Muchas mujeres que participaron en el 68 lo recuerdan como un momento en que experimentaron una sensación de igualdad democrática que contrasta con la forma de desigualdad que parece haber dominado los procesos de rememoración de la historia del movimiento desde las voces de sus líderes masculinos. En uno de los pocos y más significativos estudios sobre este problema, La otra historia. Voces de mujeres del 68. Puebla, Gloria Tirado Villegas plantea que al leer el vasto cuerpo textual sobre el momento la mayor parte había sido escrito por “participantes, integrantes del Consejo Nacional de Huelga (CNH), actores sociales sin duda (presos algunos), por periodistas bastante documentados, por académicos […], me pregunto ¿dónde estaban las mujeres en el 68?, una interrogante que constantemente salta en las diversas lecturas, donde apenas si aparecen mencionadas”.
Con el paso de las décadas, tanto en México como en muchos otros países comenzó a haber una inquietud respecto a la falta de conocimiento que tenemos sobre la masiva participación de las mujeres en el movimiento y la necesidad de recuperar una memoria de esta. Si bien en el decenio que sigue al 68 el texto clave de Elena Poniatowska, La noche de Tlatelolco (Era, 1971), recoge voces de muchas mujeres de distintos estratos sociales, permanecerá una versión dominante masculina en la bibliografía que construye su memoria histórica. Al compás de la creación constante de un archivo-memoria, en los años noventa Deborah Cohen y Lessie Jo Frazier publican “No solo cocinábamos… Historia inédita de la otra mitad del 68”, una de las primeras intervenciones sobre la desigualdad de género en la memoria de aquellos días, donde las mujeres entraban al registro histórico como quienes llevaban la comida a los presos políticos del movimiento. Se trata del comienzo de cierta desacralización del modo en que se fue construyendo una memoria dominante dado que no deja de ser paradójico que, en un momento en que la mujer ingresa en forma masiva al espacio público de la política (toma las calles, las instituciones educativas, los autobuses), la memoria de su participación la reubique en el sitio de lo doméstico y las labores correspondientes (cocinar, limpiar, cuidar). Tensando la visión dominante, Tirado Villegas expone cómo la participación de las mujeres remitía a diferentes tareas:
Desde botear, volantear, realizar mítines relámpago, pintar mantas, salir en brigadas de información, impresión de volantes, acopio de alimentos, hasta labores de cocina. La mayoría prefirió salir y expresar sus opiniones ante la población, otras más se quedaron en la organización interna de las brigadas. Pero por difíciles, peligrosas o arduas que fueran las tareas, la mayoría evitó extender el trabajo doméstico al movimiento; esa división sexual del trabajo pasó desapercibida y fue asumida por ambos géneros. Esta otra experiencia fue fundamental para las participantes, quienes se sintieron tan capaces como los varones.
(( Gloria Tirado Villegas, La otra historia. Voces de mujeres del 68. Puebla, Puebla, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2004, p. 25.
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En diferentes conversaciones que he tenido con mujeres que participaron en estas tareas emerge como tonalidad común un sentimiento de igualdad en la participación, donde las labores se sorteaban de un modo igualitario. Sin embargo, pasado el momento, parecería que la inercia política hubiera ganado peso frente a ese impulso, quedando la palabra monopolizada en torno a la memoria de quienes no solamente eran varones sino también integrantes del CNH y líderes de este. ¿Qué significaría democratizar la memoria del 68? ¿Cómo se construye una historia más polifónica y compleja del momento capaz de atender a las voces que quedaron marginadas en el campo de lo impropio? Otra pregunta sería: ¿cómo traer el impulso del 68 a su memoria? ¿Cómo repetir su gesto?
En 2005 se publica Plaza of sacrifices. Gender, power, and terror in 1968 Mexico, de Elaine Carey, que propone el estudio del 68 desde una perspectiva de género capaz de observar e introducir la agencia de quienes fueron marginadas, así como atender a la transgresión doble de las mujeres que, además de ir contra el orden establecido, estaban rompiendo una serie de reglas implícitas de la sociedad patriarcal desde el mero hecho de participar y enfrentar a las autoridades también en sus casas.
((Elaine Carey, Plaza of sacrifices. Gender, power, and terror in 1968 Mexico, Albuquerque, University of New Mexico Press, 2005, pp. 5-6.
