En el país de los hongos locos: micofagia y psicodelia

De las ceremonias mesoamericanas a los laboratorios contemporáneos, los hongos impulsan el renacimiento psicodélico desde la psiquiatría.
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México es el país honguero por antonomasia. Digamos que no por nada lideramos –junto con China– la lista de naciones que consumen la mayor diversidad de hongos silvestres a nivel mundial, ni más ni menos que unas cuatrocientas especies en nuestro caso. Huitlacoche, pancita, coral, oreja, morilla, cazahuate, mazayel, zarza, por mencionar solo algunas de las variedades más habituales que ofrecen las marchantas en el mercado cada temporada de lluvias. Una abundancia deslumbrante, si consideramos que hay países en los que apenas se consumen las dos o tres especies hegemónicas de producción industrial que colman los paladares globales: el champiñón blanco, la seta y el portobello (por cierto que los llamados cremini no son más que portobellos pequeños, solo que se comercializan como si fuesen algo diferente para vender más; virtudes del mercadeo, me figuro).

El aporte nutricional y la derrama económica que genera año con año la recolección tradicional de hongos en los bosques, por no decir el naciente campo del turismo micológico rural y la bullente moda de los hongos funcionales, resultan imprescindibles para muchas comunidades del centro del país. Y desde luego que la micofilia que nos caracteriza no se limita a la dieta de subsistencia o a la curiosidad gastronómica, sino que también nos ha llevado a aparecer como uno de los contados lugares en el mundo donde el empleo ritual y medicinal de hongos alucinógenos –en otros tiempos puesto en práctica en múltiples regiones del globo terráqueo– no se ha visto interrumpido desde eras mesoamericanas. Al contrario, se mantiene como una práctica fuerte y activa en al menos cinco culturas ancestrales a pesar de la conquista, tres siglos de colonización, persecución religiosa, prohibicionismo gubernamental y el embate constante de hippies e internautas forasteros que llegan en busca de los abismos luminosos que abren ante nosotros los “niños santos” (nombre de los hongos alucinógenos en la Sierra Mazateca). Derrumbes, pajaritos, maestros, San Isidros; P. caerulescensP. mexicanaP. cubensisP. aztecorum; solo algunas de las 53 especies de hongos psilocibios que nos colocan como territorio emblemático para hallar ese tan socorrido Teonanácatl (la carne de los dioses, a decir de la tradición mesoamericana).

Por otro lado, en puerta hay muchos desarrollos tecnológicos a partir del micelio que están revolucionando diferentes campos: cuero de hongo, materiales de construcción sumamente resistentes, ultraligeros, blindados al agua y al fuego, empaques sustentables que podrían remplazar a los plásticos de un solo uso, aplicaciones de biorremediación por medio de especies de hongos que pueden degradar el petróleo, los aceites industriales, las colillas de cigarro y hasta los desechos radiactivos. La revolución ya comenzó y a todas luces el futuro es Fungi.

Sobre los efectos que hacen que los hongos locos sean locos, hay desde luego bastante que decir. Que la psilocibina, la sustancia activa presente en los llamados hongos mágicos, posea una estructura molecular sumamente similar a la correspondiente de la serotonina –neurotransmisor central para el funcionamiento del cerebro humano, clave en la motivación, la toma de decisiones, los procesos cognitivos, la creatividad, etc.–, quizás no debería resultarnos una coincidencia del todo sorpresiva; a fin de cuentas, únicamente aquellas sustancias que se parecen de algún modo a las que generamos internamente (que sean análogas a las endógenas, vaya) y para las que contamos con alguna clase de receptor apropiado en las membranas celulares pueden llegar a interaccionar con las células que nos constituyen.

