Una larga marcha

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Tratar de dar un panorama de “nuestro presente” —entrecomillado, porque ha sido tan aluvial la cadena de acontecimientos que nos ha acosado en estos años que hace precario y volátil cualquier momento reflexivo— podría partir del referéndum revocatorio en que Chávez sale airoso por una notable diferencia, 60/40. Ello va aunado al epílogo de las inmediatas elecciones para gobernadores y alcaldes, donde el gobierno obtiene otro masivo triunfo, veintidós y veinticuatro de 24 gobernadores y más de dos tercios de los alcaldes, frente a una oposición desolada, desarticulada, inerme y que en una parte sustantiva opta por la abstención. Esas últimas derrotas electorales, sumadas a las fallidas soluciones insurreccionales —el golpe de abril y el paro indefinido de fines del 2002— parecieran cerrar casi todos los caminos para la oposición por un largo período.
     El presidente controla y abusa de todos los poderes. Ha anulado los sectores adversos de las Fuerzas Armadas. Ha transformado la empresa petrolera nacional —ese otro “ejército” desarmado— mediante un genocidio laboral que expulsa, a raíz del paro, a casi veinte mil trabajadores, entre ellos prácticamente toda su alta y entrenada gerencia, y eso le permite ahora disponer a voluntad de muchos de sus millonarios ingresos; a pesar de una evidente baja de la producción petrolera y una errática política económica general (la pobreza ha aumentado en diez puntos durante su gestión, según fuentes oficiales), los precios del barril petrolero alcanzan niveles insólitos que le dan suficientes medios para practicar el más desenfrenado populismo que conozca América Latina en el último medio siglo —acaso sólo comparable al del general Perón en sus momentos de esplendor, lo que hace que sus índices de popularidad sean muy altos y el movimiento que lo acompaña cada vez más cohesionado. Y, por último, en el plano internacional, ha logrado —petróleo y negocios de por medio, las más de las veces— aunar una rabiosa y desafiante campaña antinorteamericana y una exclamativa vinculación con Fidel Castro, y variopintos movimientos radicales, con la protectora y eficiente comprensión de gobiernos de izquierda moderada —Lula, Kirschner, Tabaré Vásquez, Zapatero— y otros que, más allá de la ideología, disfrutan de generosos negocios o de dádivas petroleras. Todo lo cual le ha dado una estabilidad internacional que nunca había tenido. Chávez, pues, se ha consolidado después de un par de años de sobresaltos y de bordear peligrosos abismos.

Una institucionalidad artificial
     La mayoría de las encuestas creíbles dan una suerte de equilibrio entre chavistas y antichavistas. Los mismos resultados del referéndum apuntan notablemente hacia eso; más todavía si se toman en cuenta las trampas oficialistas en determinadas etapas de conformación del registro electoral, las brutales presiones gubernamentales sobre los votantes —reconocidas por el propio Presidente— y el hecho de que quienes temieron una ola de violencia o anarquía por la caída del Caudillo, que no fueron pocos, optaron por su permanencia. Sin embargo esto no se refleja en la estructura institucional, en la distribución del poder, como se ve en la proporción de los gobernadores y alcaldes aludida. El gobierno, que no ha tenido contención para manipular los poderes y hacerlos apéndices del Ejecutivo —que, a su vez, no reside sino en la sola voz del Presidente—, no encarna entonces sino medio país, en general los sectores más desposeídos, y la otra mitad, que comprende lo que antaño se llamaba “fuerzas vivas” y que hoy sería algo irónico denominarlas así, vive en una marginalidad silenciosa o, ya lo veremos, en el acatamiento forzado. Los resultados de todas las recientes elecciones de las universidades estatales autónomas, donde el chavismo no logra alcanzar el veinte por ciento del electorado, podrían indicar cómo las capas más cultas de la sociedad rechazan el régimen. Proporciones similares existen en el campo de las artes y el pensamiento.
