Corrupción anfibológica de una palabra. (Digresión acerca de lo político y lo jurídico en el mal du siècle de nuestra época)

Hablamos mucho de corrupción, pero no siempre somos conscientes de la ambigüedad del término. Por un lado, designa unas conductas ilícitas que tienen que ver con la apropiación de lo público. Por otro, describe cómo una sociedad puede perder el sentido de la ley y las infracciones.
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El tirano proscribe la libertad de prensa. El usurpador la corrompe.

Benjamin Constant

Los tiempos fenomenológicos son siempre momentos de aquello que los franceses llaman abus de mots, tiempos en los que como no sabemos a ciencia cierta qué está sucediendo, acudimos a neologismos y también en ocasiones a palabras viejas para intentar fijar conceptos que expresen lo que inopinadamente va surgiendo, sin ser demasiado conscientes de que con frecuencia no hacemos más que forzarlas y destrozar su contenido intelectual de manera que acaban no sirviendo ni para significar lo que antes representaban ni tampoco para dar cuenta de lo que adviene.

Esto pudiera estar ocurriendo, sin ir más lejos, con la palabra “corrupción”, omnipresente en nuestra vida política para referir la flagrante venalidad que actualmente azota la cosa pública –inundada en el sentir de muchos de delitos contra lo público–, y que en realidad en el lenguaje propio del pensamiento político viene significando desde hace bastante tiempo la desintegración de las condiciones necesarias que hacen posible que la vida constitucional sirva al gobierno democrático, al gobierno del pueblo. Dos conceptos que no son coincidentes, aunque tampoco deriven necesariamente en antónimos que mutuamente se repugnen.

Para intentar clarificar mínimamente una cuestión tan vexata y lábil, interesa señalar que una cosa es la eclosión de conductas ilícitas que inciden en el ámbito del Estado y están dirigidas a apropiarse de lo público, a la que según una extendida opinión hoy asistimos de manera irrefrenable, y otra muy distinta la pérdida de sensibilidad –y también de conciencia– por el conjunto de una sociedad determinada respecto de cuál es el sentido de la ley y cuáles son las infracciones que sin parecerlo formalmente burlan el contenido de la Constitución y la dejan vacía de todo contenido material, permitiendo que sirva para un roto y un descosido; para defender una lectura y avalar exactamente la contraria.

Mientras la primera se hace insoportable, la segunda resulta letal. En tanto que la reiteración de conductas ilícitas puede ser corregida penalmente, la corrupción social parece muy difícil de atacar, y habitualmente desemboca en el vaciamiento y destrucción de las instituciones, y a la postre en el declive del régimen político y en su reemplazo. Si la primera suscita el repudio generalizado, la segunda conlleva un vergonzante sentimiento colectivo de aceptación sorda que apunta a la decadencia de la democracia.

Estamos pues ante un término anfibológico, que expresa o puede representar dos ideas conceptualmente muy diferentes de un actuar aparentemente idéntico, aunque tan enormemente próximas en la acción real que en ocasiones se tocan manifiestamente en los hechos, y que siempre deberían ser explicadas discursivamente en claves separadas aludiendo a su particular contexto intelectual, porque de otro modo contribuirán a incrementar una confusión generalizada en que por desgracia hoy nos encontramos sumidos. Y es que un concepto no inserido en el particular contexto lógico-discursivo que le pertenece opera de sólito justamente al contrario de lo que se esperaría de él al acuñarlo. Como una biografía sin fechas, encubre más que delata, empaña antes que clarifica.

La corrupción como infracción de la legalidad

La trayectoria del concepto de corrupción en un sentido estrictamente jurídico se remonta muy atrás y está presente siempre que media una apropiación ilícita de lo público. Tenemos referentes claros a esta acepción en las obras de Cicerón (Discursos sobre Catilina) o de Salustio (La conjuración de Catilina) que se han terminado convirtiendo en textos de por sí mismos clásicos imperecederos. Se trata de una venalidad punible legalmente con la especificidad de que el perjudicado es siempre el tesoro público, aquello que pertenece a todos. Un delito individual que por mucho que se reitere no pierde nunca su condición subjetiva y no prejuzga necesariamente la salud moral de un pueblo. Por explicarlo con hechos, en Estados Unidos abunda la delincuencia política –un ejemplo, la lista de gobernadores venales que antecedieron y sucedieron al famoso Blagojevich de Illinois que pretendió vender el escaño senatorial del recién elegido presidente Obama–, y sin embargo no impera el lenguaje de la corrupción política. Estamos ante una ilegalidad criminal (patología) que por más que cunda no prejuzga la corrupción político-moral de una política y una sociedad estadounidense que se siente generalmente patriota, esto es, que identifica en términos efectivos a su Constitución con su realidad constitucional en la medida en que se considera y siente representada en ella, la aspiración política a vivir regularmente en el imperio de la legalidad que de la Constitución surge.

