Viejo niño rico

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Si no me engaño, casi nadie ha escrito sobre los siete cuentos que acompañan la novela El cuerpo en el nuevo libro de Hanif Kureishi. La contraportada los anuncia como “de los mejores relatos” del escritor, y algunos efectivamente lo son. Dos de ellos: “Escándalo en el árbol” y “Recto”, me parecen hasta memorables, dignos de más que servir de relleno en un volumen donde poco se notan.
     En el primero —una anécdota aparatosa y bufa, trivial en apariencia—, todas las preocupaciones habituales de Kureishi aparecen en emblema y, a la vez, las observaciones y digresiones de su protagonista apuntan más lejos: al reconocimiento de una porción de la experiencia que, pese a todos los intentos, sólo puede comenzar a articularse. El segundo, por su parte, es superior al resto del libro, incluyendo la novela: su Londres de fiestas interminables, accidentes absurdos y parroquianos autodestructivos, ajenos a la vergüenza y a la velocidad de sus adicciones, está descrito desde el punto de vista de un hombre cuya percepción está igualmente distorsionada. Cuanto se vuelve explícito en los otros textos, cuanto se elabora y se elucida, permanece aquí en la sombra: su mundo carísimo, obsesionado con el placer, lleno de temor soterrado, no tiene comentario ni alienta a mirar hacia adentro.
     Es comprensible, por otro lado, que El cuerpo llame más la atención, pues se relaciona a la vez con dos temas que nos importan desde el origen mismo del lenguaje (la muerte y el envejecimiento), con sus contrarios imposibles (inmortalidad y juventud eterna) y, sobre todo, con el culto actual de la belleza física, a la vez paliativo y símbolo de superioridad social.
     La trama resume las fantasías de millones con cuerpos naturales, es decir, defectuosos, sometidos a la acción demoledora del tiempo: Adam, un dramaturgo rico pero ya viejo, lejos de sus comienzos como niño prodigio y de cualesquiera otros, acepta la oferta de un vago y despreocupado Mefistófeles y se hace trasplantar el cerebro, por medio de cirugía secreta y sumamente costosa, a un cuerpo muy bello, muy joven, en cuyo interior proyecta pasar unas vacaciones lejos de su edad.
     Lanzado a su vida paralela, y en realidad muy agradable, en el selecto grupo de los Cuerposnuevos —”una nueva clase, una elite […] de supercuerpos”—, Adam encuentra no sólo el gusto de ser atractivo, vigoroso y dueño de un hermoso pene, sino también numerosas complicaciones imprevistas. Pero no importan sus descubrimientos esporádicos, sus lucubraciones ni su “caída” en las últimas páginas. Nosotros, los Cuerposviejos que sentimos (o sentiremos) el sobrepeso temblando bajo la ropa hinchada, el crujir de los huesos, la ansiedad por el aliento perdido, no dejamos de ser vistos por Adam y los suyos con una mezcla de condescendencia y odio vengativo, que los lleva a especular sobre formas curiosas de la discriminación —o la solución final: “¿Quién quiere un montón de Cuerposviejos andando por el mundo? Son feos y de costoso mantenimiento. Pronto serán irrelevantes.” Y para llegar a esa conclusión sobre las apetencias de nuestra cultura no hace falta leer a Kureishi: basta encender el televisor, dar una ojeada a las revistas en el puesto, hablar unos pocos minutos con nuestros contemporáneos. O con sus hijos.
     Además, hay un problema serio en el escenario de sci-fi alrededor de Adam y los “artistas del cuerpo” que lo convierten en galán: si bien el tema de la novela pertenece a la ficción especulativa gracias al Frankenstein de Mary Shelley, la mayor parte de las historias sobre el asunto —la que ha dejado huellas en la cultura popular— está en el terreno de lo camp, desde “joyas” con títulos como El cerebro que no quería morir (Joseph Green, 1962) hasta parodias deliberadas como las que hay en filmes y relatos de Woody Allen. Y, por desgracia, Kureishi queda más cerca del primer grupo que del segundo.
     Las ideas en el texto, desde luego, pueden (deben) plantearse de manera seria y profunda: aunque conozcamos a sus precursores, todos sabemos que la transformación del cuerpo mediante la tecnología ya es parte de la realidad y la clonación no fue inventada por George Lucas. Sin embargo, el tono solemne y sin humor de El cuerpo da la impresión de que su autor escribe como si la tradición que continúa —y que todos sus lectores conocen— no existiera. Los personajes están siempre al borde de caer en lugares comunes puestos en ridículo durante el siglo XX: Adam, en efecto, llega a comportarse como el “muchacho inocente” que se mete de cabeza en el peligro, hay una muchacha igualmente ingenua y en problemas, y el villano, un tal Matte, no sólo es de origen un ser deforme y rencoroso (contrahecho y con labio leporino), sino que al cambiarse a un cuerpo más atractivo no se le ocurre nada mejor que soltar largas parrafadas sobre sus maléficos planes y mostrarle a Adam que su miembro es más grande.
     Más de una novela pulp (pienso al menos en una gema verdadera e inconsecuente: la sátira Los cerebros plateados de Fritz Leiber, de 1959), trata de lo mismo con más gracia; Kureishi se levantará, sin duda, de este tropezón. –

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(1970) es autor de Cartas para Lluvia, Los atacantes, La torre y el jardín, Los esclavos y Gente del mundo, entre otros. Por su libro Manda fuego (2013) ganó el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para obra publicada.


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