     Era de suponerse que el referéndum podía ser una suerte de solución pacífica y democrática al prolongado y altamente riesgoso enfrentamiento de las dos Venezuelas. En cierto modo se ha recuperado alguna calma, si consideramos los momentos más álgidos de los prolongados enfrentamientos pasados. Pero, contrariamente a lo que pensaban los más optimistas, el gobierno no ha hecho los gestos ni tenido las iniciativas contundentes que habrían restituido una deseable reconciliación nacional, tales como la amnistía de los presos políticos, el acercamiento mínimo, el diálogo explícito con la oposición, la tendencia a restituir una relativa autonomía de los poderes públicos y la formulación de un proyecto nacional racional y no excluyente, o el cese del lenguaje provocador y procaz de sus voceros, en especial el particularmente soez y desafinado de Chávez. En lugar de eso, ha continuado una política ambigua, por no decir esquizofrénica, que mantiene al país en la zozobra y la incertidumbre.
     Con la política del garrote y la zanahoria, ha logrado doblegar sectores fundamentales de la sociedad, como el clero, los empresarios y los medios, que habían tenido una beligerancia inusualmente intensa contra el autoritarismo —en algunos momentos, más directamente decisoria que los mismos aminorados partidos políticos o las organizaciones sindicales y gremiales.
     Los empresarios llegaron a temer por su supervivencia misma, a causa de los odios acumulados, el deterioro de años de depresión y desinversión privada, las dolorosas heridas del paro indefinido —en que no faltaron los suicidas económicos, los rígidos controles de precios y divisas, la prepotencia de un capitalismo de Estado (para algunos, pórtico al socialismo a la cubana), posibilitado por el alto precio petrolero y la emergencia, de la noche a la mañana, de una nueva burguesía fiel al proceso —la “boliburguesía” la tilda el humor nacional—, en medio de prebendas y desaforadas corruptelas, y, por último, la constante y virulenta prédica izquierdista del gobierno. Todo ello hizo que acudieran los empresarios al llamado apaciguador, siempre en las sombras, y prometieran volver a sus predios, los negocios, aspirando a participar en alguna medida en la fiesta del oro negro.
     Los medios comenzaron a bajar todas sus estridencias, que fueron grandes; empezaron a desplazar paulatinamente sus otrora heroicos voceros de los programas de opinión —descenso del volumen que, por lo demás, cumplía con la regla áurea del rating, es decir, con las demandas de una audiencia ya saturada, desengañada y hastiada de la política. Pero previamente tuvieron que aceptar una ley que hasta ahora funciona como espada de Damocles, llena de disparates y de descomunales sanciones, amén de una reforma del Código Penal que repotencia arcaicas normas de desacato a los funcionarios públicos.
     Los clérigos se alejaron del primer plano y se dedican hoy más a la sacristía que a los conciliábulos políticos.
     Pero, al lado del repliegue de estos sectores a sus aristotélicos lugares naturales —lo que podría tener alguna lógica política, por torcida que sea su implementación—, el gobierno ha decidido continuar la cubanización del país (se calcula en más de cincuenta mil los cubanos que actúan en Venezuela en los más diversos campos, desde los programas sociales de punta hasta las salas situacionales, el diseño de las estrategias internacionales y las tareas más sofisticadas de seguridad), y los negocios y tratados se multiplican sin que nadie les encuentre otra lógica que apuntalar la destartalada economía de aquella isla. Sucursales bancarias y agencias de Petróleos de Venezuela en La Habana, por ejemplo, para no hablar de los ridículos y pomposos rituales en que todo ello se enmarca: la militarización de todo el aparato del Estado (posiblemente superen el millar de efectivos en las más altas y especializadas áreas gubernamentales), cuya incapacidad y voracidad personal son ya moneda corriente en la opinión nacional.
     Los abusos de poder llegan hasta ampliar el Tribunal Supremo de Justicia, contra toda lógica jurídica, para mejorar correlaciones inestables que tenía en algunas salas, o hacer todavía más oficialista el ya oficialista Consejo Nacional Electoral, cuya credibilidad fue tan problemática durante el referéndum que hubo prolongadas acusaciones de fraude electrónico. Las políticas populistas en curso —que seguirán, ya que tenemos tres eventos electorales en el próximo año y medio (el último, el presidencial)— están altamente politizadas, y sus beneficiarios deben uniformarse de rojo, aprender los catecismos ideológicos y organizarse militantemente, lo cual acentúa la escisión del país.
