Las buenas intenciones no necesariamente arrojan buenas películas. O bien, las cintas sobre causas justas no siempre se sostienen por méritos propios. Esto suele pasarse por alto en el caso de las ficciones y los documentales centrados en individuos enfrentados a los Grandes Poderes que amenazan la integridad y libertades de una comunidad. Derivan del arquetipo del héroe descrito por Joseph Campbell –un hombre llamado a enfrentar un desafío plagado de dificultades–, pero subrayando que el héroe es “uno de nosotros”. La mayoría se basa en hechos reales y recientes: son actualizaciones del mito de David y Goliat.
Ya que su atractivo está en la premisa, es fácil para un director abusar de la figura del underdog: el que menos probabilidades tiene de ganar, pero lo consigue. El exceso de confianza en la simpatía que despierta este tipo de personaje lleva a descuidar otros aspectos de la puesta en cámara. El reto siempre será elevar el relato por encima de la denuncia. No es que el discurso social sea secundario. Es que son los recursos del cine –edición, fotografía, sonido y punto de vista, entre otros– los que harán que este discurso tenga resonancia en la conciencia del espectador.
Suena a contradicción, pero las cintas sobre hechos reales del género descrito arriba se benefician de la mirada de directores conocidos por construir estilos. Fue el caso de The insider (1999), de Michael Mann, sobre dos hombres silenciados por grandes corporaciones: el exvicepresidente de una compañía de tabacos (Russell Crowe) que se opone la manipulación química que intensifica la adicción a la nicotina, y el productor de CBS (Al Pacino) que lo anima a divulgar los hechos en su programa de televisión. Con su cámara temblorosa, paleta de colores fríos, edición paranoica y un Pacino vociferando al borde de la sobreactuación, Mann logró que el espectador pasara por alto la falta de foco de la historia. Los recursos formales comunicaron el subtexto: si te arrinconan, grita. The insider se toma incontables licencias respecto a los hechos. Sin embargo, a más de dos décadas de su estreno, su sola mención evoca entre quienes la vieron algún tipo de emoción, casi siempre indignación y enojo. No es poca cosa, si se piensa que los diálogos giraban en torno a las cláusulas de confidencialidad, resquicios legales y medidas corporativas para evitar demandas. Temas áridos y poco sexis que Mann, a punta de estilo, convirtió en arenga de guerra contra empresas desalmadas.
Dark waters, de Todd Haynes, es la otra cara de la misma moneda. Es decir, una película cuyo tema mundano –otra vez, individuos enfrentados a empresas– pudo haber sido tratado con un lenguaje cinematográfico transparente, pero que sobresale por haberlo evitado. Así como The insider comunicó su mensaje por vía del estilo vigoroso de Mann, Dark waters comunica el suyo con la voz nostálgica distintiva del Haynes de Velvet goldmine (1998), Far from heaven (2002), Carol (2015) y Wonderstruck (2017). Parece opuesto al sentido común narrar una épica contemporánea apelando a la melancolía, pero, como se verá, este relato se distingue de otros de tema semejante por la ausencia de una conclusión triunfalista. En tiempos de fake news, las audiencias han perdido la inocencia. Dark waters cuenta la victoria de una batalla legal a favor de los desprotegidos, pero sus últimas secuencias dejan ver lo relativo de esos triunfos.
La cinta narra la historia de Robert Bilott (Mark Ruffalo), un abogado corporativo que a fines de los noventa dio la espalda a su gremio y demandó a la compañía de químicos DuPont. Bilott encontró evidencia de que DuPont afectó la salud de los empleados que, en los años cincuenta, participaron en la creación del recubrimiento antiadherente Teflon. Bilott también confirmó que, a sabiendas de la toxicidad del químico sintético PFOA, DuPont desechó sus residuos en el sistema de aguas de la ciudad de Parkersburg, Virginia Occidental, provocando enfermedades en la mayoría de sus habitantes. Ya entrado el siglo XXI DuPont seguía utilizando el PFOA como ingrediente principal de sus utensilios de cocina antiadherentes. Gracias a la demanda de Bilott se otorgó atención médica vitalicia a los habitantes de Parkersburg y, en 2009, se ordenó a los fabricantes de Teflon dejar de usar PFOA.
La sola sinopsis del caso da idea de la abundancia de datos duros –indescifrables para la mayoría– que los guionistas Mario Correa y Matthew Michael Carnahan debieron depurar. Existen numerosos reportajes sobre el caso, pero el guion se basa en el libro de memorias de Bilott, Exposure. De haber sido abordada con rigor jurídico y utilizando la nomenclatura química, la cinta habría sido un ladrillo. Considérese además el marco cronológico: la batalla legal de Bilott duró casi veinte años, y el encubrimiento de evidencia por parte de DuPont se remonta a mediados del siglo pasado.
