Jorge Ibargüengoitia: ver las cosas de manera que causan risa

El creador de Cuévano forjó una obra contundente basada en el examen de la cotidianidad, la vida privada y la pequeña historia. En el aniversario de su deceso, recordamos su estilo inconfundible, lleno de humor y ludismo, que siempre logró mantenerse al margen de la solemnidad.
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Si mi lenguaje hace reír a la gente, allá ellos.

Jorge Ibargüengoitia

Este 27 de noviembre se cumplen cuarenta años de que Jorge Ibargüengoitia falleciera en un accidente aéreo en las proximidades de Madrid. Para mí, como para tantos otros, es un autor profundamente querido. Su dosis de antiintelectualismo en un medio que se toma demasiado en serio a sí mismo nos hace más falta que nunca. Lo descubrí cuando tenía diecisiete años. Mi mamá, que lo leía siempre en rigurosa clave autobiográfica, me lo recetó como literatura moralizante. “Mira, a este que era un hombre tan inteligente siempre le fue mal y nunca salió de pobre”, me dijo al entregarme un ejemplar de La ley de Herodes, el libro más grosero que había leído hasta ese momento y que por ello me cautivó de inmediato. En agosto de ese año ingresé a la carrera de letras españolas, en la Universidad de Guanajuato, donde leer Estas ruinas que ves era parte de una especie de rito de iniciación. Se decía que los equipales de la cafetería y los pupitres con asiento y respaldo de cuero en que tomábamos clase habían sido mandados a hacer por el dramaturgo cuando a mediados de los sesenta fue director de los cursos de verano de la Facultad de Filosofía y Letras. Un par de meses más tarde, un ejemplar de Sálvese quien pueda extraído de la biblioteca terminó por redondear mi temprana fascinación por el guanajuatense. En los años que siguieron, leí sin vacilar –todavía lo hago– cualquier cosa que hallara con su firma. Más allá de la experiencia poética, creo que la lectura de Ibargüengoitia me emocionaba porque hacía parecer la escritura como algo tan fácil que me dejaba imaginarme a mí mismo como escritor. Casi veinte años después, pienso exactamente lo contrario. El estilo de Ibargüengoitia es difícil como pocos. Para muestra está la malograda lista de quienes al intentar imitarlo sencillamente hemos terminado con un escrito simplón o una payasada entre las manos.

Pero ¿de dónde viene esa sensación de simpleza? Creo que con la facilidad de Ibargüengoitia ocurre como con la famosa oralidad de los relatos rulfianos. Cualquiera que haya intentado reproducir el habla de una persona por escrito sabrá que de esa operación no surge nada parecido a El llano en llamas Pedro Páramo. La sencillez del autor de Los relámpagos de agosto es un artificio, sostenido tenazmente a lo largo de toda su obra, para construir ese efecto de “presentar la realidad según la veo”, frase con la que acostumbraba definir su celebrado humor y con la cual renegaba de este en cada oportunidad que tenía, ya fuera con su amiga Margarita Villaseñor, con la periodista Margarita García Flores, con los jóvenes Aurelio Asiain y Juan García Oteyza o con una reportera de Televisa. “Solo digo lo que veo como lo veo”, “describir el mundo como yo lo veo”, “ver las cosas de manera que causan risa”, defendía como mínima poética el creador de Cuévano.