Esto no quiere decir que la corrupción penal no fuera susceptible de convertirse en otra cosa en la medida en que paulatinamente se vaya transformando en una práctica extendida y aceptada por la sociedad que tiene en las conductas de los gobernantes la pauta activa que deberá guiar sus conductas en la vida política. Era precisamente lo que Edmund Burke temía en que concluyera fatalmente Gran Bretaña como consecuencia de la apoteosis del comercio alimentado por los dadivosos nabab de la India, y que desembocó en su famosa invectiva contra Warren Hastings para el que en 1788 reclamaría el impeachment de la Cámara.

En todo caso, estamos ante un tema sobradamente tratado entre nosotros, tanto en el ámbito penal como en el derecho administrativo, y donde existen trabajos colectivos editados por autores tan solventes como Perfecto Andrés Ibáñez o Andrés Betancor que exploran adecuadamente la problemática respecto de la que únicamente resulta procedente añadir que mucha veces la excesiva prevención del ilícito penal redunda en establecer controles que lastran y burocratizan hasta el infinito la iniciativa privada, todo lo cual, en el mejor de los casos, retuerce y sofistica la comisión del ilícito pero en absoluto la destierra o aminora.

El preludio a la decadencia constitucional

La acepción ético-política del término corrupción responde a otro discurrir lógico muy diferente, no tan antiguo como el anterior y que resulta ignoto para el mundo clásico. Un concepto de corrupción que tiene su arranque discursivo en el marco específico de la modernidad política. Más concretamente, el primer tratadista ciertamente consciente de la idea de corrupción en esta segunda acepción o sentido será Maquiavelo, del que sin temor a equivocarse puede decirse que construye una auténtica sociología de la corrupción, la primera de su género.

Maquiavelo dedicó buena parte de su muy poderosa inteligencia a intentar contestar una pregunta que a su muerte quedó sin respuesta: ¿cómo proceder para que la ciudadanía de una república corrupta recupere su virtù y frene su declive político? En la pugna por lograrlo, el secretario florentino acuñó numerosas conceptualizaciones que están recogidas en sus trabajos menores. En nuestro caso, La Mandrágora (1518) e Historia de Florencia (1520).

La Mandrágora es un breve divertimento teatral argumentado desde el engaño al que un ingenuo marido induce a la propia esposa para conducirla al adulterio; narra pues un engaño consentido –y estimulado– por quien a su vez resulta también engañado. Su trama juega constantemente con el efecto que la fantasía provoca en unos hombres que de sólito “iudicano più allí occi che alle mani”, y supone un ingenioso relato de cómo la persona honesta tiene harto difícil sobrevivir en un mundo corrupto. Historia de Florencia es una obra de mucha mayor enjundia, cerebralmente construida, que permitirá a Maquiavelo salir airoso del terrible dilema personal que lo devoraba y le colocaba en el brete de renunciar a su identidad cívica. Se trata de un libro encargado por los Médici, a la sazón gobernantes en Florencia, para glorificar a sus antepasados y contribuir a legitimar así su ilegítima apropiación del poder ¿Cómo evitar que aquel estudio demudara en la apología de un arrepentido republicano en favor de los que habían destruido la libertad de Florencia, ayudando así a anclar su dominio de hierro en el falseamiento de la historia?

La historia de Florencia, en la narración de Maquiavelo, se convierte en la historia de cómo los ciudadanos florentinos deseosos de congraciarse con Lorenzo y Cosme, a los que Maquiavelo y toda su generación admiraban, entregaron gustosos su libertad ciudadana a cambio de sinecuras y beneficios de los ascendentes banqueros que muy pronto trocaron su bolsa por el dominio político de la ciudad. Estamos ante lo que la literatura política posterior conocerá como un “antiejemplo”: el supuesto a evitar siempre, que permite explicar la fenomenología de la corrupción de una sociedad que al ser incapaz de aceptar el significado de la ciudadanía terminará llevando a los hombres a la renuncia de la política.

