hecho leyes que sólo beneficiaron a los peninsulares. Le sorprende encontrar la capital más española que España pues en su patria ya no se ven tantos conventos, hábitos religiosos y ropas talares. México, a pesar de sus defectos y problemas, le parece destinado a ser "el primero de los pueblos hispanoamericanos".
Como señala Mora, Zorrilla quedó ligado a la oligarquía criolla que vio en él un instrumento para afianzar la españolidad católica mexicana en contra del ascenso liberal y la preponderancia angloamericana y luterana. Memorias del tiempo mexicano, entresacadas de los Recuerdos del tiempo viejo (1882) que pueden leerse íntegros en un volumen de la serie Sepan Cuantos de Porrúa, narra con grandes omisiones y silencios la experiencia de Zorrilla durante la feroz guerra de la Reforma y la invasión de Luis Bonaparte. Por ejemplo, las matanzas de Tacubaya en 1859 ocurren ante la casa que habita y él no dice una palabra. Vuelve de Cuba a Veracruz cuando Juárez resiste el sitio puesto por el general conservador Miramón. Todo parece sugerir que Zorrilla estaba implicado en la ayuda del capitán general de Cuba a la causa conservadora, frustrada por la marina norte-americana a raíz del tratado MacLane Ocampo.
El cementerio y el volcán
En medio de la violencia Zorrilla logra mantener su condición de arrimado en las haciendas de sus amigos. Como Dickens, es un gran lector en voz alta. Maximiliano de Habsburgo, él mismo poeta en su lengua alemana, lo escucha, lo acoge y le da un salario digno como director del Teatro Nacional. Sus amigos liberales rompen con él y consideran que se ha vendido al impostor sentado en las bayonetas de Napoleón III, mientras el pueblo libra una guerra de guerrillas contra los invasores, igual que los españoles se alzaron contra el auténtico Bonaparte. Max es un Habsburgo y se llama como el abuelo de Carlos v. Le pide a Zorrilla que escriba la crónica de su imperio ficticio y le da dinero para volver a Europa por un año.
México es el Vietnam de Luis Bonaparte. Su ejército se debilita en campañas sin esperanza y la derrota de 1870 ante Prusia se vuelve inevitable. El mariscal Bazaine, el procónsul, se retira con las tropas francesas. El archiduque de Austria es sitiado, derrotado y muerto en Querétaro. El cargo: firmar el decreto que condenaba a muerte a todo mexicano en armas. Pero también se trata de abolir el principio monárquico en el continente y terminar aquí con el derecho divino de los reyes, como se había hecho en Inglaterra con Carlos i y en Francia con Luis XVI.
Todo el amor de Zorrilla por México se cambia en odio. El mismo 1867 escribe Un drama del alma, extenso poema en octavas reales dedicado a Pedro Antonio de Alarcón. Los juaristas triunfantes lo publican aquí. Después se convierte en libro maldito y nunca más ha vuelto a aparecer en nuestro país. Sólo puede conocerlo quien se interne en las Obras completas de Zorrilla.
De "aquel edén que ahora es infierno" Zorrilla culpa a indios, negros y mestizos, "pueblo medio oriental, medio europeo", "progenie pésima" de las castas mezcladas con la hez de España que sólo vino a buscar oro: "mala sangre española y mala indiana". Sin embargo, subsiste otro México "digno, culto, gentil", el de los criollos, condenados a vivir en el paraíso vuelto "lóbrego infierno", en un país que es "un cementerio/ encima de un volcán". Y sin embargo, el amor no se extingue: "Méjico es la ciudad de los cantares,/ huerto rico de frutas y de flores;/ y en medio de la guerra y sus azares/ y en medio de la peste y sus horrores,/ se mece en sus chinampas seculares,/ cantando ante la tumba sus amores/ en un cantar que abarca estos extremos: 'Cantemos hoy, mañana moriremos'". –