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En 2009, Cohen y Frazier publican Gender and sexuality in 1968 con el propósito de abrir el problema destacando cómo la primacía de las voces masculinas no solamente reproduce un esquema de desigualdad de género sino que también influye en el tipo de memoria que se construye, ya que al enfocarse en los líderes del movimiento se dejan al margen las formas más horizontales de participación que tenían lugar en el nivel de las bases. Esto es, además de la novedosa participación masiva de las mujeres, el movimiento contaba con una gran participación de personas que nunca habían actuado en política y que tomaron las calles en formas creativas, estableciendo diálogos, creando situaciones para la discusión; en suma: los pequeños actos cotidianos que fueron ganando el apoyo masivo de toda una población que no era universitaria.
((Op. cit., p. 146.
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Como expresa Marcia Gutiérrez, “la brigada es la parte viva del movimiento”, sus vasos comunicantes en la sociedad.
((Marcia Gutiérrez, “Éramos pocas las mujeres en el CNH”: bit.ly/2o6OK7p.
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En fragmentos de La noche de Tlatelolco donde aparecen testimonios de estudiantes, madres, amas de casa, se remarca algo que también destaca en los análisis de Cohen y Frazier y en varias entrevistas a participantes mujeres del movimiento: la experiencia de una igualdad hasta entonces no vista, lo que tiene efectos en diferentes esferas y afectos, como la interacción familiar, la forma de vivir las relaciones de pareja, la política de la palabra, la relación con el cuerpo. En diversos pasajes se aprecia cómo la participación producía sintonías, resonancias, disonancias en distintas esferas, sobre todo en el trayecto de la casa a la calle y viceversa. En casos como el de Gladys López (Ovarimonio. ¿Yo guerrillera?, Ítaca, 2013), no solamente es su involucramiento en la política sino la posibilidad de estudiar (aun haciéndolo clandestinamente) porque como mujer el destino que le pensaban sus padres era el de realizar tan solo la educación primaria para luego casarse. Esto le hace vivir una suerte de doble vida ya que decide tanto participar en política como seguir con sus estudios.
En otros casos, la dislocación de papeles afecta a la propia familia con el enfrentamiento que hacen las jóvenes y la reflexión que provoca en los padres. Madres que participan en los testimonios que recogen Poniatowska, Luz Fernanda Carmona Ochoa e Yvonne Huitrón de Gutiérrez hablan de la conciencia de un cambio en el modo de vivir y vincularse con los afectos y el lenguaje en sus hijas: una “falta de hipocresía” en la manera de “enfrentarse al amor y vivirlo”, y una comparación con los marcos que habían compuesto una vida llena de imposturas. Otras situaciones remiten a la confrontación de las hijas con sus padres. Algo que resalta de este tipo de memorias es el hecho de que la lucha comenzaba en la propia casa, es decir, que la posibilidad de participar en el espacio público era algo que las propias mujeres necesitaban realizar en los diálogos que mantenían con sus padres. Esto no se menciona a menudo en las memorias masculinas dominantes, lo que habla de la cantidad de rupturas a nivel micropolítico que las mujeres llevaron a cabo en el 68.
De la libertad y el encierro de Roberta Avendaño fue publicado en 1998 (por La Idea Dorada) y cuenta hasta hoy con una circulación prácticamente nula, lo que ha resultado en una escasa recepción crítica. A pesar de que se trata de un texto netamente testimonial, en lugar de traer una memoria más convencional del movimiento, casi todo recuerdo se centra en la experiencia vivida en la cárcel de mujeres. La memoria recreada se convierte en un pequeño teatro que dramatiza un componente crucial para el análisis del encuentro que rige el momento del 68 desde preguntas que remiten a una zona moral y política, donde la cárcel no solamente aparece como ese gran embudo de la disidencia política sino como un gran espacio donde se puede poner a prueba una solidaridad difícil y también singular entre mujeres de clases sociales diferentes.
((La autora usa la palabra “encuentro” para referirse al concepto desarrollado por Althusser y José Revueltas, y repensado por la filósofa Fernanda Navarro. (N. del E.)
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Esto genera cierto tipo de recuerdo que no existe en el vasto complejo testimonial de los hombres presos en Lecumberri, quienes estaban en una crujía especial para los políticos. A diferencia de esto, las presas políticas del movimiento compartían el espacio carcelario cotidiano con las presas comunes.