Es ahí donde reside la novedad del argumento: la corrupción es un mal social –y no tanto del poder– que nace en la principal creación de la modernidad, que es la sociedad, y que supone dar por válido y emular un actuar político humano que resulta contrario al sentir que se corresponde con la primera naturaleza de lo humano, el ser político, la ciudadanía, y que automáticamente la conduce a autogobernarse. Es una degradación –autodegradación– cívica que implica asumir estructuralmente como propio algo que no forma parte de la lógica natural de lo humano, dejarse mandar. La corrupción es por consiguiente un estadio social generalizado al que los hombres hacen y dirigen su conducta de una manera opuesta a la que naturalmente es y oficialmente se proclama como verdad oficial (la verdad de la signoria republicana en Florencia). Un modo de obrar presidido por una doble verdad de todos conocida a la que nadie puede escapar porque “aquél que deja lo que hace por lo que debiera hacer, corre a la ruina en lugar de beneficiarse”.

El resultado evidente de semejante escisión entre la conducta real admitida por todos y la oficialmente proclamada es un desaguisado moral que destruye la conciencia de unos hombres que de ciudadanos se convierten automáticamente en súbditos, y que aboca inevitablemente a la decadencia y al declive de la institucionalidad política que públicamente se proclama vigente y que en la realidad ha sido reemplazada por otra que nace de la negación de ella misma.

La corrupción para Maquiavelo consiste en un estadio moral que preside la atmósfera social y arruina la ética colectiva, que vacía de contenido los ordini (reglas e instituciones) que en su práctica real obran exactamente al contrario de lo que proclaman, y significa de algún modo reaprovechar el viejo razonamiento de Aristóteles (Acerca de la generación y la corrupción) dando la vuelta a su consideración filosófica para centrar el peso del razonamiento en una sociedad que muta completamente sus contenidos y no en uno de sus componentes.

Un estado social colectivo

La corrupción es una fase en el proceso que acompaña y guía el cambio social, y que da pie a la creación de una realidad nueva que arruinando y sustituyendo la precedente la desplaza por otra diferente y que incorpora un tiempo de declive y transformación. Muchas son las consecuencias que cabría derivar de esta construcción, pero para lo que aquí más importa conviene resaltar que la corrupción no consiste en una patología más o menos pasajera, sino en una escisión ontológica entre el ser y sus manifestaciones inducida por la acción humana. Surge de una profunda mutación del patrón que identifica la conducta social provocada por un obrar cotidiano que no responde a las prescripciones de sus ordini. La existencia política no se reconoce en una manera de operar que, a la vez, no guarda correlato con lo que dice contener dentro. Su naturaleza originaria ha sido devorada por una fenomenología contraria a su ser, sin que ello haya supuesto necesariamente el abandono de las apariencias o envolturas anteriores que durante algún tiempo continúan existiendo formalmente. Una dinámica colectiva por la cual el cuerpo o modelo que ordenaba y daba forma a la comunidad, desconectado del fin que lo alentaba, va perdiendo su fuerza conductora, su estructura distintiva, su regularidad de comportamiento y la conexión entre fondo y representaciones. El alma ha abandonado el cuerpo y el patrón que encuadraba el orden humano, en tanto que materia informe, deriva en irregular, y resulta incapaz de imponer proceder ninguno. No es posible saber a qué atenerse.

La corrupción para Maquiavelo no se concibe, en suma, como el ilícito susceptible de ser combatido con los remedios de una legalidad a la que su propia aplicación desvirtúa. Primero por su generalizada extensión, segundo por la existencia de un segundo orden que resulta admitido como tal. La corrupción no es un supuesto penal sino un estado social colectivo en el que los ordini son desconocidos por unos hombres que, consciente o inconscientemente, rinden tributo ya a otros señores.

Este segundo planteamiento del concepto de corrupción acompañará al pensamiento político y a sus discursos durante toda la modernidad y tendrá –tal y como enseña John Pocock en Virtud, comercio e historia– su punto álgido de maduración discursiva en el siglo XVIII, en el que corrupción más que venalidad significaría sobre todo alteración desintegradora de las condiciones humanas necesarias para la virtud y la libertad política. Los pensadores más sofisticados de aquel siglo –Montesquieu, Hume, Adam Smith, Alexander Hamilton– concedían que a pesar de que el clientelismo y la sociedad comercial en la que este se apoyaba debería destruir la virtud, y que las condiciones de la vida humana eran tales que la virtud nunca podría realizarse completamente, resultaba peligroso fingir otra cosa y resultaba urgente encontrarse valores sociales alternativos.

