Déjate caer (con paracaídas)

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El mito de Dédalo e Ícaro lo deja más que claro: el cielo no es para nosotros. Pero esta necedad dio pie al invento de dispositivos y toda una industria para volar, tan sofisticada que raya en la perfección. Aunque todavía nadie puede ufanarse de volar, desprender los pies del suelo y andar libre por el aire, a voluntad propia; tampoco hay quien tenga la capacidad de flotar real y genuinamente, y creo que si esto le sucediera a alguien, se volvería loco, como algún personaje de Salman Rushdie.

Lo único que queda es ganarle a la muerte tras saltar al vacío, sin dejar el cuerpo desperdigado en la tierra. Elevarse no, simplemente dejarse caer, siempre a mayor altura. Esos nichos sí se han ganado.

Que el salto en paracaídas tenga su efeméride no me parece irracional, es más, creo que debería ser un acontecimiento que se mencione con mayor frecuencia, como la primera vez que se jugó una final en un mundial de futbol o la llegada del hombre al espacio. Sobre esto último, me encanta la idea de que hace menos de ciento veinte años los hermanos Wright volaban por primera vez y durante unos cuantos segundos el que sería el primer aeroplano, y hoy hemos llegado a las expediciones espaciales, pasando por el Concord en su travesía supersónica y guerras cuyo éxito o fracaso ha definido la aviación.

Volar de forma individual es algo ajeno, como decía, aún es inalcanzable; lo más cercano a ello incluye un artefacto en la espalda, ya sea el parapente o el paracaídas. Del primero no puedo decir mucho, quizá sea mi próxima aventura, me han dicho que hay un alto grado de relajación, porque se vuela hacia adelante, no en caída libre, aunque el riesgo está en el aterrizaje y la cantidad de obstáculos contra los que podría chocar, si lo realizara en montaña, y mi imposibilidad de nadar en mar abierto, si decidiera hacerlo en la playa y concluir con un acuatizaje. Estoy hablando de riesgos, como si aventarse en paracaídas no fuera un acto suicida, pero aquí entra la lógica: esta actividad también ha florecido como negocio, y entre los deportes extremos es de los que tienen menos cantidad de accidentes, fulminantes, eso sí, pero un margen mínimo.

Cuando el primer hombre en saltar en paracaídas realizó la hazaña, no tenía la certeza que poseíamos todos los que acudimos al campo de salto la mañana del 31 de diciembre de hace algunos años: en un salto de rutina con un paracaidista experto que hacía entre ocho y diez saltos al día, las probabilidades de éxito estaban de nuestro lado. Garnerin, un francés de finales del XVIII y principios del XIX confiaba en su dispositivo de seda, lo había probado varias veces, siempre a mayor altura, hasta que sus cálculos le indicaron el límite del ascenso y fue momento de probar con la versión definitiva del invento. A finales del siglo XVIII Garnerin le puso su nombre y apellido al peldaño que acababa de conquistar, y fue el primer hombre en hacer un salto en paracaídas con total éxito.

Ser pionero en algo tan peligroso requirió años de observación para detectar fallas y aciertos en dispositivos anteriores, cálculos, prácticas, y del mismo modo que en la época actual, una actividad suicida llevada a cabo por un loco dejará de serlo cuando tenga el interés de alguien importante, o de la muchedumbre, que aplaudirá si el loco sale bien librado y, si fracasa, le dará la espalda a ese loco para esperar al siguiente.

 

Mi salto fue algo que no esperaba, tampoco fue idea mía, pero no iba a rechazar el obsequio de mi hermana, que era saltar juntas. Lo primero que se hace en los saltos tándem es quitarles la responsabilidad a los involucrados y se firma por ello: si algo sale mal, esto ha sido mi decisión, estoy en pleno uso de mis facultades y me estoy aventando al vacío por voluntad propia.

El instructor me preguntó si tenía algo que celebrar, un acontecimiento, una conquista personal, como el resto de los compañeros de ese día que saltarían a distintas horas: unos terminaban ciclos, otros acababan de vencer una enfermedad, algunos más lo hacían para superar el pavor a las alturas. Estos dos casos llamaron mi atención: ¿un doble triunfo sobre la muerte?, ¿la confrontación de un miedo yéndose al extremo de este? El instructor con el que salté me explicó que esas solían ser las motivaciones más comunes, y en esos casos, las dinámicas instructor-instruido eran diferentes, interactuaban más para que la confianza entre ellos no se extinguiera al último momento. Salen de aquí siendo otros, me dijo. Recordé que cuando mi hermana y yo éramos niñas ella le tenía miedo a las alturas. Yo, que aparentemente le temo a pocas cosas, solo saltaría por curiosidad.

A unos cuantos kilómetros de altura el aire es helado, la piel se siente diferente, incluso el roce de la ropa es más intenso, porque la adrenalina funciona así en algunos cuerpos, y en el mío los huesos y la tela parecían querer estar más cerca entre sí. No abras los brazos hasta que yo te diga, no somos pájaros, me indicó el instructor, ya que cualquier movimiento anticipado me garantizaría una fractura.

Uno, dos, al tres comenzamos la caída libre de casi un minuto, blanco por todas partes, nubes, el aire tiene cuerpo y este es filoso; nosotros dos cayendo en una aceleración que disminuiría al abrir el paracaídas. La fuerza del viento y la resistencia de la lona hicieron que, en efecto, creyera que mis costillas estaban crujiendo. Mientras más cerca se ve el suelo, llega la certeza de que algo único se terminó. Ya estando arriba me dio miedo que algo te pasara, dijo mi hermana. Nada malo sucedió, tampoco supe si salimos del campo de salto siendo otras, como Garnerin después de las ovaciones que recibió tras haberse ganado un título que se ha olvidado con el tiempo.

Ninguna persona tiene la necesidad de saltar por gusto a más de diecisiete mil pies de altura, con probabilidad de entrar en las estadísticas de los eventos funestos por el mal funcionamiento del equipo del que depende su vida, pero se hace, lo hacemos, motivados por alguna conquista personal, aunque en ese momento no la tengamos clara, sino unos años después.

Volvería a saltar. ~

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(Campeche, 1988) es cuentista, poeta, editora y violinista. Ganó el Premio de Cuento Breve Julio Torri 2017 por Ensayo de orquesta y acaba de publicar el libro de cuentos Época de cerezos, en Paraíso Perdido.


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