Recuérdalos tú también

Canto de los hijos solos

Raúl Zurita

Cuneta

Santiago de Chile, 2023, 64 pp.

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No podemos entender la práctica de Raúl Zurita (Santiago, 1950) exclusivamente desde un pragmatismo plástico o literario. Su obra, desarrollada en diversos medios y soportes, aunque siempre con el lenguaje y la escritura lírica como centro neurálgico, congrega manierismos, formas y estilos de la poesía, la escultura, el body art, el land art y el arte conceptual. A pesar de esta diversidad, la solidez que transpira, la claridad que muestra en su postura estética, hacen que su obra no se sienta como un licuado de las prácticas artísticas contemporáneas, sino que cada una de sus elecciones es premeditada, y construye un proyecto de largo alcance, cuyas principales motivaciones son la denuncia y el testimonio. Por ello, su trabajo en solitario (contrario, por ejemplo, a lo que sucede con su práctica desde el Colectivo de Acciones de Arte en los años setenta) siempre es enmarcado desde la poesía: al pensar en Zurita, pensamos, primero que nada, en el poeta.

Sin embargo, la trayectoria literaria de un poeta como Zurita no es la usual acumulación de libros que se conjuntan en un solo proyecto delimitado, constituido. Más bien, regresa una y otra vez al mismo libro, a la misma frase, la misma palabra, la misma imagen, y la deconstruye y manipula a lo largo de un discurso múltiple y complejo, enmarcado en diversas publicaciones. Si en el proyecto delimitado entre su trilogía inicial, conformada por Purgatorio (1979), Anteparaíso (1982) y La vida nueva (1994), y la suma total aparente de Zurita (2011) existe, como bien ha indicado Eduardo Milán, una intención de circularidad, “un amague (de la obra del autor) con el gesto de cerrarse sobre sí misma”, Canto de los hijos solos (2023) se presenta como una esquirla de ese proyecto; un pedazo de iceberg que, aislado del resto de la obra (aún sin dejar de pertenecer a ella), se permite cobrar otros sentidos, explorar otras intensidades, y tomar su propio rumbo.

Para entender cómo funciona esto, es importante entender la obra de Zurita como un ejercicio conceptual de recurrencia, la manifestación de un “yo” que construye su decir desde la relocalización y el recentramiento de materiales anteriores. “Canto de los hijos solos”, el poema, aparece por primera vez en La vida nueva y alterna algunas de las palabras más cerradas, crispadas, hirientes del poeta con algunos testimonios de personas que han perdido a sus familiares durante la dictadura. Al imbricarse el testimonio y la poesía, la realidad y la interpretación, la intensidad del acto poético se hace más dura y concreta, más total. Pero este texto es solo una parte pequeña de una obra en construcción, por lo que su presencia se disuelve dentro del mar que es el gran proyecto de Zurita. En cambio, Canto de los hijos solos, el libro, es una apuesta por desvincular un texto breve del proyecto que lo enmarca, haciendo más poderosas y evidentes tanto sus denuncias como sus cualidades.

Esto es posible, en gran medida, gracias a las virtudes editoriales de Cuneta, una de las muchas editoriales independientes chilenas que resaltan por el cuidado de su producción. Esta edición de Canto de los hijos solos es un libro breve, con páginas blancas (donde se exponen los testimonios de familiares de personas asesinadas por la dictadura de Augusto Pinochet) y páginas negras (donde se transmite, con una gran elección tipográfica, el poema de Zurita). La intención de hacer inmediatamente distinguible la diferencia entre testimonio y texto lírico, comunicada así, permite que los fragmentos del poema se entiendan como una especie de hilo dramático, en el que la voz lírica se convierte en una destilación del dolor que cruza e interconecta cada testimonio. Esto, en cierto modo, articula la búsqueda de Zurita en todo su proyecto: ser la voz que canta en el desierto, proyectar, desde un “yo” disuelto en el discurso, el dolor de toda una nación y toda una historia.

Si ser la voz que canta en el desierto, proyectar, desde un “yo” disuelto en el discurso, el dolor de toda una nación y toda una historia es el proyecto lírico de Raúl Zurita, ¿cómo podríamos definir su proyecto conceptual? Digo que “proyecta el dolor de una nación” en su poesía porque, para ella, la geografía de Chile, la dictadura y la experiencia vital dentro del país son fundamentales: como sus contemporáneas Cecilia Vicuña, Elvira Hernández y Diamela Eltit, el poeta enraíza su práctica dentro del espacio que conoce mejor, y parte de ahí a otros lugares. Incluso en poemas como los de Sueños para Kurosawa, que, por el título, se pensarían como un juego de identificación con el autor japonés, la presencia del territorio, la historia y la violencia en Chile son fundamentales, y la identificación es más un ejercicio desfamiliarizante que un experimento de proyección en el otro (“La represión ha sido feroz y han arrojado los cuerpos / sobre el mar y las montañas. Al levantarme observé / que no podía mover mis brazos encostrados bajo / la nieve. Kurosawa, le dije, yo era un simple vendedor / de máquinas de escribir y ahora estoy muerto y nieva”).

