De los países que han salido indemnes de los flagelos punitivos de Donald Trump, la República Popular China era el más improbable de todos. En un mes desde que llegase a la Casa Blanca, el presidente norteamericano ha humillado a su homólogo en Colombia, vapuleado a Canadá, abroncado a México, amenazado a Groenlandia, aleccionado a la Unión Europea y procedido de modo brutal contra el presidente de Ucrania, Zelenski. Mientras que el país que se encuentra en el punto de mira de sus preocupaciones y desvelos ha quedado libre del trato intimidatorio y vejatorio que han recibido aliados, amigos y vecinos. Actitud más destacable si tenemos en cuenta que la región del Indo-Pacífico es central para los intereses norteamericanos y que, en la última década, Pekín ha pasado a ser el objeto de competencia y rivalidad última de Washington.
Si es cierto que demócratas y republicanos difieren ampliamente sobre Rusia y Ucrania, también lo es que, con relación a China, tienen una percepción común de amenaza existencial. El desarrollo económico y tecnológico, junto con el potencial demográfico de la potencia asiática, observan unos y otros, la colocarán en una posición de ventaja militar que cuestionará su hegemonía mundial. Urge, por lo tanto, intervenir cuanto antes. El reciente éxito de DeepSeek, el nuevo modelo de IA, así como el aumento de la presencia estratégica de las empresas chinas en el continente americano, no han hecho sino intensificar el sentido de urgencia. “De Shanghái a Chancay” –el puerto de aguas profundas inaugurado en Perú y construido por China– se ha convertido en eslogan y epítome de la expansión de intereses mercantiles del gigante asiático por América Latina, donde el comercio bilateral se ha multiplicado por cuarenta desde el año 2000 al 2023. Y la vecina Colombia acaba de abrir una nueva ruta comercial que une a su principal puerto del Pacífico con Shanghái. Así las cosas, no es de extrañar que el primer viaje del nuevo secretario de Estado, Marco Rubio, fuese a Panamá y que el gobierno de Mulino informase poco después su retirada de la Iniciativa de la Franja y la Ruta que lidera Pekín y que la multinacional norteamericana BlackRock acabe de anunciar que comprará los puertos del Canal de Panamá al conglomerado CK Hutchison con base en Hong Kong.
Al comienzo de la primera presidencia de Donald Trump en 2017 Washington se embarcó en una guerra arancelaria y tecnológica dirigida a contener el desarrollo del país asiático en sectores que considera claves para sus intereses nacionales. En este segundo mandato, el presidente acaba de lanzar una nueva ofensiva arancelaria, que al día de hoy ha llegado al 20% sobre las importaciones de China. Incluso podría estar preparando un desmantelamiento completo de los lazos comerciales. Xi Jinping, a su vez, lo acusa de buscar “la contención, el cerco y la supresión total de China” y frenar la expansión natural que le corresponde como nación-civilización en un nuevo ciclo de la historia marcado por el resurgir sínico. Para el presidente asiático, el país, bajo su liderazgo, se convertirá en una potencia que ningún otro poder se atreverá a desafiar, so pena de que se encuentre con “su cabeza estrellada y ensangrentada contra una Gran Muralla de acero forjada por más de mil cuatrocientos millones de chinos”, retórica descarnada que utilizó durante la celebración del centenario del Partido Comunista chino.
La recuperación de esta “posición civilizatoria” pasa por transformar el orden mundial e incluye el dominio militar y político de Asia, y el control de los mares de China oriental y meridional, y de Taiwán. Lo que ha llevado a Pekín a imponer unilateralmente sus reivindicaciones soberanistas mediante tácticas coercitivas en territorios disputados con países que tienen acuerdos de defensa con Estados Unidos. Es el caso de Japón con las islas Senkaku/Diaoyu, Filipinas en el mar del Sur de China y Taiwán. Pero también con la India a lo largo de la frontera compartida.
