He aquí, a fe mía, un soneto de don Francisco de Quevedo cuyos siglos de edad lo han hecho si acaso más fornido: parece redactado ayer y no ante los Habsburgo sino ante el vasto catálogo de políticos y ricachones del mundo, y en especial de México y más aún de uno muy principal, estadounidense. Se trata de un soneto que entró a las colecciones –generalmente en las secciones “morales”– con el título “Desengaño de la exterior apariencia con el examen interior y verdadero”:
¿Miras este gigante corpulento
que con soberbia y gravedad camina?
Pues por de dentro es trapos y fajina,
y un ganapán le sirve de cimiento.
Con su alma vive y tiene movimiento,
y adonde quiere su grandeza inclina,
mas quien su aspecto rígido examina,
desprecia su figura y ornamento.
Tales son las grandezas aparentes
de la vana ilusión de los tiranos,
fantásticas escorias eminentes.
¿Veslos arder en púrpura, y sus manos
en diamantes y piedras diferentes?
Pues asco dentro son, tierra y gusanos.
Don Francisco se refiere a uno de los “gigantes y cabezudos”, muñecos descomunales, las botargas coronadas que la gente sacaba a bambolearse por las calles en diversas festividades mercantiles o religiosas. Amparado por ese talante festivo, Quevedo parece asestar un regaño moralista a la ostentosa vanidad del ricachón gordo que se pasea orondo por las calles, pero hay razones para apreciar que, dada la estricta censura de su tiempo, disfrazó de folclore una saeta políticamente filosa contra el rey mismo, la figura de autoridad suprema, sancionada por los poderes terrenales y del cielo.
El soneto mismo convoca a ser leído más allá de su apariencia, a examinar en su “aspecto rígido” la índole artificiosa de su construcción estricta, del mismo modo que el examen del “gigante” hace evidente que no es sino “figura y ornamento”. El estudioso Tyler Fisher propone que el empleo del adjetivo “corpulento” insinúa que este gigante particular desfila en la fiesta de corpus, que es cuando miembros de la realeza se sumaban a la procesión, y que de ahí se desprende que el blanco del soneto es el rey déspota, todo apariencia e ilusión, un montón de borra y varas que el pueblo de ganapanes carga sobre sus espaldas castigadas.
Pero no es solo el calendario el que marca al rey como blanco. Las tres palabras finales del terceto uno, “fantásticas escorias eminentes”, son un trío fastuoso, el tridente devastador que, ejemplo cabal del genio quevediano, equilibra el desprecio y la ironía, el humor cínico y la fatiga estoica. Y es que, claro, en tiempos de Quevedo era imposible no asociar escorias con El Escorial que los tres Felipes construyeron a su propia gloria (que conservasen la toponimia –basurero, rebaba– no deja de ameritarlos: todo rey es residuo).
Todo en ellos –reyes, presidentes, principales– es “grandeza aparente”, ilusión vana, ornamento lujoso. Hay un breve viaje del gigante corpulento del principio al muñeco móvil aunque rígido de la mitad, y de ahí al iluso tirano final, costal de escoria. El primero, lleno de ganapanes que lo sostienen erguido; el último, lleno de tierra y de gusanos, es una tumba vertical: un asco.
“¿Miras?” A Quevedo, tan miope, le encantaba abrir sonetos con preguntas a quienes podían ver bien. ¿Miras? ~
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.