No hay coches voladores, la teletransportación aún no existe y el libro de papel todavía sobrevive frente el electrónico. Pero estamos en el futuro, quizá una versión un poco menos espectacular que la que nos habría gustado, aunque no tan terrible como lo habían pintado algunas de las novelas más famosas que jugaron a imaginar un negro porvenir. Si existe lo mejor, tiene que existir lo peor. Así, el nacimiento de la novela utópica trae consigo la novela distópica. Puede trazarse una rápida clasificación de las distopías: las que se leen como parábolas políticas, las primeras y más conocidas –Nosotros, de Evgueni Zamiatin, publicada en 1924; Un mundo feliz, de Aldous Huxley, en 1932; 1984, de George Orwell, en 1949–; las que pintan escenarios apocalípticos surgidos durante la Guerra Fría y el recuerdo de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, y las que nacen con vocación de crítica al consumo y advertencia de banalización (de Ray Bradbury a J. G. Ballard).
Pero también hay ejemplos más recientes, como la saga de Bruna Husky de Rosa Montero, Bienvenidos a Welcome de Laura Fernández, o Umbra de Silvia Terrón. La novela distópica no ha dejado de estar de moda, en parte porque cuantas más son las libertades conquistadas, mayor es el temor a perderlas. Dicho de otro modo, cuanto más cerca se está del paraíso (utopía), más grande es la amenaza. O más se disparan los temores a perder lo conquistado. En un artículo publicado en The New Yorker Jill Lepore afirmaba que estamos en la edad dorada de la distopía y, al mismo tiempo, explica, las distopías tienen una clasificación ideológica. Lo argumentaba con datos: durante el primer año de la presidencia de Obama La rebelión de Atlas, de Ayn Rand, vendió medio millón de ejemplares, y en el primer mes de Trump en la Casa Blanca 1984 fue uno de los libros más vendidos en Amazon.
La represión será femenina o no será
El #MeToo trajo al centro de la conversación pública el feminismo y la igualdad, y también reabrió el debate de lo personal y lo político –que según escribía Griselda Murray Brown en el Financial Times se plasma en el interés editorial por los ensayos autobiográficos y las memorias–. Pero antes de que ese fenómeno fuera visible, ya nos había pasado por encima un tsunami: el éxito de El cuento de la criada en su adaptación audiovisual. La novela de Margaret Atwood, publicada en 1985, vive una segunda y exitosa vida desde que se adoptó como bandera del feminismo global. El éxito de la serie, accesible en streaming, ha llevado a la escritora canadiense a continuar el relato en Los testamentos, que se publica en inglés el 10 de septiembre y en España dos días después (en Salamandra) rodeada de fuertes acuerdos de confidencialidad, para tratar de responder a las dudas planteadas por los fans y la adaptación.
La idea de El cuento de la criada es el resultado de la mezcla de diferentes elementos, según escribe Atwood en el prólogo de la reedición: “ejecuciones grupales, leyes suntuarias, quema de libros, el programa Lebensborn de las ss y el robo de niños en Argentina por parte de los generales, la historia de la esclavitud, la historia de la poligamia en Estados Unidos… La lista es larga”. La novela es el testimonio de Defred, una de las criadas, de lo que sucede en Gilead, lo que antes era Estados Unidos. El asesinato del presidente permitió suspender la Constitución y de ahí se dio el salto a una especie de revolución puritana que ha convertido el país en un Estado represivo, vigilante, teocrático, militarizado y jerarquizado basado en la represión sexual. “Empezaron a levantarse barricadas y a aparecer los controles de identificación. Todo el mundo lo aprobó, dado que era obvio que ninguna precaución resultaba excesiva”, se lee.
La guerra continúa por todo el país. Primero las mujeres fueron privadas de su derecho a tener cuentas bancarias a su nombre, después a viajar, los segundos matrimonios eran perseguidos, la Biblia funciona como constitución de facto y la máxima resistencia interna al régimen está en los cuáqueros. Hay ejecuciones públicas y linchamientos de Estado. Apenas se sabe nada de la vida fuera del muro: de cómo va la guerra o cómo es la vida en las colonias, lugares de destierro para los rebeldes. Las mujeres cuya fertilidad está probada son las criadas: se les asigna un oficial, un comandante, que tratará de fecundar a su criada cada mes en una ceremonia en la que está presente también la esposa de él. Esa idea está tomada de la Biblia, de la incapacidad de Jacob y Raquel para engendrar un hijo, que ella resuelve con esta idea: “He aquí mi sierva Bilhá; únete a ella y parirá sobre mis rodillas, y yo también tendré hijos de ella.”