En Taiwán, Pekín ha aumentado dramáticamente la escala e intensidad de las operaciones militares, en respuesta a lo que considera provocaciones de la “isla rebelde” y Estados Unidos. A lo largo del pasado año se normalizó la presencia de las fuerzas del Ejército Popular de Liberación en el espacio aéreo y marítimo de la isla, y en diciembre envió noventa buques marinos y de la Guardia Costera en lo que los oficiales de Taiwán afirman ha sido el mayor despliegue del que guardan memoria. Washington también ha aumentado el ritmo de la actividad militar en la región, y en febrero de este año envió dos barcos de la Armada para realizar ejercicios de navegación por el estrecho. Los primeros del nuevo mandato de Trump.
La toma de Taiwán supondría grandes pérdidas para Estados Unidos. A Pekín le daría acceso a la tecnología más avanzada en la industria de semiconductores, determinante en el domino de la inteligencia artificial, a su vez clave en el desarrollo de la nueva economía y la innovación militar. Además, ganaría una posición estratégica de control geográfico para proyectar poder hacia Asia oriental y con capacidad de interrumpir las rutas comerciales en el océano Pacífico occidental e influir sobre las maniobras navales norteamericanas.
En caso de invasión de la isla, para Trump el quid de la cuestión sería la decisión de intervenir militarmente, posibilidad que regula el Acta de Relaciones con Taiwán de 1979, o abstenerse. El mayor riesgo en el primer caso: una escalada del conflicto que diese lugar al comienzo de una guerra mundial. Por otra parte, no defender a Taiwán dañaría seriamente la confianza de los aliados en el Indo-Pacífico, quienes cuestionarían su dependencia en materia de seguridad, lo que a su vez propiciaría una carrera armamentística para equilibrar fuerzas con Pekín, sin descartar la opción nuclear.
Por el momento Taiwán ha redoblado su apuesta en defensa, en parte como respuesta a las presiones de Trump, quien le ha recordado que, en última instancia, la protección de la isla recae sobre Taipéi.
La población taiwanesa aspira mayoritariamente a preservar el statu quo actual. Es decir, ni reunificarse ni independizarse de China. Pekín, en un principio, llegó a confiar en que su espectacular desarrollo económico ofrecería un aliciente para la reunificación. No ha sido el caso. Más bien al contrario, a las nuevas generaciones, crecidas en un entorno de prosperidad y libertades democráticas que comparten con otros países de la región, como Corea del Sur o Japón, no les atrae la perspectiva de ser asimilados por un régimen autoritario. La sombra de Hong Kong –donde China aplastó las libertades civiles después de las protestas contra el gobierno de 2019, acabó con la fórmula “un país, dos sistemas” y demostró la poca credibilidad de los compromisos de Pekín– se proyecta sobre el estrecho.
Sin embargo, para Xi Jinping la prórroga indefinida del statu quo actual es inadmisible. De un lado considera que Taiwán es “territorio sagrado” de China –nunca ha renunciado a utilizar la fuerza para someterla– que debe ser y será integrado en aras de concluir el glorioso proceso de “rejuvenecimiento de la nación china”. “La reunificación de la madre tierra es una inevitabilidad histórica”, declaró en el discurso de Año Nuevo de 2024. Por otro, sirve al propósito de legitimar el mandato del Partido Comunista de China frente a posibles crisis internas, como los efectos de ralentización del crecimiento económico. Nos encontramos, por lo tanto, ante ambiciones excluyentes y mutuamente incompatibles.
A mediados de enero, Trump y Xi Jinping mantuvieron una primera conversación calificada como “muy buena” por Trump. Si bien las expectativas de acercamiento se han visto rápidamente frenadas por el anuncio de aumento de aranceles. Además, la nueva administración ha introducido cambios en el lenguaje que define la relación con Taiwán. El de mayor alcance: la eliminación de la frase “no apoyamos la independencia de Taiwán” en las fichas de información por países del Departamento de Estado, como era habitual.
Taiwán no es más que uno de los posibles puntos de fricción entre las dos potencias en una región, el Indo-Pacífico, minada por disputas territoriales que pueden saltar por los aires en cualquier momento. Donald Trump tiene ante sí un reto de gran calibre. Cómo responder ante una posible toma de Taiwán por parte de China o cualquier agresión en el Indo-Pacífico a países con los que mantiene acuerdos de defensa mutua. Y la República Popular de China lo pondrá a prueba. ~