En este caso, ambas moléculas –aquella secretada por los hongos psilocibios y la que merodea en nuestra propia materia gris– pertenecen a una misma familia bioquímica: la de las triptaminas, conjunto de compuestos efervescentes para las neuronas que comprende también otros neurotransmisores importantes como la melatonina o el triptófano, así como otras sustancias psicoactivas icónicas del grupo de los psicodélicos capaces de sacudir la mente y mandar a la conciencia de vacaciones por un buen rato, tales como la mezcalina (presente en el peyote y en el San Pedro), el LSD o ácido lisérgico (derivado del hongo llamado cornezuelo del centeno) y la DMT o dimetiltriptamina (una de las fracciones del brebaje llamado ayahuasca y también presente como 5-MeO-DMT en el sapo del desierto de Sonora, probablemente el psicoactivo más potente que exista). De hecho, el término psicodélico hace alusión precisamente a tal cualidad: neologismo formado a partir de las palabras griegas ψυχή, ‘alma’, y δηλόω, ‘manifestar’, es decir, sustancia que “manifiesta el alma”.

La similitud molecular, decía entonces, a lo mejor no debería resultar sorpresiva. Sin embargo, lo que sí pareciera contraponerse a las preconcepciones predominantes en el imaginario popular de los estados alterados es el hecho de que, bajo el influjo de la psilocibina (o del psicodélico de su gusto), el cerebro, en lugar de atravesar por un periodo de actividad desaforada iluminado por esos fuegos artificiales que –se antoja imaginar– detona la sustancia, entra más bien en un periodo de calma relativa durante el que se relaja la actividad sináptica en ciertas regiones y se acalla, en consecuencia, el perenne soliloquio que da lugar a la fantasía de la identidad: ese yo que nos habla sin cesar desde adentro del cráneo. Es el llamado “modo automático de la conciencia humana” que entra en funciones nada más nos distraemos un segundo: cuando perdemos la atención de lo que sea que nos rodea y nos entregamos a ensoñar con nosotros mismos, anegados por un caudal de recuerdos autoafirmativos, pendientes cotidianos, recriminaciones sin sentido y maquinaciones del devenir que nos aguarda a la vuelta del camino. El discurso interior que construye nuestra personalidad, pues, responsable de establecer los rasgos de carácter que consideramos como inamovibles de nuestra persona y también, entre otras cosas, de los apegos que desarrollamos hacia diversos estímulos. Y es justo ese diálogo ensimismado e involuntario lo que parecen desvanecer de manera excepcional, y por suerte transitoria, los psicodélicos. De ahí su tremendo potencial terapéutico para tratar la depresión, el síndrome de estrés postraumático, las adicciones y el acomodo psicológico en los cuidados paliativos. Todo lo que está llevando, en suma, al renacimiento psicodélico desde la psiquiatría, y que representa uno de los ejes principales de la indagación del más reciente libro de Naief Yehya, El planeta de los hongos. Una historia cultural de los hongos psicodélicos, que torna su lectura en un pozo de descubrimientos incluso para los versados en el tema. Ahí están la ciberdelia, la nueva ola de los psicoactivos y la ultraderecha, las múltiples intromisiones de la CIA y la industria militar para probarlo. En fin, una lectura sumamente recomendable e incluso necesaria, diría yo, en un escenario narrativo dominado hasta ahora por las voces anglosajonas.

Para cerrar no estaría de más abrir el encuadre y traer a cuento otra de esas listas de hábitos alimenticios peculiares que, al igual que en el caso de los hongos, capitaneamos junto con la nación del dragón: la de la entomofagia, o sea, la del consumo de insectos. En vista de que, de acuerdo con proyecciones de la FAO, durante las próximas dos décadas los insectos llegarán a colocarse como la fuente de proteína animal más importante a nivel global y de igual modo que no queda la menor duda de que la revolución Fungi llegó para quedarse, digo yo que, ya con esas dos costumbres nutricionales que nos destacan, debería bastar para sacar a este país del prolongado letargo económico que nos ahoga: destrabar la neotenia que mantiene a la nación en fase larvaria desde hace décadas e inducir de una buena vez nuestra metamorfosis como potencia insectívora y de los hongos locos. ~

Este texto retoma la charla entre el autor
y Naief Yehya en el Hay Festival Querétaro 2024.

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Biólogo y escritor, fundador de la Sociedad de Científicos Anónimos. Conduce el podcast Masaje Cerebral y escribe libros de liternatura para personas pequeñas y grandes.


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