Aunque hubo que comprimir la línea temporal, el guion comunica la frustración y el desgaste de Bilott ante la lentitud de los procesos –emociones muy distintas al miedo o a la ira que exhiben los protagonistas de las cintas de este género–. La aproximación de Haynes es todo menos trepidante. Su protagonista no es un hombre de acciones intempestivas ni sobrado de superioridad moral (no es, pues, el Pacino de The insider). El Bilott interpretado por Ruffalo es empático y persistente: atributos que quizá no “lucen” en pantalla pero que crean el tono agridulce que da a la película su fuerza peculiar. En entrevistas, Haynes y Ruffalo afirmaron haber evitado deliberadamente el tipo de escenas donde el underdog le recita al villano un discurso sobre el Bien y Mal.
Con su mala postura y aspecto común, Bilott es el tipo de persona que uno olvida al instante (y, a la vez, una de las mejores interpretaciones de Ruffalo). No es uno de los abogados más prominentes de su despacho, ni es particularmente agudo o inquisitivo. Sin embargo, es a él a quien acude el granjero Wilbur Tennant (Bill Camp) con videos que muestran que sus vacas han ido muriendo en cantidades inusuales y que su autopsia revela órganos descompuestos (al parecer, por intoxicación química). Bilott no se muestra interesado e incluso le explica a Tennant que él es el tipo de abogado que defiende a las compañías de alegatos como ese. Antes de irse, el granjero le dice a Bilott por qué acudió a él: conoce a su abuela porque eran vecinos. Esto atrapa la atención de Bilott, quien visita la granja de Tennant. Ahí, le conmueve el dolor del hombre por la pérdida de su ganado y le toca presenciar el sacrificio de una vaca enferma. Bilott visita también a su abuela, quien le muestra fotografías viejas donde el abogado se ve a sí mismo de niño, jugando en los terrenos de Tennant. Por un lado, lo invade la nostalgia. Por otro, comprende que ha estado en contacto directo con alguno de los elementos que han diezmado a las vacas.
Describo estas secuencias porque, junto con la caracterización de Bilott, son las que mejor se inscriben en la filmografía de Haynes. En las cintas del director aparecen mujeres y hombres retraídos que cruzan sus propios límites movidos por la emoción y el reconocimiento de sí mismos en otro. En Dark waters, estos son los móviles que explican el largo recorrido de Bilott hacia una meta que parece cada vez más lejana.
De vuelta al punto de la forma como vehículo del fondo. Los temas que interesan a Haynes –la exclusión, la otredad, el deseo de pertenecer– están contenidos en el estilo visual de sus películas, y Dark waters lo confirma. La fotografía de Ed Lachman es nostálgica y evocativa, y recuerda al tipo de imágenes creadas en su trabajo conjunto con el director. Muchas son secuencias exteriores donde no aparecen personajes centrales, y en las que el paisaje urbano se convierte en actor. Este contraste con la fotografía realista propia de los dramas legales da a Dark waters el tono retrospectivo de otros trabajos de Haynes, donde hace homenaje a otros cineastas (el más claro, a Douglas Sirk). En Dark waters, la estética retro cumple otra función: sugiere que los temas de corrupción y encubrimiento son propios del caso DuPont pero no exclusivos de él. Más de una vez, los paisajes urbanos, casi desiertos, bañados de luz artificial, traen a la mente la serie de pinturas de gasolineras de Edward Hopper. El choque entre individuo e industria es un tema recurrente en la obra del pintor y es también el eje de Dark waters. Haynes, sin embargo, no aborda el tema con la beligerancia propia del género sino subrayando el desamparo del individuo. La conciencia de esta realidad pesa en el ánimo del desgarbado Bilott. Prevalece el mensaje de que, si hay intereses monetarios detrás, siempre habrá dinero suficiente para silenciar a los denunciantes. Trátese de la industria del tabaco, de fabricantes de químicos cancerígenos o de distribuidores de opioides de prescripción, el soborno y la burocracia tendrán la palabra final.
Dark waters narra un caso concreto y (en teoría) resuelto, pero su efecto sobre el espectador es más bien desasosegante. Este parece ser su objetivo. La cinta aplaude la tenacidad de Bilott, pero no le asegura a la audiencia que el enemigo ha sido derrotado. No hay villanos, parece decir, sino intereses que simplemente cambian de razón social. Burlando las convenciones del género de “causas justas”, Haynes ha vuelto a filmar una película sobre la soledad. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.