     Pero lo más contrario a la deseada paz republicana ha sido la puesta en práctica de una actitud de venganza que se manifiesta en la reactivación de juicios y acosos contra todos aquellos que tuviesen hasta una remota relación con el golpe de abril, tan contraria a los arrepentimientos, golpes de pecho y silencios sobre las más flagrantes evidencias que tuvo Chávez después de su milagroso retorno al poder, en momentos de manifiesta debilidad. Ahora, vencedor, quiere rehacer la historia —y su poco gallarda actuación, y de muchos de los suyos, en esa dramática situación— imputando a centenares de ciudadanos en ese extraño suceso en que él mismo entregó el poder y su Estado Mayor anunció solemnemente su renuncia. Jueces y fiscalitos corruptos hacen sucias tareas para limpiar las máculas del héroe que no supo cumplir con el teatro de la historia. La generosidad del perdón es sustituida por la tardía venganza, ese plato enfriado por tres años de refrigeración. Son centenares los imputados por esa hora menguada. De alguna manera se trata de darle consistencia legal a la historia oficial.
     Pero en lo que verdaderamente andamos es en la guerra asimétrica con Estados Unidos. Bien asimétrica, por cierto. Un muy importante dirigente del gobierno dijo, con todas sus letras, que nos derrotarían en 48 horas —nuestros milicos, la verdad…—, pero que entonces comenzaría una guerra popular que, extendida a todo el continente, duraría decenios. Y hasta las relaciones diplomáticas están en entredicho. Y Bush lo quiere matar, asesinar: la tesis del magnicidio ha llevado a Chávez a eludir actos públicos, incluso a suspender solemnes desfiles patrios. Una especie de delirio paranoico y megalómano. Esto último, porque él va a dar la batalla y para ello desafía e insulta sin miramientos; hasta la sexualidad de la señorita Rice y sus apetitos insatisfechos han entrado en escena. Todo lo cual parece más destinado al subcontinente que al país: a la sucesión del liderazgo de Fidel —que un día morirá, por aquel silogismo que dice que todos los hombres son mortales, hasta Sócrates.
     Las encuestas revelan que casi un ochenta por ciento de nuestros conciudadanos —por tanto también un buen número de chavistas— rechaza el modelo cubano, su penuria, sus balseros y su pensamiento único —y el mismo presidente, que mucho sabe de estas mediciones, dice que ése no es el camino, sino que la ruta es un difuso socialismo del siglo xxi que está por inventarse, seguramente uno ya inventado: la socialdemocracia de suecos, españoles o chilenos, entre otros. ¿Payasadas inocuas? Sí y no: los americanos parecen haber comenzado a tomarse bastante en serio las incontinencias del colérico líder, y sus respuestas son cada vez más reiteradas y duras. Todos sabemos que Bush se las trae y que tiene sus propios delirios imperiales. Además esta guerra virtual ha conducido a estructurar y multiplicar la Reserva Militar, bajo mando directo de Chávez, que terminaría siendo numéricamente muy superior al ejército regular, y que es de temer que sus integrantes puedan tener mayor uso como eventual fuerza de represión interna y de militarización y control del cuerpo social —en el sentido antes indicado, con los programas sociales— que como mecanismo de defensa en esa estrambótica guerra asimétrica.
      
     Opositores y oposición
     Si, como hemos dicho, al menos la mitad de la población preferiría no tener a Chávez en el poder, eso no se refleja en un apoyo a las fuerzas opositoras que lo combaten. Las encuestan muestran un altísimo rechazo a los partidos, líderes independientes y organizaciones civiles, superior al setenta por ciento. Y los porcentajes son mayores si se inquiere por la presencia de un liderazgo real y eficiente y una alternativa viable para superar el estado de cosas existente. Dicho en síntesis, hay opositores y no oposición. Las recurrentes derrotas sufridas apagaron esa inmensa fuerza que hizo que millones de venezolanos se lanzaran a las calles —muchos por primera vez en sus vidas—, que afrontaran peligros físicos y laborales y que confiaran en que “al loco le queda poco”. La apatía, la desolación, la indiferencia y también el arribismo —al fin y al cabo hay que sobrevivir y la cosa va para largo— son ya sentimientos abundantes en esa mitad de los venezolanos.
