Cazar la señal

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Inés Arredondo

Estío y otros cuentos

Selección y prólogo de Geney Beltrán Félix

Ciudad de México, Océano, 2017, 192 pp.

 

Geney Beltrán Félix, responsable de la selección de las historias compiladas en Estío y otros cuentos, resume en el título del prólogo la ambivalencia que produce la figura y la obra de Inés Arredondo: “entre el paraíso y el infierno”. Por un lado, está la percepción más difundida por la crítica y la historia literaria: la de una autora hábil de narraciones breves, bien acogida por el sistema cultural mexicano desde la aparición de su primer libro (La señal, 1965), cuya escasa obra ha sido ubicada en el espectro de lo siniestro o lo perverso al abordar la violencia, el incesto y la muerte en sus historias (aquí estaría el infierno). Por otro lado, está la escritora que se describe a sí misma como una “cazadora de señales” que deseaba “a través de una historia, encontrar el sentido trascendente de la misma, o más bien, del tema de la historia. Busco ‘el misterio que resplandece’, como diría Juan Vicente Melo” (aquí, el paraíso). Esta última perspectiva, honda en sus intenciones pero sutil y luminosa en su ejecución, es la que puede sorprender a quienes se acerquen a Inés Arredondo a través de esta relectura contemporánea de su obra.

En Estío y otros cuentos están los relatos infaltables en una colección como esta, pues son célebres por albergar ese infierno dibujado por la prosa exacta de Arredondo: “La sunamita”, una muchacha que se casa con su tío moribundo para convertirse en su heredera sin saber que deberá cumplir con los deberes sexuales de esposa; “Mariana”, donde la protagonista está condenada a muerte por los celos que su amante siente frente a la idea de nunca poseerla del todo; “Río subterráneo”, cartas en las que una tía confiesa a su sobrino la locura de la familia, cuya espléndida casa conduce a un misterioso río. El escenario de estas historias es un Culiacán mitificado, vestidos de novia, árboles frutales y casas señoriales concentrados en una geografía mínima: Eldorado, la hacienda de la familia Arredondo (lugar feliz: fue el abuelo de Inés el primero en apoyar su carrera literaria). “Es un mundo esencialmente solar, dueño de una luz cuyo reflejo intensifica todas las ocasiones. Es un mundo de huertas umbrosas que terminan en un río, de calor, de un mar con agua fría y de arena sobre la que brilla, deslumbrante, el sol”, escribió Juan García Ponce. En relatos como “Estío” y “Olga” se percibe el afán de serle fiel a la memoria del lugar pero también a la necesidad de preservarlo dentro de la esfera cristalina y lejana de lo poético; fiel a la aspiración universalista de la Generación de Medio Siglo a la que Arredondo perteneció.

Es difícil ignorar su aversión hacia el feminismo, incluso hacia la denominación de autora: “Yo no soy escritora, yo no quiero ser una de las mejores escritoras. Quiero ser uno de los mejores narradores de México junto con los hombres, yo creo que las mujeres nos estamos discriminando solas.” Aunque es cierto que da la impresión de conceder mayor gravedad a la experiencia de sus personajes masculinos (la perspectiva de los asesinos y violadores parece resultarle más capitalizable que la de las víctimas, pero esta es una característica común en la literatura, de índole histórica), pudo otorgarles soberanía a sus personajes femeninos, una capaz de ejercerse incluso dentro de las prisiones en las que su contexto las encierra: el matrimonio, la maternidad, la fe, la dependencia económica. Son mujeres dueñas de sí mismas a través del placer y el deseo, de sus malas decisiones, de la mirada perdida en una reflexión inasible para quienes creen poseerlas. Pocas llegan más lejos (quizá Lía, la protagonista de “Las mariposas nocturnas”, relato ausente en esta colección).

Considerando que varias de estas mujeres transgreden el orden precisamente a través del sexo, es interesante que Beltrán se pregunte en el prólogo: “¿Es acaso la escritura de Arredondo demasiado pudorosa ante los dilemas y ansias del cuerpo de la mujer? ¿Solo mediante el vuelo poético se ha de referir el placer femenino, embelleciéndolo al mismo tiempo que se le despoja de las referencias a lo más inmediato de la carne?” Responde con otra pregunta: “¿No hay –quiero decir– un recato impuesto inconscientemente por las estructuras culturales del machismo?” Puede que en este caso lo haya, pero también habría que conceder la posibilidad de que sea una estética elegida cuidadosamente por Arredondo, como su afán universalista. Cabría preguntarse también: ¿cuál es el estándar de las “referencias a lo más inmediato de la carne”? ¿Qué autores, qué autoras, de qué geografía, qué momento en la historia? Beltrán prosigue: “¿Es injusto exigir a toda escritora que con amplitud despliegue, reivin- dicándolos en su suceder, los talantes del deseo sexual de la mujer?” Probablemente. Habría que preguntarnos si no es una expec- tativa limitada considerar que la transgresión de una escritora pasa forzosamente por la sexualidad enunciada (la vivencia del cuerpo abarca más complejidades); y habría que considerar también que esta nunca parece ser suficiente: incluso las autoras del siglo XXI siguen sometidas a este escrutinio. ¿Será que todavía deba darse en términos que complazcan a los varones? Porque, por ejemplo, la crítica más visible suele ignorar obras literarias que explicitan la sexualidad lésbica.

En Estío y otros cuentos están otras historias que carecen de la llamativa etiqueta del incesto o la violación y en su lugar ofrecen un vistazo al paraíso, breves momentos de utopía terrenal urdidos por la autora, más que con un discurso religioso, con la materia del lenguaje, la vida cotidiana y una conciencia positiva de la otredad. Aunque “La señal” ocurre dentro de una iglesia y sus personajes recrean una escena icónica de la cultura judeocristiana (besar los pies del otro como signo de humildad), Inés Arredondo convierte este gesto en el hallazgo de una humanidad compartida que sorprende al protagonista y le otorga relevancia a su existencia. Esta comunión también se da en “Año Nuevo”, cuento de apenas dos párrafos en el que la protagonista encuentra consuelo en la mirada compasiva de un extraño durante un viaje en metro. En “2 de la tarde”, el reconocimiento de la otredad es más complejo. Arredondo escribe desde la perspectiva de un acosador. Su mirada objetivizante hacia una mujer se modifica cuando, al sentirse observado de vuelta por ella, es capaz de percibirse a sí mismo concienzudamente: “Sintió vergüenza como si estuviera desnudo. Se había visto con aquellos ojos ajenos, serenos, diferentes.” El juego de miradas hace que él sea capaz de atribuirle dimensión humana a la joven, lo que los lleva a compartir un último gesto de amabilidad al final.

Quizá el contraste que otorga esta otra parte de su obra, el de la epifanía y la luz, es el que acabó por hacer de Inés Arredondo la cazadora de señales, de “la verdad o el presentimiento de la verdad” (como escribió) que deseaba ser: una de nuestras autoras más brillantes, que con precisión y belleza trascendió sus propias ideas acerca de la escritura, incluso de aquella ligada a la experiencia de ser mujer. ~

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(Ciudad de México, 1979). Narradora y ensayista, periodista de cine y literatura. Pertenece al colectivo de arte y ciencia Cúmulo de Tesla.


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