Cómo Estados Unidos arma a los cárteles mexicanos

Cada año más de 200 mil armas cruzan la frontera entre México y Estados Unidos. En su libro más reciente, Grillo deja al descubierto el camino que recorren los rifles de alto poder de las tiendas y exposiciones a las manos de los criminales.
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Desde hace muchos años he visitado cárceles mexicanas para entrevistar a los internos sobre sus vidas y sus crímenes. Las penitenciarías son de muy distintos tipos. Algunas están hacinadas y son caóticas, con personas que se turnan para dormir en el piso, de por sí atestado, y prisioneros que venden mercancías como si se tratara de un mercado. Otras están divididas por cárteles rivales que controlan distintas zonas. En muchas han estallado motines sangrientos.

Cuando la policía hace revisiones sorpresa en las celdas, con frecuencia hallan armas de fuego escondidas, incluidos rifles automáticos Kalashnikovs y granadas. Las pandillas pagan e intimidan a los guardias para que les permitan meter sus armas. Cuando la cárcel es el cuartel general de las pandillas, lleno de pistolas, estamos ante un estado de cosas enloquecido e invertido.

En las cárceles estadounidenses rara vez se permite que los internos metan armas, aunque sí consiguen ingresar drogas. Se trata de un punto interesante del control de armamento: hay ciertos lugares, como las prisiones y los aviones, que incluso los activistas más radicales a favor de la portación de armas consideran que deben ser zonas libres de ellas. Impedir que entren armas a las cárceles no sucede de manera natural, sino que es el resultado de un esfuerzo concertado.

La cárcel de Ciudad Juárez ha sufrido por la presencia de las armas; en particular en un motín en 2011 en el que los prisioneros mataron a diecisiete compañeros. Atravieso las líneas de seguridad junto con el veterano fotógrafo juarense Miguel Perea y el productor de radio Sean Glynn. El director del penal accedió a que nos reuniéramos con un interno condenado por delitos de tráfico de armas de fuego, y permitió que lo entrevistáramos en un patio alejado de los otros prisioneros.

Jorge llega y se sienta. Es un joven delgado de veintitrés años con barba de candado; en contraste con los matones curtidos con sus miradas asesinas, él no parece amenazante. Se ve nervioso, pero conforme empezamos a hablar se relaja, tal vez porque una conversación rompe el tedio de los días largos de encierro. Nos cuenta su historia, cómo creció en un pequeño pueblo de Chihuahua, a seis horas de la frontera, y sus inicios en el contrabando de armas.

En cuestión de dinero, tomar la decisión no era tan difícil. Trabajar como obrero en la ciudad le generaba cerca de trescientos dólares al mes. Mover armas a través del río Bravo le podía garantizar hasta diez mil dólares en un solo viaje.

Jorge tenía casi diecinueve años y estaba deseoso de hacer algo con su vida en su pequeño pueblo. Su padre lo había criado sin carencias comprando ganado local y vendiéndolo a procesadoras de carne en Estados Unidos. Jorge también tenía esperanza de tener su negocio propio y de recibir mejor educación. Pero cuando él y su novia se embarazaron, abandonó la preparatoria, desesperado por no tener dinero: necesitaba tener su propia casa, un auto y fórmula para el bebé.

Sus amigos emprendedores se unían al tráfico de drogas: algunos cultivaban mariguana y opio en los cerros vecinos y los vendían al cártel; otros traficaban paquetes de cocaína y heroína a través de la frontera en autos con doble fondo. Algunos se dedicaron al oscuro arte del sicariato. Pero Jorge no quería ser otro cuerpo mutilado en las páginas de nota roja del periódico local. En cambio, sudaba bajo el sol abrasador de Chihuahua, mezclando concreto y colocando ladrillos, y al final del día cobraba sus doscientos pesos, cerca de diez dólares, apenas lo suficiente para un paquete de pañales.

Compró su primera pistola como un favor. Gracias al negocio ganadero de su padre, tenía visa para cruzar a Texas, y tenía un amigo que trabajaba en la construcción en Dallas. En sus días libres, se iba en autobús a comprar ropa barata, lentes oscuros y estéreos con los que regresaba al pueblo para venderlos por un margen pequeño de ganancia. Un amigo se enteró de los viajes y le pidió que comprara un producto muy popular en Estados Unidos: un AR-15

Su amigo estaba conectado al cártel, y por eso era muy difícil que Jorge dijera que no. Preguntó y se enteró de que el procedimiento era comprarlo en una exposición de armas y asegurarse de no dejar identificación que lo vinculara a la compra. Encontró una en Dallas y ahí halló a alguien que le vendió el fusil sin identificación.