No hay posición más solitaria que ser la voz que canta en el desierto. Ver los designios, entender, como el ángel de la historia benjaminiano, la continuidad de las catástrofes del pasado mientras se abalanzan las del futuro, y no poder hacer nada más que gritar, es acaso la posición más pesadillesca posible, y Zurita la ha cultivado con conciencia y esmero: como dice en una entrevista con Silvina Friera en Página/12, “todo el arte es el espacio que media entre nuestra infelicidad real y el vislumbre del paraíso”. Reconocer el sufrimiento y esperar su solución, el paraíso, es la constante general de su práctica, y acaso, puede apreciarse de forma más prístina en su obra de corte conceptual. El mar del dolor, la instalación que presentó en la Bienal de Kochi 2016, es un gran ejemplo de esto: compuesta en memoria de Amin y Galip Kurdi, niños sirios que huían con su familia hacia Turquía y murieron ahogados, la obra consiste en una serie de preguntas, un pasillo inundado con cuarenta centímetros de agua, y un poema final, que explicita el propósito de la obra. Al contacto con el agua, y leyendo las preguntas, los espectadores entran en un estado particular, pensado como un espacio de empatía con la situación de los migrantes y como un lugar de enunciación que desnuda la forma en la que uno mismo interactúa con la violencia.

Un proceso conceptual muy similar se encuentra al fondo de esta edición de Canto de los hijos solos. Publicado a cincuenta años del golpe militar, el libro se siente como una peregrinación de la memoria, un encuentro con los nombres, las historias y las vidas de algunas de sus víctimas, y también como un trasunto por un pequeño grito de una voz colectiva mucho más amplia. El efecto de la obra de Raúl Zurita puede, entonces, localizarse en su cuerpo, en su habitar, en las alusiones geográficas e históricas a su patria, pero al construir una propuesta visionaria, algo que, en palabras de Milán, refleja “un más allá como desdibujo de los límites espaciotemporales previsibles para la escritura poética”, trasciende al propio autor e incluso al medio de la escritura lírica: Zurita (la obra) ya no es Raúl Zurita (la persona), sino algo mucho más abarcador, capaz de atravesar cualquier espacio y sentir cualquier sufrimiento.

Canto de los hijos solos es, como toda la obra de Zurita, un libro sobre el dolor personal y colectivo en un tiempo y espacio determinados. Sin embargo, al ser leído, al ser atendido propiamente, trasciende esa determinación y se convierte en un objeto estético que penetraría cualquier época. ¿No podrían esos testimonios, acaso con algunas variaciones de palabras y modismos, con otras referencias geográficas, haber venido de México en los últimos años? Los sobrevivientes a la prolongada y cruenta acumulación de desapariciones, guerras, masacres y violencias que vemos en el mundo, ahora, ¿no se hacen las mismas preguntas al pensar en sus seres queridos? (“¿Recuerdas su rostro? / ¿Recuerdas su boca? / ¿Recuerdas su voz? / ¿Recuerdas sus dientes?”); las personas que se ahogan buscando refugio o alimento, las infancias que tienen hambre, las que han visto sus casas destruidas, ¿no podrían incluirse también en la voz de Zurita, que abraza y abarca, que duele, que está atormentada por la historia?

“La historia es una pesadilla de la que estoy intentando despertar”, dice Stephen Dedalus en el segundo capítulo de Ulises. La historia moderna, la de las grandes narrativas y los destinos unívocos, la que se sostiene por “verdades” determinadas y por un “deber-ser” continuo y próspero, lleva décadas desmoronándose. Se desmoronó en las trincheras, en las cámaras de gas y ahora la vemos desmoronarse cada día en un video de YouTube o en una historia de Instagram, dondequiera que encontramos, en tiempo real, los indicios de la barbarie. “Ese es delirio de los que hablan desde ‘la’ verdad, ignorando que la verdad no es sino la cara más cruel y sanguinaria de la mentira. / La verdad creó Auschwitz, la verdad creó Hiroshima, la verdad se llama hoy el horror, la masacre, el genocidio del pueblo palestino”, dice el poeta en un post en X, haciendo inequívoca su posición sobre las masacres en Gaza.

Al leer Canto de los hijos solos en estos primeros meses de 2024, aislando el libro del resto de la obra de su autor, o acompañándolo de ella, no puedo sino pensar en esa violencia, en el legado histórico de la violencia, y en nuestra responsabilidad alrededor del mismo. ¿De qué manera nosotras, las personas que hemos nacido y crecido en la cosmovisión occidental, que llevamos la práctica de una “verdad” precaria, basada en el crecimiento continuo y en la acumulación, podemos expiar el grado de nuestra culpa ante la masacre? ¿Podemos quitarnos, de alguna manera, la manchita de sangre que tenemos en las manos, mirarnos al espejo sin vergüenza de nosotras mismas y de nuestro mundo? No lo sé, quizás no. Quizás lo nuestro de aquí para adelante sea la inmovilidad, la excusa banal, el silencio. Quizás Theodor Adorno tenía razón y ya llevamos casi un siglo pretendiendo que podemos escribir poesía y solo unos cuantos, como Raúl Zurita, tienen la capacidad de seguir haciéndolo. Que su voz nos acompañe siempre. Que nos recuerde la existencia de los otros, de su sufrimiento, de sus voces. Que nos ayude en el proceso de, al menos, atrevernos a nombrar las cosas por su nombre, de decir los nombres de las víctimas, de recordarles. ~

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(Naucalpan, 1994) escribe poemas y ensayos. Su primer libro, Fracción continua, fue publicado por el FOEM en 2022.


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