La literatura de Ibargüengoitia es una perspectiva sostenida. Por ello pareciera ser autor de una sola obra que se manifiesta en novelas, cuentos, crónicas, piezas de teatro, pero que al final es la misma. De ahí que cueste recordar un personaje suyo que resulte entrañable; es inconfundible, en cambio, su forma de hablar, esa manera de mostrar las cosas que llamaríamos ibargüengoitiana, como advertimos, por ejemplo, lo kafkiano o lo borgiano. El mirador desde el cual el autor de Los pasos de López observa el mundo –el burladero, le ha llamado Enrique Serna– es un lugar a ras de suelo en el que se atiende a lo cotidiano, lo familiar, lo común. Es probable que de este emplazamiento surja esa sensación de implacable sencillez. No importa si se trata de una rebelión militar, de una conjura para asesinar a un dictador o de la recepción de un premio internacional, la mirada de nuestro autor es siempre pedestre. El futuro político se pone en juego por un reloj extraviado, el magnicidio se frustra por un amor mal correspondido, la visita de honor deriva en una serie de incomodidades burocráticas. Todo se redimensiona a la diminuta escala de lo humano. “El hombre es la medida de todas las cosas y Guanajuato es la medida de todos los universos”, confesó alguna vez. De acuerdo con Fabrizio Mejía Madrid, Ibargüengoitia optó por una posición que se alejaba de los vaivenes intelectuales de su tiempo, “a contracorriente de los bandos ‘nacionalistas’, ‘cosmopolitas’, ‘estetizantes’ o ‘comprometidos’ de los años sesenta”. En su lugar, eligió, como han señalado Juan Villoro y Cristina Secci, la mirada marginal de la picaresca. Su voz muchas veces parece la de un Sancho Panza que, ajeno a las fabulaciones idealistas de su amo, apunta hacia las verdades más sencillas y terrenales, que son también las más palpables e incontestables.

Para Mijaíl Bajtín es en la “novela de aventuras costumbrista”, como el Satiricón, de Petronio,o El asno de oro, de Apuleyo, donde se filtra por primera vez en la novela el tiempo y el espacio de lo cotidiano. Especialmente en la obra de Apuleyo –según el teórico ruso–, en la que Lucio, el protagonista, ha sido convertido en asno por obra de un hechizo, los hombres y mujeres de la época desfilan sin ningún tipo de pudor moral ante sus ojos de animal, revelándonos a los lectores los “misterios de la vida diaria”, diría Jesús Quintero. Desde entonces, el pícaro –heredero del jumento latino– será el testigo literario privilegiado de la vida de los otros, quienes lo desprecian, lo ignoran, lo niegan y por esta razón se presentan frente a él tales y como son.

Es cierto que no todos los personajes de Ibargüengoitia son pícaros y que, con excepción de sus primeros relatos de corte autobiográfico, su imagen autoral no coincide precisamente con la de estos; sin embargo, su literatura participa de lo picaresco en la medida en que ve la realidad desde la posición de quien no profesa compromiso alguno, de quien parece enfrentarse únicamente a lo inmediato y da cuenta de su experiencia por una mera necesidad expresiva, acaso una voluntad de confesar sin esperar expiación alguna. En Los narradores ante el público Ibargüengoitia dice no aspirar a cumplir con una función didáctica o a ser “Hijo Predilecto de su ciudad natal” o a que fragmentos de sus obras sean incluidos en el Libro de Texto Gratuito o a convertirse en Miembro de Número de la Academia de la Lengua o a que una escuela rural lleve su nombre. El guanajuatense rehúye de los modelos de consagración literaria, se desmarca de la figura del intelectual y, a decir de Sergio González Rodríguez, se rebela contra la gran historia y se dirige a “las historias terrenales, a lo cotidiano, a veces a lo mínimo o lo insignificante”.

En ese examen de la cotidianidad, la vida privada y la pequeña historia, Ibargüengoitia tiene el don de revelar lo que parecía oculto y, sin embargo, estaba a la vista de todos. La risa que provoca su literatura no es tanto la risa liberadora que derrumba las barreras de lo prohibido sino la que desata el reconocimiento de lo absurdo, lo ridículo, lo bajo que habita secreta o no tan secretamente en todos nosotros. Por ello, como han señalado algunos de sus críticos, muchos de los signos que caracterizan a sus personajes tienen que ver con el cuerpo y las pasiones: el hambre y el mal humor, la sed y el deseo sexual, el cansancio y la búsqueda de honor. Pese a su mirada personalísima, nunca refiere a una experiencia puramente individual sino colectiva. Lo retratado por su pluma no es algo que necesariamente nos ocurra a todos, pero sí algo que podría ocurrirle a cualquiera.