De vuelta en su pueblo, su amigo estaba encantado y le dio trescientos dólares por su labor; de golpe, le duplicó el sueldo mensual. Un día después su amigo regresó y le dijo que sabía de otras personas que querían rifles, y que le pagarían 2,300 dólares por cada uno, o más del triple de lo que costaban en Dallas.

Jorge sabía que sus amigos se juntaban con los mafiosos, pero el dinero parecía ser demasiado bueno como para decir que no. Decidió hacer un par de viajes, juntar dinero e invertirlo en un negocio legítimo. Reclutó a su amigo en Dallas para que le ayudara a conseguir las armas y compró una camioneta para transportarlas.

Cada fin de semana, Jorge viajaba de su pueblo en Chihuahua a la exposición de armamento en Dallas. Compraba armas, siete, diez, doce, a veces hasta catorce. Incluía una mezcla de rifles y pistolas, pero siempre varios AR-15, el arma mejor vendida en su pueblo.

El tráfico de Jorge coincidió con un alza en la demanda de AR-15 en Estados Unidos. En la década de los setenta, los AR-15 se vendían muy poco y la prohibición federal de rifles de asalto que impuso el gobierno de Clinton en 1994 hizo que se vendieran aún menos. Bush revocó la prohibición en 2004 y durante los años siguientes el culto al AR-15 explotó. Las patentes del diseño básico de la AR-15 expiraron, y los fabricantes de armas crearon campañas muy agresivas de mercadeo para sus variaciones del rifle a las que hasta nombres distintos les pusieron. Los entusiastas de las armas argumentaban que el AR-15 era un estilo de vida, un símbolo tanto de las proezas del ejército estadounidense como del derecho a portar armas. Para ellos “ar” quería decir “America’s rifle” [“el rifle de América”].

Durante la década de 2010, las ventas de AR-15 crecieron mucho. La amenaza del gobierno de Obama de reinstaurar las prohibiciones, en particular después de que Adam Lanza usara un AR-15 para masacrar niños en la escuela primaria Sandy Hook en Connecticut, llevó a la gente a abastecerse. En 2012, las fábricas estadounidenses hicieron más de un millón de armas del estilo AR-15 o “rifles deportivos modernos” para el mercado interno. En 2013, 2015 y 2016 se vendieron más de un millón de este tipo de armas. Miles de ellas viajaron al sur, hacia México.

Jorge también compró varios rifles calibre .50. Estas armas enormes disparan balas del tamaño de pequeños cuchillos, y los francotiradores del ejército las emplean para hacer tiros de larga distancia y atravesar blindajes. No obstante su potencial militar, los clientes pueden comprarlas en tiendas de Texas y Arizona con la misma facilidad con la que compran una pistola.

Jorge compraba rifles calibre .50 usados por entre cinco mil y siete mil dólares cada uno y los vendía por el triple. Los calibre .50 nuevos pueden costar más de diez mil dólares.

A los cárteles les encantan. Hay que desarrollar habilidades para dispararlos, pero por lo general las mafias mexicanas contratan veteranos de los ejércitos mexicano, estadounidense, colombiano y guatemalteco. Usan los rifles calibre .50 para perforar los vehículos blindados de convoyes militares y policíacos desde las laderas de los cerros. Hay docenas de ejemplos, entre ellos un ataque por parte del cártel La Familia con un calibre .50 a un helicóptero mi-17 del ejército en 2011, en el que dos oficiales fueron lesionados y que se vio obligado a aterrizar. O el ataque del cártel de los Beltrán Leyva con un calibre .50 a vehículos de la policía en 2009 en el que murieron ocho oficiales. En 2019, sicarios del cártel de Sinaloa emplearon calibres .50 junto con cientos de pistoleros que inundaron la ciudad de Culiacán en respuesta al arresto del hijo del Chapo. Los videos militares muestran cómo una de esas balas le arranca un pedazo de la pierna a un soldado.

El hecho de que los rifles calibre .50 sean para uso del ejército, y verlos empleados de manera tan efectiva por los pistoleros de los cárteles, es algo que incomoda a los grupos a favor de las armas. Así que estos dicen que es falso que estos rifles provengan de Estados Unidos, aunque hay suficiente evidencia documental de que es cierto.

Sin embargo, a estos rifles se les ha dado una atención limitada, sobre todo porque no los usan los gánsters estadounidenses. Si los criminales en Estados Unidos empezaran a emboscar patrullas con rifles calibre .50, la reacción sería explosiva.