Pero las criadas no son las únicas cuya libertad ha sido enterrada: como en todas las distopías, en Gilead las libertades individuales han sido suprimidas para crear una sociedad supuestamente ideal y virtuosa. Lo primero que exigía esta sociedad perfecta era (aquí la inspiración está en la situación de la mujer en el mundo islámico) esconder el cuerpo femenino. Reprimir el deseo: acabar con el sexo y convertirlo en un trámite con fines únicamente reproductivos; en una interpretación literal, arbitraria y sin contexto de la Biblia. Es decir, es el triunfo del puritanismo.
La llegada de Trump a la presidencia de Estados Unidos disparó los miedos sobre una posible regresión en materia de igualdad. “Se da la percepción de que las libertades civiles básicas están en peligro, junto con muchos de los derechos conquistados por las mujeres a lo largo de las últimas décadas, así como los siglos pasados”, escribe Atwood. Sin embargo, como sucede en la novela, las cosas no suelen ser tan fáciles de ver. En Gilead, el pretexto para la represión de las mujeres ha sido su propia protección: proteger a las mujeres de los piropos o las violaciones exigía taparlas. “Ahora caminamos por la misma calle, en parejas y de rojo, y ningún hombre nos grita obscenidades, ni nos habla ni nos toca. Nadie nos silba. Hay más de una forma de ser libres, decía Tía Lydia. Puedes gozar de unas libertades, pero también puedes librarte de ciertas cosas. En los tiempos de la anarquía, se os concedían ciertas libertades. Ahora se os concede vivir libres de según qué cosas. No lo menospreciéis.”
Las criadas van de rojo y llevan una cofia enorme que apenas les permite dejar una parte de su rostro a la vista. Puede que sea más estético que el burka, pero la finalidad es la misma: tapar hasta hacer desaparecer. Pero eso es imposible, lo sabe el comandante al que ha sido asignada Defred, lo sabe Defred y lo saben los altos funcionarios: no se puede matar el deseo, no se puede acabar con él porque forma parte de la esencia del ser humano. Esto es lo que piensa Defred al pasar por un control: “Sé que mientras avanzamos, estos dos hombres –a quienes no se les permite tocar a las mujeres– nos observan. Con la mirada sí nos tocan, en cambio, y yo muevo un poco las caderas y siento el balanceo de la amplia falda.”
En un momento de la novela, el comandante le pregunta a Defred qué cree que pasaron por alto al diseñar Gilead. Ella responde: el amor, enamorarse. El comandante no comparte esa opinión. Lo que no han tenido en cuenta es otra cosa, es lo que produce el contacto, que recordará más adelante Defred: “siento que la vida late en mi piel, otra vez, los brazos alrededor de él, como si cayera al agua con suavidad, sin encontrar el fin.”
El relato de Defred está atravesado por escenas del pasado, cómo era su vida antes, se acuerda de su hija y del que era su marido, también de su madre. Recuerda cómo eran las relaciones entre hombres y mujeres antes de todo esto: “En esa época, los hombres y las mujeres se probaban mutuamente, como quien se prueba un traje, rechazando lo que no les sentaba bien.” Se acuerda de las citas con su compañero en un hotel: “Entonces llamaban a la puerta; yo abría sintiendo alivio y deseo. Todo era tan momentáneo, tan condensado… Y sin embargo, parecía no tener fin. Después nos quedábamos tumbados en la cama, tomados de la mano, charlando. De lo posible, de lo imposible, de qué hacer. Pensábamos que teníamos problemas. ¿Cómo íbamos a saber que éramos felices?”