En ese sentido, es en sus artículos periodísticos donde resulta más lúcida su exploración de lo cotidiano. Por invitación de Julio Scherer, Ibargüengoitia sostuvo una columna en el periódico Excélsior de mayo de 1969 hasta julio de 1976, cuando Luis Echeverría dio un golpe de censura al diario. Son años en los que el autor, que había colaborado en publicaciones como la Revista Mexicana de Literatura, la Revista de la Universidad de México o la Revista Mexicana de Cultura, suplemento dominical del diario El Nacional, se convirtió en una figura pública o por lo menos en una presencia importante en las páginas de la prensa mexicana, al publicar dos artículos semanales de forma regular durante siete años. La mayor parte de este corpus de crónicas y ensayos nos ha llegado a quienes no fuimos sus contemporáneos a través de las compilaciones Viajes en la América ignota Sálvese quien pueda, preparadas por el autor, y los libros póstumos Autopsias rápidasInstrucciones para vivir en México y La casa de usted y otros viajes, compilados por Guillermo Sheridan, e Ideas en ventaMisterios de la vida diaria ¿Olvida usted su equipaje?, editados por Jesús Quintero.Para sus lectores, esta parte de su obra es tan importante como su narrativa. Y me atrevo a pensar que sin ella no sería un autor tan popular ni tan apreciado. Quien llega a su trabajo periodístico se encuentra con un escritor más cercano, de quien conocemos filias y fobias; muchos descalabros y enojos, menos triunfos y alegrías; un amigo misántropo que vive en Coyoacán y no abre la puerta, vacaciona en Acapulco, bebe coñac Martell o Tom Collins, come regularmente tortas compuestas, se baña con el mismo jabón desde hace décadas, no le gustan los perros, menosprecia a Carlos Fuentes, está obsesionado con el patetismo de la frase “Si tuviéramos parque”, se levanta tarde, desayuna huevos rancheros y cree que las cajitas de Olinalá son un excelente regalo.

En la prensa, Ibargüengoitia se nos revela como un cronista nato. Junto con Carlos Monsiváis, su compañero de generación, consigue describir e interpretar con una agudeza poco usual lo que este llamó “los rituales del caos”. Crítico de las costumbres, las aspiraciones y los afectos de las gentes de su tiempo –que en muchas cosas parece idéntico al nuestro–, su mirada no desatiende ningún detalle: el uso bárbaro del claxon, la didáctica fisonomía de los héroes patrios, la tortuosa diversión de los viajes vacacionales, la inmoralidad de despertarse temprano, la negligencia de los servidores públicos, los timos de las grandes compañías, las contradicciones de la universidad pública, la malcrianza de los niños, la farsa de la democracia mexicana, las corbatas estrafalarias de los altos funcionarios, la presencia sempiterna de un charco de agua blanquecina en la esquina de la calle, etc. Todo el flujo de la vida parece pasar por el rodillo de su máquina escribir. Muchas veces podemos sumarnos a la queja, compartir la indignación expuesta por el ogro irónico, pero otras tantas habrá de ruborizarnos el reconocernos en la estampa del contestatario que se incorpora al partido para “cambiarlo desde adentro”, de la ingrata o la tacaña que regala el Pierrot de yeso que alguien le obsequió, del hijo cursi que desvela a su madre con mariachis el 10 de mayo. En cualquiera de los casos, nos reconocemos de uno u otro lado del espejo. El cronista nos hace extrañarnos de lo más ordinario. Nos ve como Lucio, el asno, llevar a cabo nuestro día a día con ridícula solemnidad, abierta estulticia o profunda indefensión, sin ser conscientes de nuestra cotidianidad, hasta que nos leemos entre sus líneas y vemos las cosas de manera que causan risa. ~

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(Tlalnepantla, 1984) es ensayista e
investigador. Profesor del Departamento de Letras Hispánicas
de la Universidad de Guanajuato y doctor en literatura hispánica
por El Colegio de San Luis. Su libro más reciente es el ensayo
Novo (Universidad de Guanajuato, 2018)


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