Jorge hacía sus compras sin identificación, lo que describía de una manera interesante, sin comprender del todo la ley estadounidense.

“Hay un mercado negro ahí mismo en la exposición. Le compras a una persona que no te pide papeles. Si vas con una persona, le preguntas el precio y te dice ‘necesito tu licencia’, entonces le respondes ‘ya no la quiero’, y te vas con alguien más. El vendedor que dice que no necesita nada es al que yo le compraba.”

También compraba por medio de páginas especializadas en Facebook en las que se vendían y compraban armas. Cuando el comercio de armas en Facebook y en Instagram empezó a despertar atención en 2016, Facebook anunció que prohibiría esas ventas. Sin embargo, un reporte del Wall Street Journal en 2019 descubrió que las personas aún compran armas usando palabras clave, como cuando fingen vender estuches de armas, pero mostrando el arma que es lo que en realidad está a la venta.

Es más, varios sitios de internet se especializan en ventas directas de armas, incluido GunBroker y Gunbuyer. Existe un amplio mercado alternativo para la venta de armas en línea.

Jorge compró refrigeradores y estufas que tenían armas escondidas dentro. Para ser cuidadoso, se tomaba el tiempo de declarar los enseres de cocina y pagaba los impuestos de importación. De vuelta en su pueblo, su amigo vendía las armas rápidamente. “Siempre había clientes”, nos dijo. Casi todas las armas que había en su pueblo venían de Estados Unidos.

Jorge explica un cierto modelo de tráfico de armas. Era parte de un equipo de tres hombres: uno de ellos en Dallas y otro en su pueblo en México. Jorge no pagaba sobornos a los policías o funcionarios para pasar el armamento. Pero sí le pagaba al cártel, el verdadero poder. Jorge les entregaba una cuota a los maleantes por el derecho de cruzar las armas por la frontera hacia Ciudad Juárez, y otro por el derecho de venderlas en su pueblo. Este sistema de pagos ilustra cómo opera el cártel, como un gobierno paralelo que monitorea a los criminales y muchos otros aspectos de la vida diaria dentro de sus territorios.

Los pagos al cártel podían llegar a sumar diez mil dólares al mes. Pero pagarle a la mafia impedía que Jorge terminara atado a una silla y decapitado. Ganaba tanto dinero que no le importaba. En una sola venta podía ganar 1,700 dólares y algunos meses movía más de cincuenta armas.

Conforme más dinero ganaba se fue olvidando de su plan de salirse del juego. Al cumplir veinte años, pudo comprarse una casa, una camioneta nueva, cuidar a su esposa, tener amantes, consumir drogas y vivir de fiesta. Para explicar cómo su estilo de vida pasó de la pobreza a la ostentación, les decía a sus amigos que trabajaba como empleado de la construcción en Estados Unidos.

“Al principio me sentía mal, pero me acostumbré. Al final no me importaba”, dijo. “Así se la pasa uno bien. Vendes armas, ganas dinero, y te diviertes. Lo tenía todo.”

El negocio se echó a perder por un pleito con su primo. Discutieron y este “lo acusó”, les informó a los soldados la placa y la hora en que su camioneta cruzaría la frontera, y además les describió dónde estaban escondidas las armas. Los soldados buscaron y descubrieron pistolas y rifles. “Si no me hubieran delatado, quizá seguiría trabajando en lo mismo”, aceptó.

Arrestaron a Jorge con relativamente pocas armas, cuatro AR-15 y dos 9 milímetros. Pero fue suficiente para que le dieran una condena de ocho años y ocho meses de cárcel. Cuando México encarcela por delitos relacionados con armas, puede impartir sentencias más duras que Estados Unidos. Sin embargo, hay que subrayar el “cuando”.

El día que hablamos con Jorge, le faltaban aún seis años y cinco meses de condena y él estaba contando cada día. Dice que cuando salga se alejará del crimen, buscará un trabajo decente, un negocio, para darle un futuro a su hija. Pero cuando le preguntamos sobre el fin de la violencia, solo encogió los hombros. “Eso nunca va a terminar”, afirmó.

El optimismo de que un mundo mejor está a la vuelta de la esquina es para quienes no viven en una zona de guerra. ~

 

Fragmento editado y traducido del libro Blood Gun Money. How America arms gangs and cartels (Bloomsbury), disponible ya en librerías.
Copyright © Ioan Grillo 2021.

Traducción del inglés de Pablo Duarte.

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(Brighton, Reino Unido) es periodista, escritor y productor de televisión. Su primer libro es El narco. En el corazón de la insurgencia criminal mexicana (Urano, 2012).


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