De esta forma, la figura crucial del encuentro –que traza toda una zona de recuerdos sobre el momento– se presenta aquí en relación con la diferencia de clase social escenificada a través de la distancia entre presas políticas y comunes. Esto hace posible una pregunta interesante que hasta ahora no se había planteado: ¿De qué modo la figura del encuentro, hasta ahora postulada en términos más bien abstractos, es atravesada por la pregunta por la clase social y de qué modo esto reconfigura partes de la memoria del 68 que no habían aparecido? En la cárcel de mujeres, la coexistencia entre presas políticas y comunes hace que la diferencia de clase sea un problema y un nudo decisivo de la experiencia que sigue al 68. Podemos leerlo como una suerte de escenificación del quid mismo del momento, cuya gran característica había sido la capacidad de enlace que el movimiento produjo como “estudiantil y popular”.
Avendaño era una maestra que empezando la huelga estudiantil se encontraba estudiando leyes en la Facultad de Derecho de la UNAM. Su militancia había comenzado una década antes cuando participó en el movimiento magisterial de Othón Salazar y formó parte posteriormente del Comité de Generación del movimiento de normalistas del que fue vicepresidente.
(( Guadalupe Díaz traza un recuento de su vida política en “Roberta Avendaño: entre Tlatelolco y Santa Martha Acatitla” en Fem, vol. 22, núm. 187, octubre de 1998, pp. 15-16.
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En la formación del CNH, fue una de las pocas delegadas mujeres por su facultad y en enero de 1969 fue detenida por su participación en el movimiento. Luego de pasar por centros de detención y Lecumberri, fue transferida a la cárcel de mujeres de Santa Martha Acatitla, donde comenzó su proceso, siendo sentenciada a dieciséis años de prisión junto al resto de las estudiantes detenidas.
El principio del texto es interesante porque pasa del movimiento estudiantil, lleno de ideales de democracia y cambios socioculturales, a asuntos que serán cruciales en el relato: la diferencia de clase y la diferencia de opción sexual. Ambos temas emergen en una conversación que las “políticas” tienen con otra presa antes de ser transferidas a la cárcel de mujeres de Santa Martha, espacio que entonces visualizan como algo infernal y abyecto. Sintomáticamente, los dos temas puntuales en los que aparecen remiten a la limpieza (algo que las “políticas” encontraban denigrante) y la homosexualidad (el temor a ser abusadas sexualmente por las presas comunes). El ingreso a la cárcel de mujeres pasa revista a las “políticas” y narra el primer encuentro con una “común” que parece sintetizar todos los miedos. Avendaño la confunde con un hombre pero era Martha (“Martín”) Maldonado, mujer con bigote vestida de hombre, quien se encargaba de organizar la limpieza. La presunción de las “políticas” es que ellas no limpiaban, algo que a Martha Maldonado le dio igual, “por lo que tuvimos que hacer un arreglo que quedó, no recuerdo si en quince o en veinte pesos semanales, por pagar a quien realizara la limpieza por nosotras”.
((Op. cit., p. 29.
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El primer “encuentro” marca de modo explícito la diferencia de clase que continuaría operando en la cárcel: el trabajo doméstico era asunto denigrante para las “políticas”, que no podían interpretar la política que se encontraba detrás de esta división. Es decir, replicaban sin demasiada reflexión la división del trabajo (mental-manual) que seguiría operando en la cárcel. Esto es importante porque nos pone frente a dos cosas que son paradójicas y que emergen en la cárcel más que en la vida del movimiento en general: así como los hombres esperaban la comida de sus “mujeres” (activistas políticas), las presas “políticas” esperaban la limpieza de las presas “pobres”, las “comunes” –quienes hacían ese mismo trabajo fuera de la cárcel, en sus casas–. Por otro lado, podemos ver una operación similar en relación con el campo sexual: en un momento de cambio radical en la forma de pensar la política sexual, es interesante el papel que adquieren los fantasmas del lesbianismo en la cárcel, exhibiendo cómo la liberación sexual se mantenía dentro de un marco heteronormativo y en donde la apertura no remitía todavía a una ruptura de este. El miedo enceguecedor al lesbianismo es evidente en la descripción del primer encuentro que tuvieron en la cárcel con una presa que gritaba y que, dadas las advertencias, Nacha [Ignacia Rodríguez, presa política] le dijo: “esta ha de ser lesbiana, me defiendes”.
((Op. cit., p. 26.
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Lo gracioso es que se trataba de otra presa política, lo que indica la forma en que ese fantasma operaba como una suerte de marcador del miedo a toda la situación.