     Por lo pronto, el sentimiento unitario que cristalizó en la llamada Coordinadora Democrática, ya desaparecida, víctima de sus fracasos, y que logró unir a las más antagónicas y diversas organizaciones y personalidades políticas y civiles, entre ellas los medios, empresarios y clero —quienes muchas veces y en horas decisivas comandaron las acciones contra el autócrata—, ha terminado en una diáspora en que los grupos de poder se han replegado, como decíamos. Y los golpeados partidos políticos buscan su propia visibilidad e identidad.
     Si bien la noción de unidad no ha desaparecido, dada la debilidad de cada uno de los actores y el inmenso poder acumulado por el gobierno, en la práctica las diferencias y las contradicciones comienzan a aflorar. Hasta el punto de que, en las últimas elecciones, además de la abstención opositora, fue un factor de peso para la aplastante derrota la imposibilidad de encontrar candidatos unitarios en numerosos estados y alcaldías. Algo similar va a suceder, con toda seguridad, en las próximas elecciones del venidero agosto para los Consejos Municipales y Juntas Parroquiales. Y un cuadro similar se vislumbra para las capitales elecciones de fin de año para la Asamblea Nacional. Es decir, nuevos deslaves de la oposición. Sobre la elección presidencial, de fines del 2006, sería prematuro pronunciarse, pero ya asoman diversas candidaturas que habría que unificar de alguna manera, si fuese posible.
     Más allá de las múltiples diferencias de las posiciones políticas opositoras, existe una línea gruesa que da lugar a posiciones irreconciliables. De una parte, están quienes ven cerradas las vías electorales, ya sea por su desconfianza absoluta en el organismo electoral evidentemente parcializado, o por la sólida popularidad de Chávez, o porque no confían en que éste dejaría el poder en una eventual derrota. Eso los lleva por el camino de la abstención que, de suyo, equivale a un desconocimiento pasivo de la legitimidad del régimen. Imaginan situaciones de fuerza —a la manera del Ecuador, por ejemplo, entre otras más clásicas; fuertes presiones internacionales, sobre todo la norteamericana; implosiones en el seno del chavismo, que ya han emergido aunque con baja intensidad; crisis económicas que abatirían el derroche populista y echarían abajo su popularidad. En todo caso, parten de un diagnóstico apocalíptico del futuro del régimen que va desde una nueva Cuba hasta una dictadura sin máscaras.
     Por otro lado están la mayoría de los partidos que, sin desconocer muchos de esos temibles factores ni utilizar algunas de esas defensas, han optado por luchar en los entresijos de la maltrecha democracia, presentarse a las elecciones y pugnar por mejoras puntuales del sistema electoral, usar la opinión internacional para establecer barreras a los atropellos antidemocráticos, trabajar políticamente sobre los sectores menosconvencidos del chavismo y, por último, tratar de serenar el caldeado ambiente político del país.
     En ninguna de esas posiciones existe rasgo alguno de optimismo. Están convencidos que será larga, muy larga la lucha. La mentada política esquizoide del gobierno tiende a hacer más confusas y dilemáticas esas opciones.
     Yo creo, para terminar, que la única esperanza podría radicar en el hecho de que esos opositores existen, por silenciosos que sean y por descorazonados que estén, y en que pueden despertar. Lo que es distinto a tener que construirlos desde cero. Es posible que la hora sea la elección presidencial del 2006, donde tengan que plantearse los venezolanos si son capaces de soportar un nuevo sexenio como el que han vivido. Y si encontramos un líder y unas cuantas consignas y proyectos que lleguen al cerebro y el corazón de esas grandes mayorías depauperadas.
     Mientras tanto el país padece: vive en el desvarío, la incertidumbre y el miedo. –

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