Cualquier tiempo pasado fue peor
La escritora neoyorquina Joyce Carol Oates ha contribuido recientemente a la distopía con Riesgos de los viajes en el tiempo (Alfaguara, 2019), una novela en la que la protagonista también es una mujer y que transcurre en lo que antes era Estados Unidos, convertido en un Estado vigilante y totalitario a raíz de los ataques del 11-S. Como en la novela de Atwood, Estados Unidos ya no es Estados Unidos. Aquí es EAN, Estados de América del Norte. Las ejecuciones tienen valor educativo (y por eso se televisan) y lo que rige la vida ya no es la ley sino el miedo. La hipervigilancia hace que todos sospechen de todos, y la traición –en un sentido amplio y arbitrario– es el mayor de los crímenes. En la novela hay viajes en el tiempo, pero no tienen las características que suelen tener en la ficción: no son expediciones divertidas fruto de avances tecnológicos, estudios y casualidades, sino un elemento de castigo.
Como si supieran que lo peor que le puede suceder a alguien que ha conocido internet es que le priven de él, el exilio al que son condenados los acusados de traición está dentro de las fronteras de EAN, pero en el pasado. Más concretamente, a finales de los años cincuenta. Antes de la liberación de la mujer y de las marchas de los derechos civiles. Lo terrible es que, más allá de las diferencias tecnológicas, el mundo al que es expulsada Adriane Strohl, la protagonista y narradora, se parece bastante al mundo del que procede, ese futuro distópico en el que se ha convertido Estados Unidos en la novela de Oates. La finura de la comparación no estaba seguramente en los objetivos de la escritora neoyorquina.
Si una de las virtudes de El cuento de la criada es la defensa del sexo y del deseo como fuerzas humanizadoras que aportan conciencia de uno mismo, uno de los logros de Riesgos de los viajes en el tiempo está en hacer convivir en la novela la trama casi de thriller romántico con postulados de psicología del comportamiento –especialmente los de B. F. Skinner, una cita suya encabeza la novela: “El ‘uno mismo’ no es más que un recurso para representar cierto sistema de respuestas funcionalmente unificado”– y la deshumanización. Aunque también el sexo es importante en la distopía de Oates, o más bien el control del mismo: “No había ‘amistades’, sino más bien ‘contactos sexuales’, groseros y bruscos, con la posibilidad de ridiculizarlos online con palabras malsonantes o con fotos que los chicos subían a la red.”
Distopía es una palabra femenina
El cuento de la criada y Riesgos de los viajes en el tiempo comparten algunos elementos estructurales: ambas novelas están narradas en primera persona por un personaje femenino, las dos tienen un final más o menos abierto poco esperanzador, en las dos se ha usado la promesa de la seguridad para imponer un Estado totalitario a la manera de los regímenes comunistas en el mundo real y a la manera de Orwell en el mundo de la ficción. En las dos el testimonio es el último acto de resistencia de las protagonistas: no solo contar lo que está sucediendo para que quede, sino sobre todo tratar de resistir al borrado de identidad al que el totalitarismo las somete. Las dos tienen mucho de 1984, no solo en el control, la vigilancia y la supresión de las libertades, también en la idea de la neolengua; pero Riesgos de los viajes en el tiempo está también llena de guiños a Un mundo feliz: el destino del exilio se llama “el lugar feliz”, y la tercera –y última– parte de la novela es la puesta en escena del adormecimiento de la protagonista.
En su artículo, Jill Lepore escribe, sin embargo, que el éxito de la distopía se debe al desprestigio del liberalismo y del pluralismo político. Responde en parte a la incapacidad para imaginar un futuro mejor y tiene que ver con el descrédito de la política. Pero lejos de su intención original, el exceso de pesimismo no sirve para evitar el mal. En el prólogo de El cuento de la criada escribe Atwood que vivimos “En este clima de división, en el que parece estar al alza la proyección del odio contra muchos grupos, al tiempo que los extremistas de toda denominación manifiestan su desprecio a las instituciones democráticas”; también que desea que su novela funcione como una especie de “antipredicción: si este futuro se puede describir de manera detallada, tal vez no llegue a ocurrir”.
Cuando Margaret Atwood escribió El cuento de la criada estaba tratando de advertir de un futuro posible indeseado. Joyce Carol Oates trata de hacer algo parecido con Riesgos de los viajes en el tiempo. Las dos novelas tienen una útil enseñanza: el miedo no es un buen aliado para las libertades individuales. Y otra cosa que parecemos olvidar constantemente: el Estado totalitario siempre llega bajo la promesa de las grandes virtudes. ~
(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).