Sobre todo este legado filosófico-político, en el siglo XIX, construirá Benjamin Constant su doctrina de la usurpación. En su desgraciadamente olvidado panfleto Del espíritu de la conquista y de la usurpación de 1814, recalca enfáticamente la necesidad de separar al tirano del usurpador y de identificar a este último con la suplantación y la acción tendente a separar unos fondos nuevos y repletos de sumisa obediencia de unas formas constitucionales, aparentemente vigentes, defensoras de la libertad y sus garantías políticas. Advirtiendo que cuando ello sucede las instituciones y sus prácticas están perdidas frente a las nuevas conductas que se imponen silenciosamente.

Una breve consideración, necesariamente telegráfica, lleva a ponderar el discurso de Constant con lo sucedido en el mundo del Este en el instante de la caída del muro de Berlín. El socialismo soviético no pereció militarmente. Su ejército nuclear nunca fue derrotado en el campo de batalla. La urss se desintegró fruto de la corrupción política de sus instituciones y prácticas, de la destrucción de su atmósfera moral, que enfrentada a los valores del constitucionalismo democrático fue incapaz de resistir la pérdida de sustento en su humus social. Fue la sociedad soviética la que, harta de ver dobles verdades, de constatar la existencia de una nomenklatura que monopolizaba el poder, de comprobar la efectividad del mercado negro para garantizarse el acceso a los bienes fundamentales, el vaciamiento de los órganos estatales que reiteraban salves corales y sobre todo la existencia de otro mundo de conductas que practicaban quienes les llamaban a la obediencia, optó por prescindir de todo ello y buscar otra alternativa que ni la fuerza resultó capaz de impedir.

Seguramente sea rizar mucho el rizo de la argumentación preocuparse por saber qué ha sucedido en las naciones constitucionales situadas del otro lado del muro, cuarenta años después de su destrucción. Y es muy posible que la respuesta sea evidenciar que las piedras que en su caída desprendía el muro de Berlín cayeron a los dos lados de la cerca. Después de cuatro lustros también el mundo constitucional se ve sumido en una crisis de corrupción política que afecta a sus instituciones y a su manera de practicar la democracia. Seguramente se deba al valor que como referente tuvo el antisocialismo, a la fuerza aglutinante que supuso la oposición al marxismo y que ha desaparecido. Pero también hay algo más en su interior que no se puede dejar de destacar.

Lo cierto es que en el momento actual, una ola de preocupación recorre el antiguo mundo occidental, que contempla aterrado cómo los partidos políticos son estructuras clientelares sin ideología que reparten impúdicamente los favores gubernamentales. Igual que los fondos representativos que inspiraban los parlamentos han desparecido dejando en su lugar una carcasa vacía. La democracia parece impedida de operar como realidad efectiva en una vida política presidida por el vaciamiento institucional, la traslación de atribuciones, el despotenciamiento del poder y toda una serie de males que cebándose en nuestro universo constitucional nos abocan a una pérdida de las condiciones necesarias para que el hombre opere como ser político. Algo que conduce a una inexorable decadencia del modo de vida del constitucionalismo democrático que ha sido descrito como el mal du siècle que domina nuestra época y la aboca a la disrupción. Disrupción es el término nuevo (neologismo) que parece haber sustituido al concepto de revolución, con la diferencia de que añade algo más, un plus nuevo, porque –como advertía Condorcet– detrás de la revolución hay siempre una opción positiva, se destruye para construir, mientras que tras la disrupción no hay nada, solo el vacío. Y es que a diferencia de lo que sucediera en el mundo del Este, donde la democracia constitucional operó como modelo a reproducir, la vida política europea no tiene más ni mejor alternativa a la decadencia que un maquiavélico ridurre ai principii, que tal y como marca la evolución de lo mundano pareciera casi imposible de alcanzar en las condiciones actuales del hombre de la posmodernidad.

España: derelicción política y vaciamiento de la democracia

Para concluir, la pregunta que a continuación pudiera plantearse es si acaso sucede otro tanto de lo mismo con la democracia española, que se encuentra aquejada de idéntico mal. La respuesta más sencilla podría ser que sí, que la joven democracia española, casi coetánea en su origen a la caída del socialismo real, se ha visto afectada del mismo mal que sus hermanas mayores europeas. Pero ello supondría asumir como propia la idea de que la democracia española completó el ciclo al que de una manera heterodoxa se refiere Maquiavelo, nacimiento, maduración y ruina que lleva al declive, cuando nada tendría de absurdo plantearse que, faltos de un desarrollo pleno de las prácticas democráticas en un país que muchas veces confunde la existencia de las instituciones democráticas con su ejercicio efectivo, todavía queda un camino expedito por recorrer en la vida política española para regenerar nuestra democracia frente a una corrupción que es mayormente criminal que política. Si así fuera, a la sociedad española le correspondería dictar su veredicto en forma de hechos tangibles. ~


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