En cierta forma, a partir de la historia que construye sobre varias compañeras de cárcel, se nos va mostrando una suerte de destino de cierta clase social que parecería quedar encerrada en un circuito difícil de romper en medio de la injusticia del sistema: cárcel-libertad-cárcel-libertad. Esto abre el campo de una noción de libertad social que va quedando acotada y relativizada: cuando hablamos de libertad, ¿quiénes califican como sujetos de ella? ¿Es la libertad de una clase social y la invisibilidad de toda otra capa de vida que es marginada sistemáticamente? A partir de esto, la memoria del encuentro entre desiguales se profundiza pero también se enriquece: una lectura micropolítica surge cuando el texto comienza a operar como la construcción de un proceso que recrea en palabras una forma de pasaje, el deseo de un puente de comunicación entre situaciones totalmente asimétricas pero compartidas. Se trata de una memoria que trae diferentes afectos de ese momento de vida en común (miedo, rabia, amor, solidaridad). De esta forma se visualiza una zona que se va moviendo poco a poco cuando la conciencia política de la mujer educada se enfrenta a la convivencia con una “otredad” hasta entonces casi abyecta, marcada por el miedo a las “comunes”, con quienes se comienza a tejer un vínculo estrecho y una zona de intercambio en el lenguaje, la historia, la vida juntas.
El texto comienza en el miedo, donde la cárcel parece un pandemonium dominado por el temor, hasta que emerge una historia que rompe la rutina y el tedio. El texto comienza entonces a fluir en otra dirección: el diálogo con las “comunes” que empieza a desplazar la vida de las “políticas”, al punto de que a partir de ahí el texto versará sobre aquellas.
Si bien los meses de gran intensidad del movimiento produjeron un encuentro singular entre personas de diferentes clases sociales y grupos, la cárcel lleva a preguntarnos cómo pensar políticamente a quienes se ubican en un borde casi impolítico: realidades y vidas que parecerían tener en la cárcel su destino sin que la organización política o militante sea un componente de ella. Se trata del mundo lumpen, tan difícil de leer y comprender para el marxismo y el liberalismo, puesto que surge de una otredad radicalmente asimétrica, que aparece en este texto de un modo diferente a la típica reacción de lo abyecto.
((Lo abyecto, para [Julia] Kristeva, se vincula a eso que hace colapsar el sentido perturbando el orden y las categorías que usamos para mantenerlo (en Powers of horror. An essay on abjection, Leon S. Roudiez [trad.], Nueva York, Columbia University Press, 1982, p. 2). En De la libertad y el encierro parecería que el texto mismo fuera un modo de reconocer y reconstruir una experiencia que atravesó a Avendaño para poder hacerla legible.
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Esta tensión que emerge en De la libertad y el encierro me recuerda a lo que analiza Gareth Williams al abordar un pasaje crucial de Guerra en el paraíso (de Carlos Montemayor), donde se contraponen dos tipos de saber, el del marxismo teórico aprendido en la urbe y el de los campesinos que luchan con Lucio Cabañas en el partido de los pobres, hablando de ricos y pobres en lugar de burgueses y proletarios. Williams interpreta esta diferencia como una lucha que escenifica “lo político en su propia práctica”, el gran teatro de las desigualdades que aflora en el interior de las lenguas de liberación y permanece como sitio límite en el saber universitario.
((Gareth Williams, The mexican exception: sovereignty, police, and democracy, Nueva York, Palgrave MacMillan, 2011, pp. 167-168.
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En cierta forma, si el 68 implicaba esa heterogeneidad radical de los lenguajes que se hizo posible en unos pocos meses, las décadas que siguen parecerían implicar una suerte de retorno a las lenguas específicas de cada sector, de cada partido, de cada libro.
En este sentido, la memoria del 68 desde su sobrevida carcelaria parecería relacionar la libertad con ese encuentro entre no iguales en el que acontece una ética. Esto le da un color diferente a las reflexiones que se plantean sobre el movimiento estudiantil: en lugar de operar como sitio de monumentalización, la memoria del 68 genera una pregunta por su demanda de democratización, vigente aún desde otro tiempo y lugar. Desde aquí, el texto, en lugar de “cerrar” su voz en la esfera de un recuerdo antiguo, abre la necesidad de conectar el 68 con un presente a partir de la pobreza, la humillación y la desigualdad que la universidad se proponía comprender y transformar. ~
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Fragmento editado del libro México 1968. Experimentos
de la libertad: constelaciones de la democracia,
publicado este año por Siglo XXI.
es profesora en el Departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Princeton. Creó,
al lado de Vicente Rubio-Pueyo, el proyecto mexico68conversaciones.com, un archivode memoria del 68 desde los márgenes